El Reino del Desplome (Leaning Tower, 1961). Segunda Parte
Calor, turistas y humo. Eso era Yosemite en Junio de 1961. Y cuando digo calor, es calor. El mayor calor que recordábamos en el valle. La Leaning Tower seguía igual de prohibitiva que en diciembre, pero en otro sentido: ahora era la pared de un horno gigante, reflejando calor y dolorosa al simple tacto.
Sábado y domingo, Warren y yo, con la ayuda de mi cuñado, Chris Westphal, porteamos suministros y material hasta la repisa. La escalada en si misma no comenzó hasta la tarde del domingo.
Warren lideró hasta bien entrada la noche, completando el primer largo, de unos 40 metros de distancia, y que acababa en una inmensa placa, desde donde bajó a prusik, recortándose su silueta como un pequeño objeto contra la noche, como si de una criatura de otro mundo se tratase. Destrepar las cuerdas fijadas hasta la repisa, de noche, nos pareció algo flipante. La repisa estaba completamente descompuesta, y la frecuencia con la que se nos iban los pies al pillar roca suelta, provocando desprendimientos de centenares de metros, nos hizo especialmente cautelosos. Para descender todo el talud utilizamos las linternas frontales, y llegamos a la estación de los rangers a las 11 p.m. La verdad es que estábamos algo desanimados por no saber nada de George Whitmore, el que se supone iba a ser el tercer miembro de la cordada.
A pesar de todo, el lunes por la mañana, Warren y yo trepamos de nuevo el talud, decididos a forzar la ruta lo más alto posible. Yo aseguraria en estribos desde el punto más alto de la vía, mientras Warren burilaba hacia arriba.
Respiré hondo, cargué presión sobre mi prusik de pecho, y abandone la repisa de un salto. Al instante me encontraba colgando en el vacío, a unos 8 metros de la pared. Era como colgar de un avión, una experiencia verdaderamente fantástica. Cuando alcancé la línea de caída a plomo, y empecé a ascender, comencé a rotar como un yoyó atascado. Warren riendo como un loco, no era la mejor ayuda en aquellos momentos. Pero pronto descubrí que mirar de frente a la cuerda, y concentrarse únicamente en la maniobra, era lo mejor para que la rotación no me mareara. Al llegar al último buril, colgué de el una pequeña guíndola de madera, y pronto estuve preparado para asegurar a Warren. Él subió hasta mi, y procedió superarme, entre un embrollo de cuerdas y anillos de estribo. El desplome nos separaba a ambos de la pared, y nos impresionaba al ver los 150 metros de vacío hasta el talud. Entonces comenzamos a descojonarnos de lo ridículo que parecería aquello, visto por los turistas desde el parking de Brideveil Fall. Era una risa más bien nerviosa y forzada, sobre todo porque los dos colgábamos de un único buril en ese momento.
Warren se puso a trabajar en seguida, golpeando una y otra vez, con gran resistencia, el burilador Rawl. El extremado desplome de la pared ocasionaba un gran cansancio en su espalda y sus pies, permitiendo únicamente diez o doce mazazos antes de un obligado descanso. Además los calambres en sus manos eran continuos, debido a tener que estar apretando el burilador constantemente, por encima de la cabeza. Ocasionalmente, mientras descansaba, remontaba hasta su altura una botella de plástico, llena de un repulsivo y caliente zumo de naranja. El sol nos marchitaba continuamente, sofocando nuestro deseo y ambición. Yo dormitaba en la reunión, despertando de vez en cuando. Y después de lo que pareció una eternidad, el sol acabó de recorrer el firmamento, y llegó la noche. Nuestra recompensa de aquel día: tan solo 10 metros de ardiente granito.
Esa noche seguimos sin noticias de George. Nos encontramos con Glen Denny, un escalador alto y pelirrojo que había escalado bastante en Mount Conness y en la Keeler Needle, y no hubo que contarle mucho para persuadirle de que nos acompañara. Muy contento, se quedó a dormir en el Campo 4 con vistas a empezar pronto con la tarea el martes por la mañana. Al amanecer Warren y Glen comenzaron a trepar juntos el talud, delante de mí. Nuestra escalada estaba comenzando a atraer turistas como si fueran moscas. Un tipo curtido y barbudo comenzó a ascender el talud junto a mí. Era George. Por fin, la cordada estaba completa. Desde que el estuvo en la repisa de salida, pude tomar parte del día para sacar fotos y disfrutar la escalada en plan turista. Cogí unos anteojos, y guardé silencio para escuchar los detalles, tuve una interesante tarde. Un viejo amigo tenía un telescopio con el que podíamos ver la oreja de Warren con todo lujo de detalles. Comentarios que iban desde “Locos ridículos” hasta las más erróneas y elaboradas descripciones de lo que estaba sucediendo allí arriba, era lo que se podía escuchar a ese nivel. Me quedé asombrado de lo desinformada que estaba la gente del mundo de la escalada. Algunos creían que lanzábamos la cuerda desde la repisa y ésta quedaba místicamente enganchada en la pared, para luego remontarla a pulso.
