La
Huella de Hannah Arendt
SALVADOR
GINER
Uno
no tiene sólo los maestros que se le asignan, sino los
que busca. Cuando fui a estudiar a la Universidad de Chicago,
los cursos de Hannah Arendt no entraban en mi programa. Acudí
a ellos por indicación de una filosófica compañera
que me recomendó que no ignorara a 'la única la
pensadora política original de nuestros días'. Me
sorprendió la hipérbole, pues venía de una
escéptica. Pero fui a escucharla, y allí me quedé.
Lo hice contra la opinión de dos profesores que intentaron
disuadirme. Uno de ellos, Friedrich von Hayek, era entonces mi
tutor.
Cuando llegué a Chicago ya tenía un primer y tergiversado
conocimiento de sus Orígenes del totalitarismo
pues había entrado un ejemplar en mi Universidad de Barcelona.
Fue sentenciado lapidariamente por un colega como pernicioso.
Su equiparación del terror stalinista al fascista, manifiesto
en los primeros párrafos del libro, lo ponía sin
más en el index librorum prohibirtorum de la progresía
hispana. La hoy célebre y exasperada pregunta de otro profesor
de Chicago, Hans Morgenthau ("Señorita Arendt, hable
claro, ¿es usted de izquierdas o de derechas?") fue
formulada entonces, aunque yo no me encontraba en el cenáculo
en que lo fue.
El curso de Hannah Arendt versaba sobre la revolución.
Consistió en una versión ampliada del hoy famoso
texto On Revolution. Miss Arendt —así
la llamábamos invariablemente— daba clase en el Social
Sciences Building, por la tarde. Es éste de estilo gótico
Rockefeller, en la calle 59, una anchurosa avenida con arbolado
y campos de césped. Entraba, ligerísimamente encorvada,
con su cara seria, de mirada melancólica. Tenía,
echando cuentas, unos 57 años en 1963, pero a mí
me parecía aún mayor. Su faz, con sus obvias arrugas
y ojos grandes, con párpados cansados, era atractiva: resplandecía
en ella la sabiduría. Sus vestidos estaban siempre desajustados
y eran holgados, pero tenía un aire de limpio desaliño.
Su acento alemán era suave, aunque no recuerdo que fuera
capaz de habérselas con la erre inglesa. Su sintaxis era
correcta, pero parecía extraña a algunos de mis
compañeros. Nadie ignoraba que procedía directamente
de Heidegger, su maestro, y de su otro maestro -y amigo de siempre,
hasta el final- Karl Jaspers. Su doctorado sobre la amistad en
San Agustín lo había dirigido él.
Me cuesta expresar la sensación de intensidad y gravitas
intelectual de aquella mujer cuando, frente a una clase en la
que seríamos unas dos docenas de estudiantes, tomaba la
palabra con un lenguaje tan alejado del estilo analítico
y preciso que predominaba en el departamento de Filosofía
como del pragmático que caracterizaba al de Sociología.
Abro ahora la edición de bolsillo de The Human
Condition que compré en junio de 1961. Recuerdo
que lo leí durante aquel verano, para empezar a entender
a quien me había enseñado durante el año
académico que acababa. Era un estudio que ya no leí
con las anteojeras que me había puesto antes para los Orígenes.
Es mucho más integrador de las diversas corrientes formativas
de la autora. Sus observaciones en torno al triunfo del homo
faber, sobre la vita activa así como sobre
la infausta victoria del animal laborans en nuestro tiempo son
muy considerables. Lo serían aún más si la
autora hubiera explorado también la aparición devastadora
del homo otiosus del consumismo de nuestro tiempo, como
obvia degradación del ludens. Claro está
que a un estudio publicado por vez primera en 1958 no se le podía
pedir que trascendiera estos conceptos clave de una sociedad industrial
que sólo la revolución mediática y telemática
posterior había de modificar.
