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Sobre Vivir afuera de Fogwill
Historias del otro lado
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por
Juan Becerra.
Vivir afuera es una novela sobre las lenguas privadas marginales, esos idiomas de uso restringido en la cultura de la sociabilidad -la cultura que va de casa al trabajo-, que funcionan como prueba de que todo el mundo habla dos lenguas: la propia y la ajena; además de una tercera, que aparece como la traducción de ambas. En un momento del relato, Wolff, un sesentón perverso y materialista dedicado a extrañas importaciones, le dice a Mariana, que parece no entender la lengua convencional: "Te traduzco porque sos de Varela".
Sostenidos por voces argentinas que mezclan lo nacional y lo extranjero, los seis personajes de Fogwill hablan un idioma de intemperie, tal vez contra las voces internas de Manuel Puig, esas lamentaciones prolongadas acerca de la pérdida del amor, el hogar, y la juventud, pero nunca de una memoria que traslada el relato con la forma de un monólogo interior que se sale de quicio. Los parias de Fogwill viven afuera no por un afán de excentricidad que los obliga a la exclusión o un programa de evasión cultural por el que puedan sostener un gesto contestatario, sino porque han descubierto -con la misma fascinación con que cierto personaje de Roberto Arlt había descubierto la astrología- los beneficios de habitar una sociedad secreta.
Vivir afuera captura para la literatura cierta estética del Gran Buenos Aires y rescata una clase de arquetipo social sin arraigo. Las lenguas que produce se distancian de un centro imaginario -la lengua en uso-, pero los actos a los que remiten esas lenguas aparecen como elementos incorporados a la lógica del funcionamiento social. El tráfico de armas, las cosechas de drogas y la prostitución de lujo constituyen esas sociedades mínimas, aisladas por el lenguaje oficial del Estado, que sin embargo las reconoce en esas operaciones en las que simula vigilar o reprimir cuando, en realidad, instala sobre ellas meros controles de gestión.
Una serie de planos se superponen en la construcción de la historia donde aparecen las voces de Vivir afuera: la lírica del hampón de poca monta, el delator de Estado, el sacerdote de villa, el dealer y el gato de pub. Pero también las leyes ordinarias por las que funciona el mundo: el sistema de aire acondicionado de un Peugeot 505, un protocolo de hospital, las estafas inmobiliarias avaladas por bancos oficiales y el intercambio verbal de una pareja en el transcurso de un coito con pactos de violencia. La idea de que la literatura es una composición -de que el todo está hecho de partes- y de que esa composición es sólo una glosa, es una de las ideas más firmes que sostienen la novela de Fogwill. Otra, acaso más velada, es la de que una marginalidad sistematizada en sus vínculos construye otra nacionalidad. No hay duda de que en Vivir afuera Fogwill extrae un saber de la vida cotidiana, un saber que también es marginal porque rescata materiales ordinarios y los describe en detalle como si la literatura pudiera funcionar como un ready made.
¿Qué es lo que la literatura observa del mundo? Las observaciones de Fogwill no están tamizadas por las convenciones de cierta tradición literaria, sino que aguza su mirada sobre los fenómenos que la literatura tiende a excluir, para recuperarlos por medio de un naturalismo del mal que, aun contra su voluntad, pareciera moralizar con sus revelaciones. Vivir afuera es, de algún modo, el país que no miramos: ese espacio habitado por héroes anónimos sin modelo, sujetos aislados en sus diferencias, que atraen por igual tanto la mirada del sociólogo como la de la psiquiatría.
Las novelas de Fogwill -excepto Los pichiciegos (1983, reeditada por Sudamericana en 1994 y 1998), a la que podría considerarse un cuento- han sido, en general, textos basados en grandes planes literarios difíciles de sostener en una narración extensa. La buena nueva (1990) y Una pálida historia de amor (1991) recaen en esos inconvenientes, que muchas veces se les presentan a los grandes escritores (o a cualquier estratega), de no poder hacer lo que dicen. Algo de esa tensión que se establece entre el deseo de escribir y la escritura, aun salvando las distancias de género, se señala en Vivir afuera, cuando alguien refiere una frase atribuida falsamente a Perón: "Se puede decir una mentira, pero no se puede hacer una mentira". Esa incertidumbre acerca de si la literatura dice o hace -al margen de que miente por principio- se restablece en la última novela de Fogwill, donde el texto salta a los ojos de la lectura como un hecho.
Vivir afuera funciona a la altura de su ambicioso programa, sabe estilizar los materiales que abundan en las calles y faltan en los libros e instala una nueva idea de marginalidad, ya no considerada como un espacio desquiciado en relación con un centro imaginario, sino como una pieza imprescindible que ayuda a situar a ese centro y a compensarlo tras sus desvíos.
En cuanto a su componente político, es el relato de una serie de voces que reproducen el clima de cierta sociedad secreta, leído por el Estado. En la últimas páginas, una serie de miradas -de espías y monitores- se eleva sobre los personajes. Es la mirada de un control central que chequea si el flujo del delito se mantiene en su cauce, mientras incorpora la novela a una estructura superior a la de sus personajes. Como si esos materiales incluidos en la ficción de Fogwill hubieran encontrado, por fin, su razón de ser, las cosas de ese mundo marginal encuentran para sí mismas un nuevo sentido. Es allí donde el relato alcanza a esgrimir su idea de absoluto, eso a lo que Walter Murch -el sonidista del filme La conversación, de Francis Ford Coppola, al que tal vez Vivir afuera le deba algo- se refería cuando hablaba de encontrar "el punto en que se pueda ver, al mismo tiempo, el árbol y el bosque".
