La nieve en el almendro es algo más que una novela, en realidad son dos, y creo que es justo ofrecer la lectura del primer capítulo de la novela que habita dentro de la otra novela. En esta se narra la vida de Julián adolescente, con la visión que le da Salvador, un camarero que quiere ser escritor.
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Retazos
de amor y sexo (I)
La
familia
La abuela, vestida de negro y con un delantal de
cuadritos.
Mi padre
rascándose la entrepierna y viendo Sandokan en la tele.
Mi amigo Carlos agachado, jugando a las chapas.
Las braguitas de colores de Macarena colgando del
tendedero.
Todas
las historias, hasta las más insignificantes o vulgares tienen un inicio, un
punto de partida que nos lleva al desarrollo del argumento; después, éste se
resuelve en un final más o menos inesperado. La mía se inició el día que Carlos
se mudó a nuestro barrio a principios de septiembre de 1978. Casi un mes
después, y a pesar de que ya éramos buenos amigos, yo aún no había entrado en
su piso ni una sola vez. La culpa de que nuestra amistad no incluyera visitas a
nuestras respectivas casas la tenía mi abuela. Me había prohibido terminantemente
ir al piso de mi amigo, si entraba en aquella casa acabaría condenándome al
infierno, al menos eso era lo que ella decía y, para dar más fuerza a sus palabras,
me pellizcaba el brazo hasta hacerme prometer que nunca pasaría el umbral de
aquel piso.
Como
decía, mi historia alcanzó esa categoría cuando Carlos y su madre se mudaron a
nuestro barrio. El niño tardó poco en ser mi mejor amigo, entre otras cosas,
porque no tenía ningún otro. Los dos jugábamos en la acera con la misma
expresión de aburrimiento y cara de acelga cocida. Fue él quien se acercó un
día y me invitó a echar una partida de las chapas. Desde entonces, nos volvimos
inseparables, dos islas que repentinamente se habían unido por un arrecife de
coral o, mejor dicho, por unas chapas multicolores.
Su
madre, tan joven como bonita, se convirtió en el objeto de mi admiración, no
había nada en ella que no me pareciera hermoso y original. Me sentía feliz el
día que podía verla, aunque fuera a distancia, desde la ventana de mi
dormitorio, o por la de la cocina, cuando tendía la colada en el patio de
luces, aunque desde allí apenas podía admirar sus brazos delgados y morenos,
que acababan en unas manos pequeñas y ágiles como palomas.
En
realidad, ella es la protagonista de esta historia, por eso se inicia con el
día en que me habló por primera vez. La jornada empezó mal, como siempre, por
causa de mi abuela.
Esa
mañana, mi abuela cogió a Satanás por la piel del cuello, a salvo de sus garras,
y tomó impulso para lanzarlo por la ventana. Me estremecí al oír el aullido que
escapó de la garganta del gato mientras surcaba el aire enrarecido de aquel
barrio maloliente. Me asomé al ventanuco de cristales sucios, buscando el
cadáver de mi mascota sobre el cemento. Pronto descubrí, con alivio, que el
felino huía calle abajo, sólo perseguido por las risas de unos chiquillos que
jugaban a las canicas en la acera.
Mi
abuela se llamaba Catalina. Vestía de luto riguroso, camisa, falda y toquilla,
excepto un delantal a cuadritos blancos y negros que solía usar para estar en
casa. A mí me recordaba a los personajes de los dibujos animados, que siempre
aparecían en el televisor con la misma ropa. Al principio pensaba que vestían
igual porque eran más pobres que yo, y eso me reconfortaba. Me identificaba con
Marco, mis pantalones también solían gastar remiendos mal disimulados; pero yo
tenía madre y no necesitaba salir a recorrer el mundo tras ella. Una madre, eso
sí, que apenas veía, se marchaba al amanecer y no regresaba hasta la hora de
cenar. Mi abuela, encargada de cuidarme, se recogía el pelo en un moño gris, un
puñado de pelos tristes claveteados con horquillas de metal, a veces se sacaba
una para limpiarse la mugre de las uñas o la cerilla de los oídos. Sus ojos
pequeños, vivos, nerviosos como insectos deslumbrados por una bombilla, nunca
se detenían en un sitio concreto, y eran capaces de inspeccionar una habitación
en escasos segundos. La nariz, chata y aplastada, apenas daba sombra a unos
labios escasos formados por dos líneas pardas que se curvaban hacia abajo en un
rictus de despecho.
