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martes, 28 de abril de 2009

La necesidad de perderse (Sobre 'El heredero' de Mario Catelli)


Hay novelas que se escriben en 10 minutos.

Vale, exageramos, como siempre, en realidad, son cinco.

Para otras, en cambio, hace falta toda una vida.

La diferencia se suele notar.

Las que necesitan tanto tiempo son pocas. Exigen demasiado esfuerzo, ¿para qué quemarse hasta ese punto?

Quizá porque se tiene algo qué decir.

A nosotros nos ha venido esta idea a la cabeza mientras leíamos a Mario Catelli.

Catelli nació en Argentina, tiene más de 50 años, lleva desde 1987 viviendo en Barcelona y según cuenta la editorial, El heredero es su primera novela para adultos (aunque al parecer tiene tres libros infantiles y juveniles publicados). Con esta obra ha ganado el último Premio Bruguera.

La historia suponemos que es la suya, o muy parecida, la de un argentino que intenta buscarse la vida por todos los medios imaginables en Barcelona.

"Mi cuerpo parece acostumbrado a todo, menos a recordar", dice Catelli nada más empezar la novela.

Su cuerpo, en efecto, trapichea con drogas, toca el saxofón en la calle, roba si la cajera de cualquier establecimiento se descuida, pinta las casas de señoras teñidas de rubio y con un padre enfermo, intenta vender pisos o dedicarse a coser bolsos.

Su cuerpo viste las ropas de un músico muy elegante pero que ya está muerto y no tiene permiso de trabajo, aunque sí de residencia. Lo ha conseguido en una sauna, comiéndole la polla a un funcionario viejo y con la espalda llena de pelos.

¿Y su memoria? En su memoria está la culpa y están los muertos. Como en todas las memoria, pero en la suya quizá un poco más porque él ha sobrevivido mientras sus amigos eran torturados, violados o asesinados por la dictadura argentina.

La vida de Marcos o Martín, el personaje de Catelli, transcurre entre esa necesidad de encontrarse a sí mismo, o al menos, una profesión, algo con lo que ganarse la vida y fijarse una identidad, y la necesidad inversa de huir y perderse, de no parar nunca, de no ser arrastrado hacia atrás, de no volver a esos sitios que duelen tanto.

Marcos o Martín es un Pijoaparte, ahora que Marsé está tan de moda, pero ya crecido, a punto de cumplir los 40, descreído y en versión sudaca.

Si quisiéramos ponernos pedantes, diríamos que El heredero nos ha sabido a El juguete rabioso, de Roberto Arlt, o al Herry Miller menos místico y tostón.

Pero como preferimos que todo el mundo entienda esto y se anime a leerlo, diremos que es una novela muy distinta a lo que ahora suele hacerse, que transmite una extraña sensación de autenticidad (la autenticidad en los libros a nosotros siempre nos parece extraña, y nos gusta), y que sorprende por lo bien escrita que está.

Bien escrita porque te va llevando, O porque de repente te encuentra una frase, un giro o una página entera que te gusta y te hace pararte, y la vuelves a leer, pero sin que resulte ni cursi ni empalagoso. Y porque Catelli hasta se permite ponerse introspectivo y meterse mucho dentro del personaje sin resultar coñazo.

Ya casi al final de la novela, Marcos o Martín, ve a un tío en un bar al que le han tocado las tragaperras. "Debe ser bueno ganar. El que lo hizo fuma a pleno pulmón y sonríe, debe estar contento, sí, pero ¿cuánto habrá perdido?", escribe Catelli.

Y nosotros pensamos que tiene razón, que algunos necesitan perderlo todo y perderse muchas veces para llegar algún sitio.

Catelli es ahora el que lo ha conseguido, y puede también sonreír y hasta fumar a pleno pulmón.

lunes, 27 de abril de 2009

Enamorados de Lisbeth Salander (Sobre el fenómeno Larsson)


¿Hablamos de Céline (estamos leyendo el libro que ha escrito su viuda sobre él)?, ¿hablamos de El heredero, de Mario Catelli, una novela cojonuda que terminamos el otro día?, ¿hablamos de haikus ahora que Jiménez Losantos amenaza con publicar su propia visión del género?...

