Adoro La Laguna.
Aquella ciudad que se mostraba hace unos años desgastada por el tiempo, nunca fue vista por nuestros ojos universitarios como arcaica, sino como sinónimo de cultura, amistades y jolgorio nocturno. Se nos quedó en el hipocampo al contrario de como se suele guardar un lugar entrañable en el recuerdo: ahora ese recuerdo es más interesante, atractivo; una versión mejorada de aquella época, que responde a las exigencias actuales de una ciudad perfectamente integrada en su contexto histórico y cultural.
Me entusiasma que San Benito haga que el timple canario de sudorosas manos resuene en las calles y las impregne de tradiciones con olor a campo. Al día siguiente siempre podremos deslizarnos hacia el metapulmón del Camino Largo, lugar idóneo para pasear o correr, aunque esta última actividad pueda transformarse en un verbo en forma reflexiva por la noche.
Disfruto tomándome una cerveza o un vino en la Venta de la Esquina o en el Venezia, mientras nos mira atenta la torre de la Concepción, escrupuloso testigo de la visita al Punto Criollo en busca de un gofio ensalsado o unas arepas de mechada.
Me agrada pasear por esas calles peatonales que antaño fueron carretera y acera maltrecha; bajar la calle Herradores y pararme en la Tasca de Óscar, la casa del pintor surrealista. Un montadito acompañado de un vino y un saludo a Toni, aquel que hace años me preparaba el bocadillo de lomo en el bar Benidorm, mientras su padre, don Antonio, pelaba y picaba las papas para hacer su famosa tortilla y su hermano Jorge sonreía ante las anécdotas que el pícaro don Antonio dejaba siempre inconclusas.
Aquellos bares de las últimas décadas del siglo XX se han convertido en centenares de bonitas tascas, agradables restaurantes o lugares de tapeo.
Me distrae hacer algunas compras en esa misma acera y atravesar la galería que conduce al antiguo Cine Aguere. Ahora es un espacio cultural con una acogedora entrada en la que hemos esperado muchas veces antes de disfrutar de películas o exhibiciones musicales como la de Carmine Appice, Javier Vargas y Paul Shortino.
La plaza del Adelantado, abriendo espacio, circundada por el ayuntamiento, la monja incorrupta y el Palacio de Nava, uno de tantos palacetes distribuidos por la ciudad, cuya tertulia literaria se extingue dentro del abandonado edificio, sin las voces del mercado que aún no ha regresado a este lugar emblemático. Es este palacio una de las estaciones de la ruta matemática lagunera, que descubre ejemplos de proporción áurea por toda la ciudad.
A pocos pasos de donde se celebraba la famosa tertulia, cientos de años más tarde se nos muestra una inscripción que recurre a la "incorrección política".
Me gusta subir la calle Carrera escaparateando y hacer una pequeña parada en la plaza de la catedral, donde en un recuerdo nocturno y borroso se visualizan unos patos que tratan de escapar de la fechoría de unos jóvenes estudiantes que se dirigían a placenteros y trasnochados infiernos. Me despierto.
Me agrada acudir a algún evento al reabierto y reformado Teatro Leal, frente al entrañable Hotel Aguere; encontrarme por el camino al eterno heavy metal de mi época estudiantil que baja la calle con su sempiterna camiseta negra de Queensrÿche y cruzar nuestras miradas cómplices, más por las coincidencias estético-musicales que por conocernos.
Que te dé la brisa en la cara en la avenida Trinidad es un deporte que todo lagunero ha experimentado alguna vez. Por allí todos caminábamos para terminar de despertar, carpeta bajo el brazo, y alcanzar el edificio más antiguo de la universidad. Ahora el recorrido lo hacemos para indagar entre estanterías en el catálogo de la librería Lemus.
La Plaza del Cristo, olor a pólvora húmeda, conciertos al aire libre, productos frescos en la nueva ubicación del mercado.
Calle San Agustín. ¿Cuántos intelectuales la habrán recorrido? El fantasmagórico Palacio de Lercano alberga hoy el Museo de Historia y Antropología, aunque después de la visita solo retumbe en tu cabeza los chasquidos del carruaje del señor de la casa entrando a las caballerizas del palacete. Allí, en la religiosa calle, en un marco colonial incomparable, se encuentran ubicadas la UNED, frente a la antigua Universidad de San Fernando y actual Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife; la Fundación Cristino Vera con su sala de exposiciones; la casa Salazar; el antiguo Convento y actual IES Cabera Pinto; el Hospital de Dolores; o la Casa Montañés (actual sede del Consejo Consultivo de Canarias). Todavía hoy se puede sentir un escalofrío cuando alcanzamos la iglesia devastada por el terrible incendio de 1964 que, como si de una maldición se tratase, se repetiría en el edificio del Obispado de la misma calle en 2006.
El Pasaje de la Concepción, un nuevo espacio de ocio, alejado del denostado Cuadrilátero que llenaba las calles de etílicas charlas provocadas en la esquina de La Troya y rematadas más tarde en el Blues Bar. Por la mañana este pasaje se cruza para hurgar entre las portadas de discos o rebuscar entre camisetas con mensaje; por la noche se atraviesa para disfrutar de música en directo junto a amigos y copas.
Casi sin darnos cuenta hemos cruzado el casco histórico, que mantiene el mismo trazado del siglo XV, sobre los pasadizos ocultos por los que probablemente misteriosos personajes circulaban de forma clandestina a lo largo de la ciudad.
Me seduce la fina lluvia de Aguere en primavera, teñida por el rastro que deja el incienso de procesiones de Semana Santa. Me gusta quejarme del frío que hace en invierno porque siempre se soluciona con un buen abrigo o cobijándose en cualquiera de los innumerables lugares que nos ofrece la ciudad. Me embelesa su verano porque los cobijos siguen estando ahí en esta estación calurosa, endulzada por la brisa que baja la calle por la tarde. El encanto de las fachadas invernales aumenta durante el otoño y se intensifica con la luz veraniega, dejando pequeños detalles al descubierto. No es de extrañar que el artista sudafricano Conrad Van Wick se haya enamorado recientemente de esta ciudad y haya querido plasmarla en sus obras.
Siempre que voy a La Laguna duermo en el edificio que hoy se eleva sobre el antiguo campo de fútbol de la calle San Juan. Desde allí, casi en el corazón de la ciudad y perfectamente acompañado, se puede contemplar la incordiosa niebla veraniega de Los Rodeos; desde allí, pasada la medianoche, se oye cómo regresan a casa los jóvenes estudiantes después de una velada agradable.
Como ya se sabe, hay personas que pasan por la universidad pero la universidad no pasa por ellas. No obstante, todos aquellos que estudiamos en La Laguna, la antigua Aguere, somos también laguneros, y nos vemos orgullosamente obligados a volver a ella una y otra vez.