Estaba
descontento. No había una razón principal para ello, pero tampoco la había para
lo contrario. Era una mezcla de odio al prójimo, rabia generalizada, impotencia
y aburrimiento. Ciertas cosas me proporcionaban pequeñas satisfacciones: un
cubata bien hecho, pasearme en pelotas por casa; y otras muchas cosas me frustraban:
una discusión de mierda, el saldo de la cuenta, las caries, los michelines que
no desaparecían, el estreñimiento. Supongo que había más cosas malas que
buenas. Era un tipo infeliz.
Sábado por
la mañana. En el piso de arriba había niños y no paraban de gritar y arrastrar
cosas. Lograron despertarme y estropear mi único día de descanso real. Desayuné
fuerte, como si me lo mereciese, fregué los platos acumulados del día anterior,
escuché en la radio que había un congreso del partido popular, me puse un
chándal e hice la cama, procurando deshacer las minúsculas arrugas de las
sábanas y mantener una simetría perfecta al colocarlas. Manías de una mente
desocupada. Salí de casa.
Cinco o seis
niños jugaban en los columpios. Unos tenían una maquinita y otros jugaban de
verdad. Las mamás y algún papá vigilaban mientras aguantaban un abrigo o una
mochila y hablaban. Eran buenos vigilantes. Parecían disfrutar de la vida.
Un tipo pasó
corriendo con un perro. Era un perro grande, marrón y blanco, con la lengua por
fuera pero supongo que satisfecho. Se notaba que el tío estaba también
satisfecho con todo ese sudor por la camiseta. Perder calorías hace feliz a
mucha gente.
Iba de
camino al supermercado. Me habían hecho la lista de la compra y obedecería. Me
crucé en la acera con un conocido que pasaba por allí. Me dijo que se alegraba
de verme y yo le dije que yo también. Después me preguntó por el trabajo y la
familia y puso cara de satisfacción cuando le dije que sin novedades y concluyó
que eso significaba que de maravilla. Cuando yo le pregunté por sus asuntos me
contó un par de historias de sus hijas y no sé qué rollo de una reducción de
plantilla en el trabajo, y después me dio una palmadita en la espalda y se
despidió con una gran sonrisa.
Entré en el
súper. No me inspiran nada en particular esos sitios. Entre carros de la compra
y más niños insoportables, pude observar a alguna mamá que valía la pena, pero
estaban demasiado ocupadas atendiendo a sus carros y a sus niños, y tampoco me
inspiraron nada especial. No eran para tanto.
Encontré las
cosas. Sabía dónde estaban. Sólo tuve dudas sobre qué naranjas eran las de
zumo, pero una trabajadora me dijo que todas valían así que cogí las que mejor
aspecto tenían. También me costó decidirme entre los yogures. Pase por la
sección de condones. Ahí me fui a los clásicos: nada de jugármela con eso.
Tenía todo
en el carro. Me acerqué a la caja que parecía que avanzaría más rápido. Escuché
cómo una madre regañaba a su niñita y, luego, cómo esta misma madre le echaba
por teléfono una bronca a alguien mientras colocaba sus cosas en la cinta.
Cuando fue mi turno, coloqué las cosas y observé que la cajera era bastante
eficaz a la hora de poner el código de barras cerca del lector. Pensé en
reconocer su mérito, pero también pensé que quizá ella pudiera creer que me
estaba insinuando o era una especie de pervertido, así que me mantuve
calladito.
Volví a
casa. Hacía calor. La gente iba ligera de ropa; sonriente, como si su estado de
ánimo mejorara con el buen tiempo. Escuché alguna vez que eso era habitual; que
el sol alegraba a la gente.
Deshice las bolsas de la compra. Cada cosa a
su sitio: lacenas, nevera, despensa... Luego entré en el cuarto de baño. Hice
pis, tiré de la cadena, me abroché la cremallera y me acerqué al espejo. Me
salían dos pelos de la nariz así que cogí unas pinzas y tiré de ellos,
aguantando el dolor. Miré. No parecía que hubiera más que sobresalieran.
Fui al
salón. Encendí la radio. Hablaban de los intervinientes en el congreso del
partido popular, pero pronto saltaron a las últimas noticias del campo español.
Traté de poner música pero desistí. No se pillaba bien la emisora. Cogí el
spray y la bayeta. No me hacía falta una lista de tareas para saber que me
tocaba limpiar el polvo. Me puse a ello. Las estanterías, los cajones, los
libros, las figuritas, ¡las malditas figuritas! Los agricultores estaban muy
preocupados por la bajada de precios de las materias primas. Todos ellos
parecían al borde de la ruina.
Me asomé un
momento a la ventana. Más sol y gente y perros y bancos y árboles. Aquel era el
mundo que me rodeaba. Todo eso era mi mundo y yo estaba en él quisiera o no.
Dejé la ventana y volví al spray y la bayeta. Tenía todo lo que quería. Insisto:
era un tipo infeliz.