Cuesta arrancar los lunes.

Dejamos para los próximos días lo de Céline y Catelli, y descartamos de momento los haikus, aunque abrimos al azar nuestra antología favorita, Jaikus inmortales, editado por Antonio Cabezas y publicado por Hiperión, y transcribimos uno de Basho:
Muévete, tumba,
que mis gemidos son
viento de otoño
Imposible no pensar en la situación profesional de Losantos. Pobre. Y quizá en la nuestra.

Otro día, más haikus.

La siguiente opción es Larsson, el triunfador de Sant Jordi.

¿Hay alguien que aún no sepa quién es este tío?

Stieg Larsson es un sueco que ha escrito una serie de novelas negras. Todo el mundo las está leyendo: Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, que se editará en España el próximo 23 de junio.

Luego se murió y no pudo escribir más ni ver su éxito, aunque dicen que igual existe una cuarta novela escondida en algún rincón de su disco duro o en la caja fuerte de sus herederos que andan peleándose como fieras por la pasta y los derechos.

Larsson ha sido un pelotazo. Lleva meses en todas las listas de los más vendidos y a nosotros nos parece uno de los fenómenos editoriales más interesantes de los últimos años.

No es una novela ñoña y escrita para adolescentes, como El niño con el pijama de rayas.

No es una novela histórica (nosotros es que odiamos la novela histórica), copia a su vez de alguna otra novela histórica.

No es un thriller sobrenatural sobre los secretos del cristianismo o extrañas sociedades místicas que gobiernan el mundo...

Los libros de Larsson son novelas negras.

Y entonces, viene algún pedante y se mete con Larsson. Él se cree muy listo pero lo que hace es repetir toda una serie de tópicos que desde siempre se han esgrimido contra la novela negra y que nosotros creíamos muy superados.

La novela negra es divertida, lo que a algunos les parece imperdonable. Y la novela negra, a diferencia de otros géneros, no es escapista, sino que se atreve a husmear en los aspectos más oscuros de la sociedad.

Larsson habla, por ejemplo, de importantes empresarios que se dedican a malversar fondos públicos, del pasado nazi de Suecia, de la brutalidad de determinadas prácticas psiquiátricas, de la impunidad con la que actúan los servicios secretos, de la situación de esclavitud en la que viven las inmigrantes que ejercen la prostitución y, en general, de distintas formas de violencia contra las mujeres.

La serie de Larsson no es una obra maestra (¿cuántas obras maestras hay?) y seguramente tampoco sean las mejores novelas negras de la historia (ni mucho menos), pero están muy bien y le dan mil vueltas a cientos de otros títulos supuestamente mucho más serios y mucho más profundos.

Nosotros los disfrutamos, los devoramos y sí, nos enganchamos, como todo el mundo, lo que nos convierte en seres muy vulgares, pero también refuerza nuestra tesis principal: nosotros somos gente.

Aunque el gran acierto de Larsson es el personaje de Lisbeth Salander, tan excesivo ya en la segunda parte, tan fuera de la realidad, que resulta imposible no enamorarse de ella.

Lisbeth es un ser antisocial, una especie de Pipi Calzaslargas en versión punki, como la describió su autor, llena de tatuajes, irresistible tanto para hombres como para mujeres, que pesa sólo cuarenta kilos pero que se entrena con los campeones de su país de boxeo y que es capaz de meterse en cualquier ordenador.

A Lisbeth la han puteado durante toda su vida. Incluso hay quien se cree que es tonta, pero todo lo contrario. Lisbeth es peligrosísima y está deseando poner a los malos en su sitio...

A nosotros por eso nos gustó más la segunda parte que la primera: porque Lisbeth es la auténtica protagonista. Además de por el final. Pero tranquilos, no vamos a reventarlo.

Estaría bien ahora poner una foto de los dos tochos, son libros de muchísimas páginas, uno encima de otro, aquí, en la mesa o delante del ordenador, pero los hemos prestado. Ya es la quinta vez que nos los piden. Y los hemos regalado como tres o cuatro veces más. La de pasta que le estamos dejando a Destino. A ver si el año que vienen aciertan y le dan el Premio Nadal a alguien que merezca la pena.