Bebieron los dos
largo rato. Jesucristo le daba al trinque como un profesional:
—Son dos mil años
de práctica, jeje —decía.
Habló de las
putadas que le hicieron los judíos, de cómo se las apañó para resucitar, de
cómo se ocultó durante tanto tiempo y, al final, de qué coño pintaba en uno de
los puticlubs más repugnantes de toda la ciudad:
—Me gusta conocer
dónde pecan los cristianos más mugrientos —se justificó.
—¡Ole por ti!
—brindó con él el parroquiano.
Con las coñas
Jesucristo se fue agarrando una buena curda, y el otro le calentaba los trastos
para que obrara algún milagro más:
—Venga hombre,
que esto es una vez en mi vida, ¡y no me jodas con el libre albedrío! No te
pido que me crees una calamidad, ¡sólo una pequeña demostración!
—Eres pesado,
eh... —miró Jesucristo a un lado y al otro— Mira esto.
Jesucristo separó
un poco su taburete del de su compañero y le miró los pies.
—¿Qué vas a
hacerme? —preguntó éste.
—Chhhhttt, que me
desconcentras.
El dedo índice de
Jesucristo señaló los harapientos playeros del parroquiano y, de golpe, se
transformaron en unos marrones y relucientes zapatos italianos.
—¡Cojones! —gritó
el parroquiano.
—¿Te gustan?
Jejeje.
—Joder si no...
—Pues valen una
pasta, así que cuídalos, ¿eh?
El hombre miró
maravillado su nueva adquisición. Le faltó poco para levantarse y presumir ante
toda la clientela, pero sabía que eso enfadaría a Jesús.
—Y eso no es nada
—dijo éste—. Tú mira y sé discreto.
Se apoyaron los dos
en la barra, dieron un trago y Jesucristo giró la cabeza a un lado. Había a
unos metros tres tíos dándole al trinque y, cuando uno fue a coger su vaso, éste
se desplazaba unos centímetros. Volvía a intentarlo y el vaso volvía a
escapársele. Estaba huyendo de él, ante la mirada acojonada del trío de
borrachos.
—Muy buena —rio
en bajito el parroquiano.
—Ahora escucha
—le dijo Jesucristo.
Sonaba en el
puticlub música latina de lo más cutre. Todas las canciones parecían igualmente
lamentables cuando, por arte de magia, el tocadiscos pareció volverse loco. Se
escucharon una serie de interferencias y, acto seguido, sonó a todo volumen La puta de la cabra:
La
cabra, la cabra, la puta de la cabra, la madre que la parió, ¡hey!....
Uno de los
camareros acudió rápidamente al aparato y, aunque durante un minuto no fue
capaz de arreglarlo, finalmente Jesucristo fue compasivo y dejó que el hombre
hiciese su trabajo y volviesen las cumbias a emponzoñar los oídos de todos.
—Cojonudo.
¡Cojonudo! —susurró el parroquiano.
Jesucristo estaba
borracho.
—Voy como una
auténtica rata —dijo.
—¡Ole por ti! —el
parroquiano alzó su copa para brindar.
Estaba Jesucristo
desatado. Por algún motivo necesitaba demostrar sus poderes y no encontró en
aquel momento ningún impedimento. Así fue que pasó un fulano a su lado e hizo
que le sonase un pedo gigantesco en su culo, lo que provocó que viniese un
portero a echarlo mientras el tío se quedaba con cara de gilipollas. Luego
aprovechó que el parroquiano se encendió un cigarrillo para decirle:
—Mejor fuma eso.
Y le metió
marihuana dentro y al tío le encantó. También le encantó cuando vacilaron a la
camarera después de pedirle dos copas más, transformando el alcohol en agua y
recriminándole si les estaba tomando el pelo. La tía no dio crédito pero no le
quedó más remedio que ponerles copas nuevas después de beber ella misma y
comprobar, efectivamente, que aquello era sólo agua.
Después empezaron
los vaciles con las demás tías. A dos de ellas les levantaron la minifalda como
si pasasen por encima de un potente ventilador. Los dos borrachos apostaban:
—¿Qué te juegas a
que el tanga de esa es rosita?
—Pues yo creo que
no lleva nada, fíjate.
