Hablarte a ti, mujer, si quiero enamorarte,
tiene el escalofrío del azar,
el vértigo del miedo
de ganarte
o en un tris perderte toda
a cara o cruz,
a vida o muerte,
sin red,
sin comodín,
sin boca a boca,
sin nada que me salve.
Un sí o un no salido de tus labios
(o de tus ojos, si es que me mintieses)
puede darme la vida
o el disparo de gracia.
Una palabra zafia
o demasiado blanda,
un prometérmelas felices
o bien un titubeo,
y entonces te darás la media vuelta
clausurando los juegos,
sin accésits que valgan
de “quedar como amigos”
ni demás zarandajas.
No existe manual ni preceptiva,
ni Virgen santa a quien encomendarse.
El quid pudiera estar
en la intuición,
en el olfato psicológico;
o en tontas contingencias :
como que el que la sigue la consigue,
más vale caer en gracia que ser gracioso,
el pasar por ahí en el momento justo,
o el plus de encanto que tiene el forastero.
Antes de hablar contigo, para enamorarte,
sin ensayo posible y sin segundas tomas,
quiero saber qué tipo de mujer voy a encontrarme:
si es arisca Artemisa o una Afrodita dulce,
o de ambas tienes.
Algo me dice que estás hecha
a prueba de presciencia,
que usas la inconsistencia de las paradojas
para dar esquinazo a los pelmazos;
que tu naturaleza ubicua de ser quántico
burla a donjuanes francotiradores;
que con tus dunas de silencio
juegas al despiste y, despistando,
disfrutas dando un corte al mujerólogo;
que con los espejismos de tus ojos
creas oasis de esperanza falsa
donde muere el sediento de tu carne;
que con tu maquillaje disimulas
tu inteligencia y tu sabiduría,
y dejas en outside al rapidillo;
que al cerebral que fía todo a su estrategia
le das el jaque mate
con caballos alados de emociones.
Quisiera conocerte para hablarte,
cuando el orden dispuesto es el contrario.
¿Cómo abordarte?
¿Cuál debe ser la tesitura,
el tema,
los registros,
la intensidad,
el tempo,
o el idioma?
¿Cuánto de silogismo,
cuánto de sortilegio?
¿Cuándo el chiste
y cuándo la sentencia?
¿Serán voces precisas
o caben jitanjáforas
para romper el hielo
que protege tu fuego?
De pronto, iluminado,
hallo una veta buena,
y me digo, seguro:
“Si vas a hablar a una mujer compleja
prueba a hacerlo del modo que tocases
un piano,
melódico y armónico,
tan suave como enérgico,
con tantas notas como sus humores,
dándole de lo uno y de lo otro,
al tiempo y a dos manos.
Verbigracia:
Dile algo tan hermoso y a medida,
que le haga sentirse única,
(y ella sabrá que el trovador no es menos);
proponle un plan sencillo un lunes ordinario
que guarde una sorpresa de locura;
susúrrale al oído algo divino
con un deje animal que la estremezca;
hazle reír hasta la lágrima,
y si te pierde,
no pueda con el tedio de sus días,
y te busque.
“Si esa mujer espera a que le hable,
tendré que hacerlo con dulzura
y también con aplomo;
decirle algo atrevido sin perder el estilo;
algo ingenioso con el touché del epigrama
y la caricia de una dedicatoria;
que mi entrada resulte convincente
y en la misma medida seductora;
que, amén de cavatina,
sea colofón con el the end
de una película de amor en blanco y negro”.
Y se me ocurre…,
me la juego,
allá voy,
y le hablo de esta forma:
YO.- Disculpa: juraría que nos hemos besado antes.
ELLA.- En esta vida al menos, perdona que lo dude.
YO.- Ah, claro, tonto, ya caí: fue en otra vida.
ELLA.- Pues si ya lo vivimos, ¿a qué segundas partes?
YO.- Muy fácil: para darte de nuevo el primer beso.
© Del poema: Roberto Lumbreras.
© De la fotografía: Julio Agejas (Modelo: Azahara Santos).