Os voy a contar
una historieta.
Sucedió cuando
tenía pocos años, cuatro o cinco a lo sumo, y es de los primeros recuerdos de
que soy consciente, entenderéis por qué.
Cada noche, cuando
me iba a dormir, después del obligado beso en
la mejilla a mis padres y mi hermana mayor, uno de ellos, normalmente mi
padre, se acercaba a la habitación para comprobar si estaban las luces
apagadas, si estaba bien tapado, etcétera. Y como acababa de despedirme de
ellos y por tanto no me había dormido todavía, rara era la vez en que no me
cantaba la famosa rima: «Duérmete niño… duérmete ya… que viene el coco y te
comerá».
Así noche tras
noche, con el coco a vueltas. Al principio no le daba demasiada importancia a
la letra. Me conformaba con el ritmo pegadizo y somnoliento de la canción para
dejarme engañar y dormirme más
rápidamente. Pero pronto adquirí cierta conciencia y analicé la frase. Y la
conclusión fue la misma que la de la mayoría, supongo, a poco que se piense:
¿quién cojones podía dormirse sabiendo que un monstruo horrible esperaba para
nada menos que comernos?
Es difícil, eh, no
os creáis, convivir con la idea de que una bestia aguarda tras la puerta para,
en cuanto las luces se apaguen, ¡zas! Me lo imaginaba de dos maneras. Una,
entrando sigilosamente mientras yo mantenía los ojos cerrados, con un rato por
delante todavía sin dormir, pero ¡intentándolo! ¡lo juro! Entonces, sin hacer
ruido, empezaba a notar cómo algo se movía entre mis pies y abría los ojos y
¡allí estaba! Devorándome de abajo arriba, con la mitad de mis piernas en sus
fauces, como si fuera una serpiente que se come un cervatillo. La batalla se
desataba y, cuando mis padres llegaban, yo ya estaba en el estómago del coco
atacado por sus ácidos mortales. La segunda manera era más macabra. El coco entraba sin sigilo alguno, rugiendo y lanzando
zarpazos, y yo, del acojone, no tenía tiempo ni de reaccionar y dejaba que me
tajase por todas partes hasta que me desangraba y podía proceder al banquete.
Bonito, ¿verdad?
Pero no os
preocupéis porque reaccioné. Harto de amargas horas en vela sin que,
afortunadamente, el coco hiciese su letal aparición, una noche decidí pasarla
entera sin pegar ojo para esperarle. Pensé que si no aparecía así entonces es
que no existía. Así que apagué las luces (porque supuse que así es como le
gustaba, a oscuras, para dar más miedo), y clavé los ojos en la rendija de la
puerta que permanecía entreabierta. No sucedía nada y yo bostezaba. Me daba
bofetadas para no dormirme porque debía aguantar. Me costaba mucho y creí
rendirme y hasta eché alguna cabezadita. Pero lo conseguí. Aguanté heroicamente
cinco o seis horas cuando al fin hubo movimiento.
Se escucharon unos
pasos en el pasillo que se detuvieron justo tras la puerta. Se me pusieron de
corbata. Entonces la puerta se abrió y vi su silueta. Era una cosa de más de
dos metros y peluda, con unas zarpas en las manos y los pies que metían miedo.
Una especie de hombre lobo muy chungo. Venía jadeando.
—Quizá siga sin
funcionar el ascensor –pensé.
La cosa entró y
lanzó un tímido rugido, jadeante todavía.
—Grrrr…
—Hola…
—Grrrrrrrrrrrrr
–no le gustó mi saludo.
—¿Qué quieres?
—¿Tú qué crees?
–pensé que debía de ser gallego como yo porque mi padre decía que los gallegos
muchas veces contestábamos a una pregunta con otra pregunta.
—Ah, sí. Comerme.
—Exacto. ¡Mira qué
listo!
Se acercó un poco
y pude verle la cara. Era feo con ganas y babeaba entre sus colmillos que le
sobresalían de la boca. También tenía sangre entre los pelos. Seguramente venía
de comerse unos cuantos insomnes infelices.
—Saco muy buenas
notas –dije, al sentirlo cerca.
—A mí eso no me
importa.
—Es que como
dijiste que era muy listo.
—Sí, pero no
duermes, en eso tienes un suspenso.
—Lo hice aposta.
—¿Ah sí? ¿Qué
quieres, provocarme?
—No.
—Pues lo parece,
chaval, ¿entonces por qué no dormías?
—Quería conocerte.
—¡Ja! ¿Conocerme?