Si alguno ganaba
la apuesta estaba invitado a la siguiente ronda.
—Qué gran noche
—sentenció Jesucristo.
—Anda que la mía
—negó el parroquiano con la cabeza.
—Y ahora, el
golpe final.
Se hizo el
silencio entre los dos. El parroquiano vio que Jesucristo había enfilado a una
mulata —obviamente una prostituta—, que se acercaba a su zona desde una mesa.
Cuando estuvo a poquitos metros, Jesucristo levantó con discreción su dedo
índice, apuntando con él a la cabeza de la chica. Lo bajó con rapidez,
recorriendo imaginariamente todo el cuerpo de la señalada hasta llegar a los
pies, y entonces, ¡chas!, el vestidito se le cayó de golpe al suelo, acompañado
de la ropa interior, haciendo que la chica se tropezase y se quedara allí en
medio, completamente desnuda y aturdida, intentando rehacerse y comprender qué
carajo le había pasado.
—Jejejejeje —el
parroquiano aplaudió lo sucedido.
—Qué buenas tetas
—le dijo Jesucristo al oído.
—Amigo —sonó una
voz a sus espaldas—. ¡EH, AMIGO!
Se giraron los dos.
Un tipo negro como la muerte de no menos de dos cero cinco y con pinta de
alimentarse a base de hostias miraba fijamente a Jesucristo, requiriéndole una
especie de explicación.
—¿Qué sucede?
—preguntó el hombre-milagro.
—Eso me tendrás
que decir tú —el negro tenía acento. Posiblemente cubano.
—No te comprendo.
—Si quieres yo te
lo explico. Pero mejor tu sólo te vas y aquí todos amigos, ¿vale bien?
—No, amigo
—Jesucristo se puso serio—. No vale bien. O me explicas qué carajo he hecho o
yo no me voy de aquí.
—Muy fácil. En mi
tierra no nos gustan dos cosas: ni los que se meten con nuestra bandera ni los
que vienen a tocarnos los cojones, y tú de momento no has hablado mal de
nuestra bandera.
—Tampoco he
tocado los cojones de nadie.
—Te he estado
vigilando, ¿vale bien?
El negro estaba a
menos de medio metro. A esa distancia un puñetazo envestiría con demasiada
fuerza.
—Deja que me
levante y te diga yo una cosa.
Jesucristo se
levantó. El parroquiano soltó una carcajada, segurísimo de que un movimiento
del dedo índice bastaría para poner las cosas en su sitio. Se imaginó al negro
arrodillado y pidiendo perdón o tumbado en el suelo maullando como una gatita,
y se volvió a reír.
Pero Jesucristo
notó algo extraño al levantarse.
—¿Qué coño me
pasa? —se dijo.
Bajó la mirada y
se dio cuenta de que estaba muy borracho. Tenía demasiada mierda dentro de muy
mala calidad.
—Debe ser esto a
lo que llaman garrafón —pensó.
Por poco se cae.
Se tambaleó varias veces, comprendió que su estómago por poco se da la vuelta,
agarró con fuerza el taburete y por fin adoptó una posición parecida a la
vertical. Cuando levantó la cabeza, el negro estaba ahí, cerquísima, con peor
cara todavía, con pinta de enfadado, y esperando oír algo.
—Tú no sabes con
quién estás hablando —dijo Jesucristo.
—Me importa una
mierda, ¿vale bien? Ahora di lo que tengas que decir si tienes huevos. ¡Brujo!
—A mí no se me
falta al respeto.
Todo el puticlub
miraba. Sabían que el negro no se andaba con coñas a la hora de repartir
hostias como panes. Se rumoreaba que había matado a un hombre do un solo
puñetazo y después se lo había dado de comer a su rottweiller.
—Tú lo has
querido —dijo Jesucristo.
Apuntó al negro
con su dedo índice, sin tener muy claro todavía qué castigo infringirle. Sin
embargo, fue quitar la mano del taburete y descubrir que se estaba cayendo. No
podía sostenerse, y en lugar de concentrarse para su milagro, todo lo que consiguió fue oscilar hacia adelante, rozando
apenas el pecho macizo del hombre al que pretendía dar una lección.
Después Jesucristo
sintió un golpe en el ojo y se le hizo de noche...
(Continuará)