Al cabo de una hora, el gato regresó maltrecho
y tembloroso, cuidándose mucho de acercarse a los tobillos de mi abuela,
hinchados como globos y negros como el candil que se trajo del pueblo y que
guardaba en su cuarto como una reliquia, nunca se fío demasiado de la luz
eléctrica. Solía ocultar sus piernas, comidas de varices, tras unas gruesas
medias oscuras. El luto lo llevaba por mi abuelo Macario, aunque yo sospechaba
que no era por pena, sino por el qué dirán. Más de una vez la había sorprendido
mientras escupía en un retrato del abuelo que conservaba sobre la cómoda de su
cuarto. Lo agarraba con rabia y lanzaba insultos y babas sobre la fotografía.
Al final, lloraba e imploraba perdón al difunto en un inesperado brote de arrepentimiento.
Recuerdo,
no sin cierta nostalgia, las noches en que mi madre me obligaba a dormir con mi
abuela porque tenía miedo de quedarse sola en la habitación donde había muerto
mi abuelo. No es que me gustara compartir lecho con el cuerpo ajado de la anciana,
con su insufrible aroma a sopa de ajo y a sudor agrio. El caldo de la sopa que
sus dedos temblorosos derramaban sobre el delantal calaban la combinación y
permanecían allí toda la semana, hasta el domingo, día de baño general. No me
gustaban tampoco sus ronquidos agónicos; más de una noche la pasé en blanco por
temor a que se muriera allí mismo, junto a mí; ni los pedos que se tiraba los
días que comíamos potaje: de garbanzos, de lentejas, de alubias; es decir, casi
todos los días. Lo que me hacía recordar aquella etapa de manera agradable era
la pasión de mi abuela Catalina por las cartas. Cada día jugábamos un rato a la
brisca o al chinchón antes de apagar la luz. Le brillaban los ojos cuando
llevaba buen juego, incluso conseguía enderezar la línea de sus labios en algo
parecido a una sonrisa. No solía dejarse ganar; aunque cuando yo empezaba a
aburrirme, misteriosamente, ella perdía. Pensaba entonces que me permitía
pequeños triunfos porque me quería, porque era su nieto preferido. Cuando
cumplí un par de años más me di cuenta de que mi abuela actuaba movida por el
egoísmo, por el ansia de seguir jugando. Comprendí que aquellas victorias
regaladas eran sólo un caramelo para incitarme a continuar. Aun así, fueron los
únicos momentos agradables que viví con mi abuela, y me gustaba conservarlos
envueltos en ese halo de felicidad que da la nostalgia, aunque fuera
falsa.
Yo
tenía mi propia teoría sobre el miedo de mi abuela a quedarse sola en la
habitación: ella creía en las apariciones de los muertos, y pensaba que su
marido regresaría para llevársela, algo remordía su conciencia, quizás su
negativa a cuidarlo en sus últimos días. Mi madre solía contar que una mañana
se sentó en una mecedora, justo al lado de la puerta de la habitación conyugal
donde reposaba el enfermo, y desde entonces no se movió de allí ni de día ni de
noche; decía que prefería morir de hambre a vivir con aquella vergüenza. Al
principio mi madre no le hizo demasiado caso, pues a la abuela siempre le
gustaron los grandes aspavientos que luego se quedaban en nada; pero esta vez
iba en serio, pasó más de dos días con sus noches meciéndose a un ritmo pausado
y sólo se levantaba para ir al retrete.
Fue
por este motivo por el que el abuelo murió justo en aquella cama. Mi madre se
lo llevó a casa ya moribundo para atenderlo mejor. La abuela no quiso venir,
pero prometió que volvería a moverse y a comer. No nos visitó hasta que
falleció el abuelo, entonces se mudó a vivir con nosotros, algo que cayó muy
mal a mi padre, que nunca se había llevado bien con su suegra.
