De veranos, noches y sueños
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—El mundo es la suma del pasado y de lo que se desprendió de nosotros— Novalis
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Por si no os habéis dado cuenta, queridos lectores, chiquilín está re de novio.
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mimar. 1.
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El Brit Milá (hebreo, בְּרִית מִילָה, «el pacto de la circuncisión», o B(e)rit a secas; los judíos askenazíes lo pronuncian Bris) es la circuncisión ritual que se practica al varón judío al octavo día de haber nacido, como símbolo del pacto (brit) entre Yaveh y Abraham, en Génesis 17:1-14. Según el Talmud (Tratado de Kidushín 29:1), es un precepto a cumplir por el padre, como lo hizo Abraham con Isaac (Génesis 18:4). En la actualidad, el rito lo efectúa un mohel, "circuncidador" ritual especializado que no es necesariamente médico. La ceremonia del Berit Milá se lleva a cabo temprano en la mañana del octavo día de vida del bebé, y salvo peligro para el recién nacido, no se posterga ni aun por caer en shabat o Yom Kipur. Es uno de los preceptos de la halajá más arraigados entre los judíos. La tradición cuenta que Adán y Moisés nacieron ya circuncidados; y que así ocurrirá también con el mesías. En aquellos casos en que el niño haya nacido sin su prepucio, o realice la conversión una persona ya circuncidada, se hace un pequeñísimo corte para que fluya una sola gota de sangre, con lo cual se considera cumplido el precepto.
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Nota del blogger: Yaveh no contemplaba la práctica con fines clínicos en los casos tardíos de varones seculares al octavo milésimo día de haber nacido, con un mohel oriundo de Teruel más seco que una piedra y más bruto que lo que internacionalmente se considera por «gallego», ni que la conversión se haga con un de todo menos «pequeñísimo corte», ni que la sangre fluya con las suficientes gotas para acabar con una cruenta hemorragia en urgencias de un hospital de madrugada, en donde le costurean a uno el asunto todo de nuevo pero sin anestesia nomás, ni las tres semanas de abstinencia no solamente sexual, sino también onanista y eréctil. Yaveh no contemplaba muchas cosas.
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En el Raval hay skaters, catalanes conchetos, intelectuales, comerciantes filipinos, adolescentes cool, gays progres, latinoamericanos que alardean en todos los acentos imaginables, borrachos, bohemios, turistas franceses, pakistaníes vendedores de cerveza y hachís, putas africanas, catalanes hippies, universitarios italianos de intercambio, policías españoles que alardean en un acento solo, árabes, drogadictos, chinos. Conviven pacíficamente, de momento, todos juntos en la calle. De día y de noche. Yo vivo en un loft remodelado y súper moderno, bien incrustado en uno de los barrios más viejos y tradicionales, en el centro de Barcelona. Arriba el Tibidabo nos vigila.
Hicimos la mudanza a lo largo de toda esta semana, frente a la mirada atenta de dos pintores bolivianos que aún no terminaban con los últimos retoques del techo. Los libros que tenemos en la biblioteca del living son excesivos para nuestra edad. Es posible que no hayamos leído ni la mitad para lo que queda del lustro. No nos importa. Hacemos de cuenta que no. Las estanterías no están de adorno, son el peso de la cultura que tanto queremos que nos pese. El living es grande. Se come las habitaciones. Tampoco nos importa. Pactamos hacer vida en el living. Juliette sonríe silenciosa y me mira atrás de sus anteojos y su largo pelo rubio, mientras sus papás acomodan las últimas cajas de basura para deshacernos de los vestigios de la mudanza. Las paredes están blancas y vacías. Queremos colgar un cuadro: ella propone Tàpies; yo, Velázquez. Está claro que la posmodernidad y el clasicismo no cuajarán jamás. Juliette piensa en comprarse un perro. Mi alergia y mi fobia materna me lo proscriben terminantemente. Intenté convencerla arguyendo que los escritores, desde Baudelaire a Cortázar, tienen una relación metafísica con los gatos. Después me acordé que a lo que soy alérgico es al pelo de animal, además de al perfume de mujer, al polvo —frecuente motivo de burlas—, al polen y a cambios climáticos en general. Que soy un impresentable, digamos. Juliette finge no oír e imagina cuando me mande a sacar el perro por las frías mañanas de otoño que se vienen. Dice que es para hacerle compañía. Necesita como sea combatir la soledad.