El miércoles Warren había alcanzado el final del segundo largo, debajo de una zona muy desplomada y larga. Los tres buriles a los que fijó la segunda línea de cuerda fija eran bastante malos, con lo que decidí asegurar desde uno más alto. Por arriba, Warren continuaba abriendo camino, mientras George, más abajo, remontaba la primera cuerda fija para desenredar unas cuerdas liadas. Mientras ajustaba mi reunión para asegurar sentado, noté una mancha de polvo blanco en mi pantalón. El buril al que estaba anclado se había doblado hacia abajo, y parecía a punto de salirse. Entonces pegué un rápido cambio al estribo de cordino que tenía colocado en un buril superior. George, que colgaba por debajo de mí, batió el record olímpico de descenso a prusik…Con el corazón palpitando en plan salvaje, veía como Warren me enviaba desde arriba el kit de burilar, con el que coloqué un buril de 8 mm, que até al anterior, y que me devolvió la sensación de seguridad.
Warren tomó esta sección por la derecha, y alcanzó el principio de la escamosa fisura, donde dio fin al tercer largo. Subí a prusik por la cuerda de escalada, extrayendo los buriles que había entre nosotros. Andábamos escasos de chapas, y los bolts se iban arrancando fácilmente, mientras yo me preguntaba si hubieran aguantado una pequeña caída.
A las 5:30 de la tarde, torrado y cansado, alcancé la reunión. Agotados y sedientos, con aquel zumo de naranja calentorro que no apagaba nuestra sed, decidimos interrumpir la escalada, y bajar a prusik.
El jueves, George y yo nos despertamos con la llegada de los coches de los primeros turistas. Las noticias sobre la escalda se estaban extendiendo. De camino nos encontramos con un fotógrafo de las noticias de televisión, y le ayudamos a portear las cámaras hasta el comienzo de las repisas, donde se pasó el día haciendo tomas.
Por arriba, Warren y Glen trabajaban duro en la fisura escamosa. Alternando pitones y buriles, escalaron durante todo el día, a unas temperaturas cercanas a los 40 grados centigrados. Al haber ganado una buena distancia, decidieron prolongar la escalada durante la noche, para así poder aprovechar las horas más frescas. Yo aguardaba en la línea de cuerdas fijas, en la gran repisa, y George se instaló en una cueva, entre los bloques del talud. Yo no tenía buena comunicación con la cordada, pero nos trasmitíamos los mensajes, vía George de intermediario.
La noche fue preciosa. Cada estrella brillaba en el firmamento. El golpeteo de los buriles seguía persistiendo. También podía escuchar el resonar de los gritos de la cordada, al perderse hacia el oeste desde la faz del espolón. Aquello duró hasta las tres de la mañana, momento en el que puede echarme una cabezada hasta el amanecer. En algún momento de la noche, Warren y Glen alcanzaron una repisa inclinada a la que llamaron la “La Repisa del Guano”. Los nidos de unas aves quedaban justo en la vertical. Una travesía de unos seis metros les llevó a otra repisa bautizada como “Ahwahnee”, con un increíble vivac como pocas veces hayamos visto en pared. Fue un monumental golpe de suerte, encontrar aquella insospechada mella en la acorazada superficie de la Torre.
Cuando desperté el viernes, destrepé en busca de George, y después de hacernos un pequeño desayuno, George comenzó a gritar para comunicar con Warren, unos 300 metros más arriba, ¿Cómo se vería todo desde allí arriba?
Lo que quedaba no podría ser tan duro como lo que ya habíamos escalado. Pero allí arriba, las defensas de la pared se multiplicaban: continuos muros desplomados jalonados de pequeños techos por todos lados, y, cerca de la cumbre, un enorme desplome triangular. Si pudiésemos enderezar la Torre, aquello sería una fácil escalada de quinto grado.
Gerorge subió a prusik a su encuentro, con comida y agua. Las cuerdas se habían rizado enormemente durante la noche. Yo iba detrás, y recuperé muchos buriles más, del cuarto y del quinto largo. Por la tarde llegué a la “Guano Ledge”. Allí encontré unas caras demasiado exhaustas, que aparentaban significar una derrota. Por encima, la pared se mostraba muy poco prometedora. No se podía avanzar. El sofocante calor unido a la dureza de la escalada, había podido con nosotros. Glen y yo bajamos a prusik al caer la noche, y Warren y George bajaron al día siguiente.
Warren había liderado la apertura durante los últimos seis días de escalada, bajo un calor inhumano, y sin descanso durante toda la noche del jueves. Toda una increíble demostración de tenacidad y aguante.
Para eludir las altísimas temperaturas de valle, guardamos todo el material de escalada en el coche de George, y salimos a toda prisa para Tuolumne Meadows. Allí lo ordenaríamos sobre una fresca pradera. Después de comer, regresamos todos a casa. Pasarían más de tres meses, antes de que regresáramos a la batalla en aquella pared.