Todo eran risas y elogios cuando
subieron al barco.
—Ohhh....ohhhh –exclamaban.
Les parecía enorme y lujoso. Un prodigio
de la ingeniería.
—La puta hostia –se decían
continuamente. Luego soltaban vulgares carcajadas y se chocaban las cinco,
llamando la atención de los pasajeros que, como ellos, acababan de embarcar en
el que prometía ser el viaje de sus vidas.
Habían reservado un camarote
doble para cada uno, exterior y con terraza. Dinero no les faltaba y habían
concluido que preferían no verse en pelotas por las noches y la terraza era
buena para dejar a ventilar sus prendas previsiblemente pestilentes. Además
dormir separados les ayudaría en su misión principal al borde del crucero, que
no era otra que follarse a todo lo que pudieran.
—Ya verás, tío –decía Toño–. Aquí
las tías vienen a lo que vienen.
De Toño había sido la idea del
crucero todo incluido. Tres meses sin
mojar y unas cuantas visitas a foros inadecuados de internet le habían
convencido de que meterse en un barco era algo así como un puticlub gratis,
donde podías sacarte la polla donde quisieras que siempre habría alguna que se
te acercara a catar gustosa.
—Eso espero, colega –pensaba
Miki, también con unos meses sin meterla a sus espaldas pero menos necesitado.
Decía que al final las pajas le llegaban y no tenía que quedarse a hablar al
terminar, pero se dejó convencer porque el verano finalizaba y no quería que se
le echase encima un duro invierno sin un buen polvo que recordar a los amigos.
Se sucedieron los minutos y las
horas. La euforia de los dos pasajeros se rebajó, pero sólo mínimamente.
Todavía quedaba mucho barco por ver y mucho alcohol que ir tomándose y que, aun
sabiendo a mierda, terminaría por emborrachar antes de la noche, el momento
verdaderamente importante del día, donde las tías estarían ávidas de dos buenos
latinos sobre quienes brincar enloquecidas.
Comieron, también mal, y
siguieron bebiendo, pero por fin la noche había llegado. Tras cenar a una hora
intempestiva, perfecta para los guiris, salieron a la cubierta exterior y ya no
se veía costa alrededor. El océano era negro como un abismo, sólo salpicado por
la espuma blanca que generaba el propio barco, y entonces pensaron: «sí, es el
momento, de aquí no se pueden escapar todas estas zorras«.
Se fueron directos a la discoteca.
Extrañamente, no se escuchaba música a medida que se acercaban.
—¡Qué raro! –dijo Miki.
—Ya te digo –dijo Toño.
—Será una pausa.
—Será.
Entraron.
—¡Qué cojones!
—¡Qué cojones!
Allí no había casi ni dios. Por
no haber, no había camareros sirviendo tras la barra. Sólo en algunos sofás
algunas parejas charlaban silenciosamente y, en otros, algún tío solitario leía
mientras degustaba una cerveza o un coctel, forzosamente traído de otro lugar.
—Acabo de flipar.
—Y yo.
Se fueron y recorrieron las
distintas cubiertas a la captura de otros bares. Paraban en uno:
—Todo viejos. Vámonos.
Luego otro:
—Joder, aquí están tocando el
piano.
Y otro más:
—Viejos y familias con niños
asquerosos. Abur.
Así hasta que llegaron a un bar
exactamente igual que los anteriores pero que se hacía llamar club.
—Por lo menos hay música y gente
–dijeron.
Tomaron asiento y pidieron. Era
la misma mierda de bebida que durante todo el día, pero le dieron candela con
ferocidad.
—¿Y la fiesta? ¿Y las tías?
–preguntó Toño a una camarera indonesa, en un mal inglés.
Ella les contestó que allí era el
sitio más animado del barco, y que la discoteca abría por el día pero después
de cenar naranjas de la China.
—¿Y no hay ningún lugar donde
haya "juventud"? –quiso saber Miki.
Entonces la camarera les enseñó
alguna mesa en las que sí, había jóvenes, dándoles a entender que eso era todo.
Se levantaron y dieron un paseo
por el club. Efectivamente había
alguna tía de su edad, pero las opciones eran estas: o estaban con papá y mamá
y tenían pinta de querer pagar por irse a dormir, o ya eran parejas y entonces,
salvo milagro, el polvo estaba cerrado, o lo más probable: se trataba de grupos
de guiris horribles y obesas a las cuales dolía siquiera echar un vistazo, que
bebían y hacían gilipolleces como si aquella fuera la fiesta de sus vidas.
—Asquerosas.
—Ya te cuento.