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© 2000 Clarín. Domingo 9 de enero de 2000.
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La atracción del abismo
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por
Leonardo Tarifeño.
Con Vivir afuera, Fogwill se asoma a un abismo que parece fascinarlo y perderlo. El destino de polémica y contradicción que el autor encarna en el corazón de la literatura argentina contemporánea vuelve a brillar en esta obra: se trata de la novela más personal y atrevida de un escritor cuyo peso, sin embargo, no surge de su esfuerzo como novelista. Exceptuando Los pichiciegos, el mundo de Fogwill vibra mejor en los cuentos de Ejércitos imaginarios o de Restos diurnos que en sus novelas (Una pálida historia de amor, La buena nueva), donde la tensión narrativa se convierte en morosidad y los personajes jamás alcanzan un rostro reconocible. Refiriéndose a ellas, Fogwill admitió ante Danilo Alberó, en una entrevista reciente publicada en México: "Tengo un par de novelas sin paradojas y son muy tontas". Si bien Vivir afuera rompe, efectivamente, con esa línea, el resultado no es un texto capaz de atrapar y conmover. Es verdad, también, que esas presuntas concesiones al gusto masivo no forman parte del horizonte al que apunta el autor. Pero, por eso mismo, habrá que ver si el vacío escandalizante que propone es la coronación de su proyecto o el reflejo raquítico de un fracaso en donde ya no hay nada que decir.
La apuesta de Vivir afuera es especialmente alta porque, en sus casi 300 páginas, lo único que ocurre es "la sensación de llevar un agujero de treinta años en la memoria". Ese descalabro setentista construye la coincidencia de cuatro personajes en la mesa de un bar, en un desayuno donde conviven la perversión, el SIDA, la identidad sionista y el paganismo sexual; otros dos personajes, mientras tanto, se evaporan en una fuga criminal orientada hacia el tráfico de drogas y el fin de la miseria. El cruce que los une es arbitrario e inverosímil, sin que nada en la anécdota justifique semejante encuentro. La voluntad del autor, a través de la voz narrativa omnipresente en la novela, dirige las huellas de los protagonistas y arma el tardío rompecabezas de "retazos de sueños que se recuerdan veinticinco años después". El desayuno termina en una orgía previsilble. Pichi, el fantasma heredado de Los pichiciegos, huye para que la policía no lo agarre con las manos en la masa de su plantación de marihuana. Y todos naufragan en una pesadilla de soberbia y sin sentido, un mapa desaforado del transfuguismo político y moral que reinó en la Argentina de los años 90.
Novela de la desmemoria y la "convertibilidad del ser", Vivir afuera desarrolla, en realidad, el paisaje de tics y opiniones del autor. La historia, si la hay, es una excusa de la que Fogwill se sirve para justificar sus ya conocidas impresiones sobre el divorcio ("es una institución errónea, diseñada para facilitar la recurrencia en el matrimonio de alguien que ya probó que no sirve para eso"), la atracción sexual ("recién de viejo me di cuenta de que siempre me había fijado en la manera de caminar. Es lo que más atrae a la mayoría de los hombres... ¿Sabes por qué? Porque los hombres primitivos necesitaban minas ágiles para que no se les escaparan los chicos y las ovejas") o los hábitos matrimoniales de sus colegas escritores, que no tienen hijos para mantener su estricta fidelidad a la literatura y, encima, escriben libros "cualunques". La lección que deja esa abrumadora intromisión ideológica es ambigua: por un lado, manifiesta la salud intelectual de un escritor al que no le interesa quedar bien con los demás, y por otro lado conspira contra una anécdota que nunca se termina de armar. La voz narrativa, egocéntrica e irritante, evita la acción y elige contar desde "la zona del límite entre los recuerdos y los sentimientos" de los sobrevivientes de los años 70 (Fogwill nació en 1941), todos ellos esclavos de un despiste histórico que la novela rescata con una incertidumbre coherente y suicida.
Como el propio Fogwill ha dicho alguna vez, mucho de su interés literario se apoya en "el efecto estético que produce el desconcierto". Vivir afuera no es la excepción a esa regla, aunque aquí las armas no son las paradojas ni las historias entrecruzadas sino el catálogo íntimo de ideas y obsesiones recurrentes del autor. Su inefable saber carcelario, las manías militaristas, el desenfado erótico o el ajuste de cuentas personales con sus tantísimos enemigos intelectuales son efectismos que, a ésta altura de lo que lleva demostrado como narrador y poeta, rayan en la candidez o el puro anacronismo. Del otro lado de esa escenografía ruidosa late la verdadera novela, ese desierto desolado y pobretón cuya utopía finisecular consiste en desaparecer en el sur y "recorrer los lagos en carpa y comiendo salchichitas y paty con nescafé [ ... ] Eso sería pasarla bien y sin necesidad de guita". Hay aquí, entonces, un novelista despiadado y estridente, el mejor amigo de la insolencia política. Vivir afuera representa la prueba más arrebatada de esa megalomanía, el tipo de precipicio que no invita a bailar. Pero a Fogwill no le importa y se lanza, obnubilado por las posibilidades narrativas del abismo, siempre a punto de
caer.
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Domingo 23 de enero
de 2000. ©
Copyright La Nación.
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