—¿Qué
miras, zagalón?
—Nada
—Pues
eso, a ver si tengo que hacer contigo lo mismico
que con el gato ese del demonio, el muy gandul se echó la siesta sobre el
chaleco que le estoy tejiendo a tu hermana.
No
contesté, aunque me dolieron sus palabras. Sabía que cuando la abuela estaba de
malas era mejor callar nada. Me hubiera gustado que el chaleco fuera para mí, pocas
veces se acordaba de que tenía un nieto; en todo caso, para pedir ropa usada a
la vecina del tercero y humillarme un poco más obligándome a que me la pusiera
para ir al colegio. Llevar las camisas de otro, algunas incluso con las
iniciales de un extraño bordadas, hacía que me sintiera inferior al resto de
los niños. Mientras que las prendas pertenecieran a chicos de fuera del barrio
no me importaba demasiado, el problema era el vecino del tercero, un año mayor
que yo, hijo único, mimado y orgulloso. Más de una vez me había dejado en
ridículo en el colegio, sobre todo delante de las chicas, me señalaba con el
dedo y decía: esa camisa es mía, ese
pantalón y esos zapatos son míos. Y yo hubiera querido desaparecer. Que la
tierra se abriera a mis pies y me tragara. Ser pobre es una mierda, una gran
mierda, repetía una y otra vez, como si hablar de modo escatológico pudiera
compensar las humillaciones que sufría a diario.
Durante
la comida mi padre me hizo reír, logró que me olvidara del golpe de Satanás y
de ese chaleco que nunca sería para mí. Contó chistes de Jaimito con la voz
gangosa que tanto me gustaba. Mi padre se reía del mundo y sus habitantes,
sobre todo de la abuela, que siempre andaba cuchicheando a sus espaldas,
haciéndose cruces como si del diablo se tratara. Él no le hacía caso, y
acercaba su boca a mi oreja, notaba el calor de su aliento a vino mezclado con
el olor a la obra, al cemento, a los ladrillos mojados y al sudor que
destilaban sus axilas de albañil para decirme que era una mosca cojonera, me guiñaba un ojo y se rascaba la entrepierna con
gestos ostensibles, como si le hubiera picado un insecto. Mi madre nos miraba
sin disimular su enojo. Callada, una estatua de sal, tan inmóvil como amargada.
Me
gustaba observar a mi padre mientras que me hablaba de su trabajo y presumía de
ser el mejor encofrador de la ciudad. Lo imaginaba construyendo aquellos
edificios gigantescos, esqueletos que crecían hacia el cielo y que yo admiraba cuando
iba camino del colegio. Entonces, henchía mi pecho y elevaba la mirada,
orgulloso de ser su hijo. Pronto se llenarían de gente, personas que no sabían
que podían vivir allí gracias a mi padre. Era alto y sus espaldas eran tan
anchas que, en algunas puertas, tenía que pasar de lado. Yo me preguntaba si alguna
vez lograría parecerme a él, aunque no hubiera heredado el azul de sus ojos.
Ese color se lo quedó Marta, la tonta de mi hermana; mi madre solía decir que
la mirada de su niña parecía un trozo de cielo. Yo pensaba que, además de ser
una cursilería, si analizáramos la frase encontraríamos que tras el cielo está
el infierno, y que tras su apariencia de niña buena había un demonio engreído. Ella
fingía inapetencia para que nuestra madre le comprara yogures y quesitos, que a
mí me estaban vedados, a pesar de que mi aspecto famélico contrastaba con la
figura oronda y rebosante de buena salud de mi hermana.
