Colombia y su número de ilusionismo de Estado. Fue el martes de la semana pasada. A las 21.03 se abrieron las puertas de la prisión de alta seguridad de Cómbita y salieron cuatro camionetas y un automóvil, que desfilaron ante medio centenar de periodistas. Esperaban a John Jairo Velásquez, Popeye, un tipo de 52 años que llevaba preso de los 29, cuando era el jefe de los sicarios de Pablo Escobar. Mientras los periodistas —y a través de ellos todo el país—, lo imaginaban en alguno de aquellos vehículos, un coche oscuro de cristales tintados y con las luces apagadas circulaba por un camino interior hacia el penal de El Barne, parte del mismo complejo. Unas dos horas después depositó a Popeye en la calle 170 de Bogotá, donde lo esperaba una camioneta.
Durante los 23 años que pasó en prisión, Popeye reconoció haber matado a unas 300 personas y haber ordenado el asesinato de otras 3.000. La semana pasada, después de cumplir tres quintas partes de su condena, un juez le concedió la libertad condicional. “Cuando salga, no pienso hacerle mal a nadie”, había anunciado hace unos meses en una entrevista en la revista Bocas, en la que también decía que los únicos enemigos que quedaban dispuestos a matarle eran los hermanos Ochoa. Ahí está contenido aquello capaz de convertir a un Estado en ilusionista. Colocar a Popeye fuera del alcance de los Ochoa. Y sacarlo también de la vida del resto.
Una de las condiciones de la libertad fue que aceptara vivir en el anonimato, lejos de sus conocidos. Desaparecer. El mecanismo de la puerta de la madre que cita Joan Didion en El año del pensamiento mágico. A su hijo de 19 años lo había matado una bomba en Kirkuk. “Vi al hombre vestido de verde y lo supe. Pero pensé que mientras no le dejara entrar no podría decírmelo. Y entonces nada de eso habría sucedido. Así que él seguía diciendo: ‘Señora, necesito entrar’. Y yo le decía: ‘Lo siento, pero no puede entrar’”. Mientras circule en el auto de cristales tintados, Popeye tampoco habrá regresado del todo.
5.9.14
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