Aquel ensayo nos lleva a través de Platón, Aristóteles,
San Agustín y Marx, a varias interpretaciones de la vita
activa propia de ciudadanos responsables y libres. Agradezco
a su autora que me llamara la atención sobre la pertinencia
de que los modernos nos interesemos en serio por San Agustín.
La aparición de éste útlimo en mi disertación
doctoral se la debo a Hannah Arendt. La redacté sobre la
noción moderna de 'sociedad masa'. Como ella me indicó,
la primera vez que alguien habla de 'las masas' fue San Agustín,
en el sentido de massa damnata, la multitud de los condenados
por su malignidad y pecado. El mundo había de esperar siglos
para que una nueva ideología, la totalitaria, invirtiera
los términos y decidiera que las supuestas masas —no
el pueblo ni los ciudadanos— estaban destinadas al triunfo
terrenal. Para esclavizarlas mejor. También son massa
damanata.
Mi deuda se extiende a la notable distinción que hacía
Arendt entre 'naturaleza' y 'condición' humana: fue algo
así como una revelación para solucionar un rompecabezas
teórico que asediaba entonces mis preocupaciones de sociólogo
en ciernes. Aunque Arendt fuera notoriamente escéptica
acerca de la posibilidad de que lleguemos a conocer la naturaleza
humana —sólo un dios podría, sostenía—
tengo para mí que la diferenciación entre una 'naturaleza'
humana identificable y atemporal y una 'condición' más
variable e histórica puede enriquecer tanto la sociología
como la filosofía moral.
La vi sonreir poco. Hablé con ella con cierta frecuencia
pero creo haber estado en su muy reducido despacho dos o tres
veces nada más. Mi impresión es que, con respecto
a los estudiantes graduados, cumplía con corrección.
Sin ser antipática, no era demasiado accesible. Que yo
sepa, en Chicago hizo poca o nula escuela. Dicen que se encontró
mucho mejor luego en la New School de Nueva York, a la que se
incorporó en en 1967. Sería precipitado concluir
que la New School, ese islote europeo en el mundo intelectual
norteamericano, le daría mejor cobijo o que Chicago le
era hostil, puesto que el contingente europeo, así como
la presencia de la intelectualidad judía en la Universidad,
eran muy pronunciados. Pero éstas son sólo impresiones.
Cuando conocí a Hannah Arendt acababa de publicar su célebre
artículo en el New Yorker, Eichmann en Jerusalén,
y por lo tanto vivía en plena polémica pública.
Su tesis sobre la 'banalidad del mal' —implícita
en los Orígenes— estaba causando
temblores internacionales.Arendt ha sido víctima de la
celebridad de una de sus aportaciones. Ésta ha oscurecido
las demás, que son de mayor talla. Sin embargo, el curso
que impartió aquel año era totalmente ajeno al fracas
(esa expresión francesa usó) que desencadenó
Eichmann, y no sólo en los círculos judíos.
Su curso sobre la revolución quería hacernos entender
lo que significa intentar instaurar un novus ordo saeculorum,
crear un 'hombre nuevo' y uncir la historia a una idea predeterminada
del progreso. Me costaría exagerar mi fascinación
por la vehemencia con que Arendt expresaba esa idea.
Mientras Hannah Arendt reflexionaba sobre la esencia de la revolución,
los acontecimienbtos parecían darle toda la razón:
en Cuba Castro hablaba entonces del 'hombre nuevo'. Quería
imponerlo. La simpatía que muchos sentían por él
contrastaba con la implacable política de Kennedy contra
Cuba, pero su regimentación de la sociedad cubana y la
eliminación sistemática de todo pluralismo ilustraban
las nociones arendtianas sobre la obliteración partidista
y organizativa de la responsabilidad moral. Arendt introdujo el
lenguaje de la responsabilidad en la filosofía política
del siglo XX. Y, añadiría yo, el de la culpa. Hannah
Arendt transformó la filosofía política en
filosofía moral política.