Por lo que a mí respecta, un intensísimo verano desfiló subversivamente más allá de mi doble turno laboral, donde ahorré toda la guita que necesitaba. Fue un verano voluntariamente diferente a todos los anteriores. Más real, más vital, más sexual. Un verano con noches llena de caóticas sábanas, poquísimas horas de sueño, llegadas excesivamente tarde al trabajo, camas clandestinamente deshechas, felices ojeras, diálogos que jamás pensé que iba a tener, una difusa mezcla en la que entraba deseo, dolor, cariño, placer, obsesiones, miedos, y un puñado de canciones de Drexler compartidas hasta el amanecer, celebrando aquel edén de solo dos metros cuadrados. Un verano con largas llamadas telefónicas, esta vez a este lado del charco, repletas de dilatados silencios al compás de dos respiraciones sudamericanas que intentaron respirar juntas pero que fueron, claramente, incapaces. El verano se acabó. Evocarlo no es más que una manera estéril de perder mis últimos minutos de recepcionista en este hotel. El verano se fue, no sin antes haberme enseñado innumerables lecciones y haberme dado algo que durante tres años mi vida me venía negando y que por momentos sentí que no me quería devolver más.
Es tiempo de volver a combatir la soledad. Los libros, por ahora, siguen siendo los narcóticos que elijo frente a las mascotas. Ahí está Juliette, que es catalana, intelectual, adolescente, concheta, progre y universitaria. Todo a la vez, tomá pa vos. La flamante y bienvenida compañera de piso, en vez de los ex-cuatro machos que me acompañaron durante un año en Sants. Juliette ordena sus libros, dice, por asociación de ideas. Nada más cercano a un orden surrealista-psicoanalítico. Yo, por supuesto, sigo mi rígido y solemne rigor positivista. Literatura latinoamericana, española, inglesa, italiana, francesa, filosofía, teoría de la literatura. La sensación está en el aire: este año pinta mejor que el anterior, aunque le costará igualarlo. Por lo que a las estaciones se refiere, nada parece indicar que un invierno subversivo no pueda superar este verano eminentemente imborrable.
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El lunes empecé a trabajar en un hotel cuatro estrellas de diseño, súper cheto-cool-guai-fashion. Soy, después de cuatro intensos veranos de intentos fallidos, recepcionista, a pesar de mi ignorancia supina de las lenguas francesas y alemanas. Hago turno tarde o noche, dependiendo de quién tengo que cubrir en sus vacaciones. Esta semana fui variando así aprendía los gajes del oficio en ambos. Pero, sin dudas, el Turno Noche es todo un mundo paralelo. Entre las ya innumerables anécdotas, rescato:
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Hoy a la tarde, mientras charlaba con mis amigos en el café de una librería del Raval, Rodrigo Fresán pasó con un cochecito en el que llevaba a su nene y me dijo «Chau». *Qué* loco.
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La rambla Badal es una calle peatonal larga, ancha, espaciosa. Un vecino que me cruzo por las noches en el ascensor la llama «una avenida venida a menos». Cortada por las vías del subte y del tren que me lleva algunos fines de semana a Tarragona, la rambla está llena de pequeños locales y comercios que abastecen una larga y monótona cadena de edificios construídos en la segunda mitad del siglo XX. Es la periferia, o no, o casi. Lo cierto es que geográficamente nos separa de l'Hospitalet del Llobregat, ciudad dormitorio de Barcelona. Lo cierto es que étnicamente es lo más parecido a una torre babélico-posmoderna. Si uno no consigue lo que busca en el Pakistaní —que no sabe de primeros de mayo o de domingos por la tarde y trabaja non-stop-moving-baby-all-day-long—, ahí mismo lo mandan a uno al Filipino que está al lado. Hay *tres* kebabs ¿libaneses? en dos cuadras —en uno, al que vamos siempre, una camarera boliviana vende empanadas salteñas y me discute de qué lado de los Andes son originarias—. A veces hay milanesas de carne. A su encargado morochón lo llaman «El Kaiser», —tiembla el Imperio Prusiano—.
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Abril es gris. Después de densos días de un invierno infinito, la primavera, que amenazaba con no llegar nunca, por fin se impuso. No es, sin embargo, un bello abril. Sí. Barcelona está hermosa y no es exagerado afirmar que es un lujo y un privilegio poder estar viviendo en ella desde hace siete meses. La emancipación ya no es cuasi sino total, un proyecto terminado y listo para empezar, un sueño que tardó pero que pudo hacerse realidad al fin. La ciudad no se acaba nunca y siempre esconde rincones listos y nuevos para sorprender. La belleza está allá afuera. Hay dolor también, sí. Tiene su peso, su espacio y esencia, en largas noches de insomnio. Toda la responsabilidad, no hay dudas, la tiene mi mente y sus laberínticas tinieblas obsesivas. Dolor que viene también de allá abajo, donde nuestras putas rutas argentinas dieron ya demasiadas muertes cercanas para lo que va del año. No es el tiempo de la belleza. Parece ser el tiempo del aprendizaje. De un aprendizaje que parece doloroso, estéril, demasiado largo e innecesario. Debo, como escribió Silvio, aprender a amar el tiempo de los intentos. Intentos por defecto fallidos, pilas de balbuceos adolescentes, que parecen no teminar más. El dolor, sin embargo, no niega la belleza y creo, como por un acto de fe, si se quiere, en la belleza. La belleza está allá afuera. Y hay que salir a buscarla.
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