Ese día deseaba que mi padre me contara más cosas
sobre su trabajo o de la vida en general; pero en la tele ponían Sandokan, su
serie favorita, así que no lo quise molestar y así evitarme una colleja. Me
acomodé junto a él en el sofá de escay y traté de mostrar un interés que no
sentía en absoluto, nunca me gustaron las películas de acción. Mi mente se
escapaba hacia otro lugar, muy lejos de los mares del sur. Decidí marchar a mi
puesto de vigilancia. Desde la ventana de mi cuarto podía ver la puerta de
entrada del edificio, gracias a su forma, lugar obligado de paso para todos los
residentes, incluida Macarena, la madre de mi amigo Carlos. Pasaba muchas horas
apostado. A veces, incluso me dormía apoyado contra el cristal. Esa tarde, la
suerte no me favorecía, más de dos horas y mi musa no había salido aún, sin
duda un cambio de turno inesperado. Tendría que sonsacarle a mi amigo el nuevo
horario de su madre en la cafetería; eso sí, con cautela, no fuera a sospechar
algo. Me hubiera gustado ir a casa de Carlos y comprobar si estaba allí
Macarena, su madre, pero mi abuela me lo tenía prohibido terminantemente.
Desilusionado, me fui al cuarto de baño por enésima
vez ese día. Me contemplé en el espejo tratando de encontrar mi lado bueno, el
más atractivo; sin éxito. Me vi allí preguntándome a quién había salido,
mientras observaba mi pelo, negro como el de mi padre, algo más lacio y
deslustrado. Mis ojos no eran azules, sería
demasiado pedir para un chico tan vulgar como yo, pensé. En mi cara se
podría trazar un triángulo perfecto. La barbilla afilada y la boca pequeña
formarían el vértice. Arriba, los ojos marrones, grandes y abiertos como si
quisieran comerse el mundo, configurarían la base. Este triángulo invertido que
era mi rostro empezaba a motearse con granitos rojos que me molestaban, porque
afeaban aún más mi cara, nada atractiva de por sí y, sobre todo, porque eran un
signo de que me estaba haciendo mayor, como lo era la rapidez con que crecía y
el vello que me estaba saliendo por todo el cuerpo. Y me asustaba dejar de ser
un niño.
El
sonido del portero automático me sacó de mi ensimismamiento. La voz cantarina
de Carlos me alivió, quería jugar a las chapas. Bajé las escaleras para
reunirme con él en la calle. No me apetecía jugar, pero necesitaba estar con
alguien. De repente, me puse triste sin ningún motivo en concreto; o sí, quizás
la causa no residía en aquel instante, iba más allá, al momento en que nací en
el seno de aquella familia de tarados a la que le era indiferente, no reparaban
en mí más que en cualquier mueble de la casa. O, simplemente, era que esa tarde
había conseguido ver a Macarena, pero esto último no podía decírselo a mi
amigo.
—¿Qué
te pasa, a qué viene ese careto? —preguntó Carlitos.
—Nada,
lo de siempre, mis viejos han discutido otra vez—mentí.
—Venga
tío, no te agobies.
—La
culpa ha sido de mi abuela, ha estado calentando a mi madre…
—Tu
abuela es un regalito, ¿eh?
—Sí,
bueno, vamos a jugar. Esto… oye, ¿tu madre no trabaja hoy?
—Tiene
turno de noche, se irá más tarde, ¿y eso?
—No,
nada, es que no la vi salir… Venga vamos a jugar.
Preparé
las chapas, arrepentido de haber preguntado tan directamente a mi amigo sobre
su madre. Carlos no pareció sospechar nada. Según mi abuela, era un chiquillo
desgraciado; aunque se le veía feliz, a pesar de ser más canijo que yo y vivir
en los bajos del edificio, el peor sitio por la humedad y los olores. Sentí en
lo más profundo de mi alma que era la única persona del mundo en la que podía
confiar, la única que conocía mi horrible vida de familia.
—¿Sabes?
Hoy he hecho un nuevo experimento —dijo Carlos en voz baja, como si temiera que
alguien pudiera robarle sus ideas.
—¿Y?
—Ya
sabes que estoy investigando en mi vacuna para evitar la muerte…
—Sí
—lo interrumpí—, esa que cobrarás a los ricos y regalarás a los pobres del
barrio…
—…
Pero de vez en cuando me gusta crear cosas diferentes —continuó Carlos,
haciendo como que no me había oído.