Su exploración de la barbarie a que conduce lo que más
tarde, en la Argentina, se llamaría 'obediencia debida'
no tiene parangón. Los aparatos políticos y organizativos
son irresponsables. Liberan a gente mediocre, no necesariamente
sádica, para la puesta en vigor del terror, la ejecución
rutinaria de la barbarie. En Guantánamo lo ejerce el Gobierno
de un país que no es totalitario.
Ni las lecciones que escuché de Miss Arendt, ni las que
dio en la New School en las turbulencias de años 60 y 70,
tuvieron efectos inmediatos sobre el tenor de la filosofía
política. Su aportación ha debido esperar. Me hallo
entre quienes opinan que el pensamiento de Arendt sufre de ambigüedades
endémicas, sobre todo en su póstuma e inacabada
Vida de la Mente. Pero no detecto tales ambigüedades
en su tratamiento de las implicaciones morales del sueño
moderno de crear un novus ordo, ni en los daños
inmensos que causa imponer orden a los demás con violencia
burocrática u organizativa en nombre de una virtud arbitrariamente
definida por quienes detentan el poder y sus resortes. El análisis
de la maldad en los tiempos modernos tal y como lo propuso Hannah
Arendt no es ignorable.
Tampoco puede uno dejar de sentirse conmovido por su deseo ferviente
de pertenecer a una humanidad libre y emancipada, al tiempo que
se encontraba atrapada en la necesidad moral de definirse y sentirse
judía. Merced a esa tensión Arendt anunció
con singular nitidez el debate (muy posterior a su muerte, en
1975) que había de surgir entre el individualismo liberal
y el comunitarismo particularista. Su posición dentro de
tal debate, su solución republicana tanto frente a la liberal
como a la comunitaria, es otra de las enseñanzas que de
ella recibí y en la que hasta hoy me he mantenido. En el
curso que seguí con ella, Miss Arendt, distinguió
muy claramente entre el republicanismo jacobino de potencial totalitario
y el pluralista, enraizado en la sociedad civil, confiado en la
autonomía del pueblo y en las asociaciones cívicas
propias de la joven república nortemericana. Algunos han
entendido que su posición más favorable a la revolución
americana que a la francesa la hacía poco menos que amiga
del imperialismo yanqui. Eso es una caricatura cruel. Lo que a
Arendt interesaba era la capacidad de las gentes para generar
una vita activa política autónoma frente
a cualquier leviatán estatal, partido o aparato engañoso
y manipulador. De ahí su interés por formas de democracia
directa y autogestión que algunos intérpretes, desengañados
y hasta cínicos, consideran elemento ingenuo de la visión
democrática republicana propuesta por Hannah Arendt. A
fuer de ingenuo también, sostengo que el abandono de ese
republicanismo cívico significaría una derrota muy
grave para la filosofía política del siglo XXI.
Hannah Arendt, en nombre de la humanidad que compartimos, acalló
en su pecho la voz de la tribu hebraica, pero otra tribu hostil
vino a despertársela. Y entre los bárbaros que la
poblaban estaban algunos a quienes ella había amado. Cuando
acudía a sus clases y seminarios nada de ello sabía
yo. Sólo tenía las sospechas que todos albergamos
cuando nos enfrentamos con alguien que ha debido desterrarse para
salvar su piel. Lo supe después, cuando varios detalles
de su vida han venido a caer en el dominio público, cuando
sus vicisitudes personales han atraido mayor atención que
su considerable obra como filósofa moral política.
Suele suceder. Me ha quedado, por encima de todo, un recuerdo:
su melancólica seriedad. Su completa seguridad de que la
vida del espíritu merece la pena. Y no me cuesta escuchar
aún su voz, en el silencio religioso del aula, precaviéndonos
contra la tragedia de una modernidad que, a pesar de todo, asumía
como suya.