Por lo demás había viejos que de
vez en cuando se levantaban a bailar convencidos por los animadores del
crucero, un grupo de chavales y chavalas que sí parecían merecer la pena, pero
que desprendían ese aire de follar entre ellos que hacía impensable siquiera el
intentar acercarse a su círculo.
—¿Qué hacemos?
—Pues seguir bebiendo, digo yo.
Así lo hicieron hasta que los
animadores, desde el escenario central del bar, despidieron la noche y se
largaron, seguramente a proceder a la cópula comunal, mientras los pasajeros
terminaban sus consumiciones al ritmo de una cutre música ambiental.
—Menuda mierda.
—Y tanto.
Poco a poco el club se vació, y
cuando apenas había pasado la medianoche, sólo Miki y Toño y un grupo de viejas
inglesas completamente borrachas quedaban en el bar.
—Qué asco. Vámonos.
—Sí, porque total...
En su camino de regreso al
camarote recorrieron los demás bares. Sólo para comprobar, como sospechaban,
que ni siquiera los camareros seguían allí por si a alguien se le ocurría
entrar a que le sirvieran la última copa, la de la derrota más absoluta.
—Bueno, tío, mañana será mejor
–le dijo Toño a Miki antes de chocarle las cinco a las puertas de su camarote,
que quedaba antes.
—Sí, porque peor difícil.
Se encerraron cada uno a dormir
la moña y, cuando se despertaron, jodidos por supuesto por la resaca, el barco
se había detenido en un puerto en el que se suponía podían bajarse a visitar la
ciudad.
Barajaron la posibilidad de no
irse, pero, tras un chapuzón recuperador en la piscina, observaron que ni dios
esperaba en el barco. Por eso bajaron y bebieron en la ciudad, asegurándose de
que no subirían de nuevo sin estar lo bastante borrachos.
Pero por la noche fue la misma
mierda. Cena, discoteca cerrada, bares con un ambiente triste y de cabeza al
club. Allí aguardaba el estúpido grupo de animadores, los guiris borrachos y,
al finalizar la noche, de nuevo las viejas con una melopea mayor que la de la
noche anterior.
—Esto no puede ser –se
autoconvencían.
Pero sí. Sí podía ser. Los días y
las noches se sucedieron y en aquel crucero definitivamente no había fiesta. Apenas
se dirigieron la palabra con unas cuantas guiris horribles y admiraron alguna
cachonda que iba de la mano del novio. Pero la rutina se repetía y, a pesar de
agotar hasta las últimas horas el club que frecuentaban, sólo las viejas
borrachas inglesas esperaban allí más tiempo que ellos.
—Aquí no hay material –decía
Toño.
—Aquí sólo hay basura –aseguraba
Miki.
Decepcionados, llegó el último
día en el que, al menos, la borrachera fue tan grande que no fueron conscientes
del paso del tiempo. Por la tarde hicieron las maletas, de modo que a la mañana
siguiente sólo tendrían que despertarse y desalojar los camarotes para que los
desinfectaran y otros desgraciados los ocupasen.
Durante el último desayuno, en
medio de una resaca ciclónica, Toño y Miki evitaron mirarse a la cara en lo que
parecía una evidente señal de vergüenza y derrota tras unas vacaciones
desperdiciadas. Comieron y las ideas comenzaron a aclararse, como si un
huequecito de cielo azul se abriera paso entre unas nubes grises y gordas. Pero
seguían en silencio y la situación empezaba a ser incómoda hasta que Miki, que
había dado primero el último bocado, decidió romper el hielo mirando fijamente
a su compañero:
—Tío, tengo que contarte algo.
—Y yo, tío. Tú primero.
—¿Te acuerdas de algo de ayer?
—Hace rato he empezado a
recordar, ¿tú?
—Yo igual. Fue después del club,
¿verdad?
—S...sí, supongo. Y esta mañana.
—Oh dios, esta mañana.
—Al despertar.
—Sí. Al despertar...
—¿Estamos en lo mismo entonces?
—Me da que sí.
Poco a poco se desvelaron
mutuamente los detalles que, perezosos, se volvían diáfanos en su maltrecha
mente. Anoche, al salir del club la borrachera había sido tal que lo hicieron acompañados
de dos de las viejas inglesas que siempre se quedaban a beber tras ellos. Las llevaron a sus camarotes y
allí follaron como leones hasta caer rendidos.
—¿Recuerdas qué tal te fue?
–preguntó Toño.
—No mucho, pero... juraría que
fue el polvo de mi vida, tío.
Miki suspiró de alivio:
—Y el mío, tío, y el mío.
Los dos colegas se chocaron las
cinco y sonrieron como no lo habían hecho desde el primer día. Ahora podían
dejar el barco a gusto. Sólo quedaba por saber si tendrían cojones de contarle
a alguien tal hazaña.