—Sí.
—¿Conocerme?
¿Conocer a un monstruo? ¿Para qué querría un niño conocer a un monstruo que se
como niños, eh?
—No estaba seguro
de si existías.
—¡Cómo! ¿Quién
puede dudar de mi existencia, eh? ¿Acaso tu papá no te cantaba la canción:
Duérmete niño, duérmete ya…?
—Sí, pero… creí
que sería para que me durmiese pronto, nada más.
—Pues ya ves,
chaval, no te han mentido.
—Ya, ya veo.
—Aunque he de
reconocer que eres valiente, ¿sabes?
—No sé. Puede ser.
—Sí, eres
valiente. Quedarte despierto esperando al monstruo. Muy digno, sin duda.
Se rascó la
barbilla como pensando qué hacer. Lanzaba tímidos gruñidos y daba pasitos de un
lado a otro.
—Seré valiente
–dije–, pero de poco me servirá, ¿verdad?
—¿A qué te
refieres?
—Bueno, que
supongo que me comerás de todas formas.
—Hummm…
Levantó las
sábanas y me miró de arriba abajo. Incluso una de sus garras rozó mi pecho. ¡Estaba
muy afilada!
—Eres una
tentación, lo reconozco. Hoy ya me he comido unos cuantos como tú y…
—Como yo, ¿cómo?
—Así, delgaditos,
de buen porte. Con pinta de espabilados. Y de verdad… una exquisitez.
—¿Y no estás
harto?
Gruñó.
—¡Soy el coco!
¡Jamás me harto! Jamás, ¿entiendes?
—Sí, sí, pero…
—Ahora, a callar.
Pero te has ganado dos cosas. Una, que haré que no sufras. Te lo prometo. Y
dos, que puedes decir unas últimas palabras, o escribirlas incluso. Piénsalas
unos segundos.
Pensé. Él daba
vueltas. No parecía nervioso. Era como si fuese su último trabajo de la noche.
—Lo tengo –dije.
—Muy bien.
Adelante.
—Quiero ofrecerte
un trato.
—¡Ja! Tú estás
chalado. Ofrecerle un trato al coco. Menuda forma de desaprovechar tus últimas
palabras. Grrrrrr….
—Espera, aún no me
has escuchado.
—Grrrr. Salió
pesadito el niño… tienes un minuto, ¿me oyes?
—Sí, sí, un
minuto. Te ofrezco casa.
—¿Perdón?
—Sí, te ofrezco
casa.
—Soy el coco,
chaval, yo no tengo casa.
—¡Por eso mismo!
Te ofrezco que te quedes aquí, viviendo en esta habitación. Sólo tendrías que
esconderte en el armario las horas que mis padres estén, porque seguro que no
les hace mucha gracia que rondes por aquí. Pero no te preocupes, que no suelen
pasar mucho tiempo en casa. Entonces podrías salir y andar por la casa o
incluso ir a la calle.
—¿Y de qué me
alimentaría?
—Todos los martes
hay pescado y todos los jueves verdura. Yo los odio. Me las apañaré para
traértelo. Y el resto de días te traería las sobras. Piénsalo, cansa siempre
comer niños, ¿no crees?
No dijo nada.
Farfullaba para sí mismo y lanzaba algún que otro improperio. Estuvo así un
rato, pensando y pensando.
—Apúrate –le
dije–, está amaneciendo y se despertarán mis padres.
—Ya, ya.
—Piénsalo. Comida
y alojamiento gratis. Y por las noches podríamos hablar de vez en cuando.
Pasaron unos pocos
minutos. Yo incluso fui al baño a hacer pis.
—Trato hecho
–dijo.
—¡Trato hecho!
Iba a ofrecerle mi
mano para cerrar el trato pero no tuve tiempo. A toda prisa abrió las puertas
del armario, se coló entre la ropa de invierno al fondo y se echó a dormir.
Roncaba como un viejo pero con las puertas cerradas apenas se le escuchaba.
A partir del día
siguiente debía tener cuidado. Le dije a mi madre que tenía edad suficiente
como para ocuparme de alguna responsabilidad, y le pedí que me dejara
encargarme de mi armario. Ella aceptó y así evité sospechas. Olía toda mi ropa
un poco mal, como a orco, pero han pasado veintipico años y ahí sigue mi coco.
Durmiendo en el armario y comiendo mis sobras. Y tiene buena conversación, no os
creáis.
Pobre, no sé qué
será de él el día que me independice.
Menuda gilipollez.