Aunque somos pobres, a los habitantes de este vecindario nos gustan los perros. En otros barrios, los apedrean y maltratan. Algunos son ahorcados en las farolas o destripados en las cunetas.
Este perro apareció por nuestra calle, tan esquivo como maltrecho. Era una extraña mezcla de galgo y de fox-terrier, un perro vulgar y silvestre: un perro común. Cojeaba ligeramente de su pata derecha trasera y no paraba de rascarse. Con las orejas gachas y la cola entre las piernas nos miraba de lejos y al menor gesto nuestro se alejaba asustado. Como tenía hambre no costó mucho acercarse para darle de comer algún resto o tirarle unos huesos. Un día fue un vecino el que le dio los restos de un asado; al día siguiente, otro; y así lo fuimos adoptando. Cada uno le daba lo que podía, en turnos improvisados. Poco a poco permitió que nos acercáramos y finalmente alguien le rascó la cabeza. Llegó el momento en que, tras una colecta, lo llevamos al veterinario.
Ahora no cojea, no se rasca más, está vacunado, lleva una placa y un chip con su nombre, el nombre de nuestro barrio y mueve la cola cuando nos ve. Va de una casa a la otra y duerme donde le apetece. Ya no es un perro común; es un perro en común, lo que no es lo mismo, aunque lo parezca.
Es que en este barrio somos pobres, pero solidarios.
Autor: Fernando Ainsa