Mientras se aguardaba lo de Escocia, en España los digitales se dieron ayer el lujo de lanzar el urgente de que un pintor había terminado un cuadro. No sólo eso: el cuadro no hace falta ni verlo. Con una hondura artística insólita, aquí el interés se encontraba contenido en el proceso, en los veinte años que Antonio López ha estado pintando a lo que entonces era la familia real: Juan Carlos I, su esposa y sus tres hijos. A ese viaje artístico aquí se le ha encontrado incluso sentido político. Su final como noticia de última hora -con todos sus elementos, desmentido posterior incluido- tiene cierto carácter de performance.
En este tiempo ha resultado inevitable recordar “El sol del membrillo”, la película de Víctor Erice estrenada en 1992 que muestra la lucha de Antonio López por pintar un membrillero de su jardín. Para el cuadro del urgente escogió un camino distinto, con un elemento diabólico en principio desapercibido. Al recibir el encargo en 1994, decidió elaborarlo a partir de una fotografía tomada por Chema Conesa dos años antes, el mismo 1992 de la película. Él, que siempre pinta del natural, entendió que a aquella familia no se la podía pintar del natural. Más que ver el cuadro, lo que se hace falta es otra película de Erice. En la primera, el pintor tenía herramientas para reaccionar a la tortura de perseguir lo inasible -el membrillo cambiante-. El cuadro, en realidad inexistente como tal, cambiaba al ritmo del árbol. La elaboración de la gigantesca obra de los veinte años contenía una trampa peor: mientras el modelo se derrumbaba a la vista de todos, Antonio López pintaba encadenado a una fotografía estancada en un momento de raro esplendor encapsulado, sin matrimonios, separaciones, juicios.
Durante el doloroso tránsito de lo inasible al manoseo, el pintor trabajaba en la disposición de las figuras, en el tratamiento de los vacíos. De ahí lo perturbador de que lo haya dado por terminado. Consumidos veinte años de espera, la realidad se queda ya sin la oportunidad de volver a alcanzar al cuadro. Se entiende el flash de última hora de los digitales. El arte da nota del fin de la Historia. Antonio López se ha cansado de esperar.
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19.9.14
2.8.10
Notas del museo
Ayer por la mañana entré en el Reina Sofía cuando todavía no había llegado nadie más. Pasó un rato hasta que me crucé con el primer japonés. Al salir me quedé dándole vueltas a algunas cosas:
- Las obras parecen mucho menos interesantes y decisivas cuando en la sala, además de ellas, sólo encontramos un vigilante.
- Se ve que el arte reside en las intenciones, tan elusivas. En uno de los pasillos del claustro tienen tirados más de mil neumáticos. Unos cuantos desguaces podrían presumir de lo mismo. Pero evidentemente no se va a lo mismo al desguace que al Reina Sofía. Aunque resulta sugerente imaginar lo contrario. Sin embargo, éste es un desguace inutilizado, y al permitirle entrar en un museo, se admite que el llamado artista incubaba la intención de algo sublime, y que para lo que necesita echar mano de un desguace, pese a que aquello nunca lo ha sido. La cosa la había imaginado Allan Kaprow, pero muerto éste en 2006, la ha reconstruido Christian Xatrec. Ninguno de ellos desguacero.
- El museo, en efecto, transforma también los objetos que no son neumáticos. Colgaban en una sala varias fotografías de ventanas de Manhattan tapiadas. De paseo por Nueva York, se trata de ventanas tapiadas, quizá por abandono, avería o cambio de planes. Colgadas en el museo, le obligan a uno a detenerse delante e imaginar algo más. Como paseo por Manhattan resultan claramente insuficientes, así que deben de querer decir algo más, como palabras flotando en la nada. Bueno, en el museo, que tal vez haya logrado convertirse en la única nada.
- Las obras sufren aún otra transformación más: la que sucede a ojos del vigilante que se sienta a diario en la misma sala, frente a la fotografía de un quiosco de prensa, por ejemplo.
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anotaciones madrileñas,
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