—¿Cómo
qué?
—Te
lo cuento si me prometes que lo probarás.
—No
puedo prometerte eso, no hasta que me digas cómo lo has hecho.
—A
ver, mi madre siempre dice que los pepinillos en vinagre son muy nutritivos,
pero a mí no me gusta el sabor del vinagre, así que he cogido el vaso de la Nocilla y lo he mezclado
todo, machacando bien los pepinillos. Aún no lo he probado, pero tiene una
pinta…, una pinta…
—¿Asquerosa?
—Nooooo,
buenísima, ¿lo probarás?
Nos
interrumpió el ruido de la puerta de entrada al bloque. La madre de Carlos se
dirigía hacia nosotros, llevaba puestos unos pantalones muy ajustados y una
camisa de flores. Le dio un beso a su hijo y me dedicó una sonrisa.
—Hola,
tú eres Julián, ¿no? Carlos me habla mucho de ti y, hasta ahora, sólo te he
visto de lejos. ¿Por qué no vienes un día a casa, a merendar, así podremos
conocernos mejor?
—Pues,
pues,… Sí, un día de estos voy, seguro
—dije sin demasiada convicción.
—Te
aseguro que no nos comemos a nadie —y soltó una carcajada, mostrando sus
dientes parejos y muy blancos.
—Ya,
supongo que no come mucho, está muy delgada.
—Háblame
de tú, no soy tan mayor, y no estoy tan delgada, que como muy bien, ¿verdad
Carlitos?
Mi
amigo asintió con la cabeza. Parecía abstraído, no prestaba atención a la
conversación que yo mantenía con su madre.
—Bueno,
tengo que marcharme, no te acuestes demasiado tarde. Y tú, Julián, no olvides
que tenemos una cita; para merendar, ya sabes.
En
ese mismo instante decidí que entraría en aquella casa, aunque me costara
acabar en el infierno, ese horrible sitio que mi abuela describía para mí con
tanta precisión y mala uva.
Macarena
era lo único bonito que había en el edificio, la única persona no gris, no
triste, no amargada, no… Podría pasar horas pensando en las cosas que no era la
madre de Carlos, o simplemente podría decir que era maravillosa. Nunca había
hablado con ella; como me gustaba espiarla, conocía los horarios de la
cafetería donde trabajaba y estaba pendiente de sus entradas y salidas, como si
fuera un novio celoso. Nunca se lo dije a Carlos, pero me gustaba su madre, me
gustaban las braguitas de colores que colgaba en el tendedero del patio de
luces, tan pequeñitas, tan encantadoras. Al verlas no podía evitar compararlas
con las enormes bragas de algodón blanco o color carne de mi madre, con la goma
dada de sí que, más que colada, parecían los restos de un naufragio.
Me
gustaban sus vestidos de flores, los zapatos de plataforma, el bolso hecho con
retazos de piel y sus ojos color avellana. Me gustaban sus sonrisas y su forma
de andar, y sus labios pintados de rojo, como si se le hubieran manchado al
comer fresas; siempre me pregunté si tendrían su sabor agridulce. Una vez las
probé, las fresas. Cuando era niño no era una fruta al alcance de todos; un día
mi madre se lio la manta a la cabeza, como solía decir y nos compró medio kilo.
Las traía cuidadosamente envueltas en papel de estraza, depositó el bulto sobre
la mesa de la cocina y nos llamó a mi hermana y a mí. Los dos mirábamos
asombrados aquel fruto de forma triangular y color intenso. Sabíamos que eran
fresas, las habíamos visto en la frutería del barrio, y nunca hasta ese día las
habíamos probado. No nos decidimos a meter la mano en el plato hasta que mi
madre nos dio permiso para hacerlo con una sonrisa complacida, una de las pocas
veces que la vi sonreír. Ella tan sólo se comió una, para probarlas, dijo, como si se avergonzara de aquella pequeña
debilidad. La mayoría las devoró Marta, y yo también pude degustarlas. Desde
entonces soñé con ellas y con los labios de Macarena, dos frutas tan prohibidas
como deseadas.
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