jueves, 13 de febrero de 2014

Retazos de amor y sexo (I) (La nieve en el almendro)


La nieve en el almendro es algo más que una novela, en realidad son dos, y creo que es justo ofrecer la lectura del primer capítulo de la novela que habita dentro de la otra novela. En esta se narra la vida de Julián adolescente, con la visión que le da Salvador, un camarero que quiere ser escritor.




 
Retazos de amor y sexo (I)
 
 
La familia
 
La abuela, vestida de negro y con un delantal de cuadritos.
 Mi padre rascándose la entrepierna y viendo Sandokan en la tele.
Mi amigo Carlos agachado, jugando a las chapas.
Las braguitas de colores de Macarena colgando del tendedero.
 
Todas las historias, hasta las más insignificantes o vulgares tienen un inicio, un punto de partida que nos lleva al desarrollo del argumento; después, éste se resuelve en un final más o menos inesperado. La mía se inició el día que Carlos se mudó a nuestro barrio a principios de septiembre de 1978. Casi un mes después, y a pesar de que ya éramos buenos amigos, yo aún no había entrado en su piso ni una sola vez. La culpa de que nuestra amistad no incluyera visitas a nuestras respectivas casas la tenía mi abuela. Me había prohibido terminantemente ir al piso de mi amigo, si entraba en aquella casa acabaría condenándome al infierno, al menos eso era lo que ella decía y, para dar más fuerza a sus palabras, me pellizcaba el brazo hasta hacerme prometer que nunca pasaría el umbral de aquel piso.
Como decía, mi historia alcanzó esa categoría cuando Carlos y su madre se mudaron a nuestro barrio. El niño tardó poco en ser mi mejor amigo, entre otras cosas, porque no tenía ningún otro. Los dos jugábamos en la acera con la misma expresión de aburrimiento y cara de acelga cocida. Fue él quien se acercó un día y me invitó a echar una partida de las chapas. Desde entonces, nos volvimos inseparables, dos islas que repentinamente se habían unido por un arrecife de coral o, mejor dicho, por unas chapas multicolores.
Su madre, tan joven como bonita, se convirtió en el objeto de mi admiración, no había nada en ella que no me pareciera hermoso y original. Me sentía feliz el día que podía verla, aunque fuera a distancia, desde la ventana de mi dormitorio, o por la de la cocina, cuando tendía la colada en el patio de luces, aunque desde allí apenas podía admirar sus brazos delgados y morenos, que acababan en unas manos pequeñas y ágiles como palomas.
En realidad, ella es la protagonista de esta historia, por eso se inicia con el día en que me habló por primera vez. La jornada empezó mal, como siempre, por causa de mi abuela.
Esa mañana, mi abuela cogió a Satanás por la piel del cuello, a salvo de sus garras, y tomó impulso para lanzarlo por la ventana. Me estremecí al oír el aullido que escapó de la garganta del gato mientras surcaba el aire enrarecido de aquel barrio maloliente. Me asomé al ventanuco de cristales sucios, buscando el cadáver de mi mascota sobre el cemento. Pronto descubrí, con alivio, que el felino huía calle abajo, sólo perseguido por las risas de unos chiquillos que jugaban a las canicas en la acera.
Mi abuela se llamaba Catalina. Vestía de luto riguroso, camisa, falda y toquilla, excepto un delantal a cuadritos blancos y negros que solía usar para estar en casa. A mí me recordaba a los personajes de los dibujos animados, que siempre aparecían en el televisor con la misma ropa. Al principio pensaba que vestían igual porque eran más pobres que yo, y eso me reconfortaba. Me identificaba con Marco, mis pantalones también solían gastar remiendos mal disimulados; pero yo tenía madre y no necesitaba salir a recorrer el mundo tras ella. Una madre, eso sí, que apenas veía, se marchaba al amanecer y no regresaba hasta la hora de cenar. Mi abuela, encargada de cuidarme, se recogía el pelo en un moño gris, un puñado de pelos tristes claveteados con horquillas de metal, a veces se sacaba una para limpiarse la mugre de las uñas o la cerilla de los oídos. Sus ojos pequeños, vivos, nerviosos como insectos deslumbrados por una bombilla, nunca se detenían en un sitio concreto, y eran capaces de inspeccionar una habitación en escasos segundos. La nariz, chata y aplastada, apenas daba sombra a unos labios escasos formados por dos líneas pardas que se curvaban hacia abajo en un rictus de despecho.
 
 Al cabo de una hora, el gato regresó maltrecho y tembloroso, cuidándose mucho de acercarse a los tobillos de mi abuela, hinchados como globos y negros como el candil que se trajo del pueblo y que guardaba en su cuarto como una reliquia, nunca se fío demasiado de la luz eléctrica. Solía ocultar sus piernas, comidas de varices, tras unas gruesas medias oscuras. El luto lo llevaba por mi abuelo Macario, aunque yo sospechaba que no era por pena, sino por el qué dirán. Más de una vez la había sorprendido mientras escupía en un retrato del abuelo que conservaba sobre la cómoda de su cuarto. Lo agarraba con rabia y lanzaba insultos y babas sobre la fotografía. Al final, lloraba e imploraba perdón al difunto en un inesperado brote de  arrepentimiento.
Recuerdo, no sin cierta nostalgia, las noches en que mi madre me obligaba a dormir con mi abuela porque tenía miedo de quedarse sola en la habitación donde había muerto mi abuelo. No es que me gustara compartir lecho con el cuerpo ajado de la anciana, con su insufrible aroma a sopa de ajo y a sudor agrio. El caldo de la sopa que sus dedos temblorosos derramaban sobre el delantal calaban la combinación y permanecían allí toda la semana, hasta el domingo, día de baño general. No me gustaban tampoco sus ronquidos agónicos; más de una noche la pasé en blanco por temor a que se muriera allí mismo, junto a mí; ni los pedos que se tiraba los días que comíamos potaje: de garbanzos, de lentejas, de alubias; es decir, casi todos los días. Lo que me hacía recordar aquella etapa de manera agradable era la pasión de mi abuela Catalina por las cartas. Cada día jugábamos un rato a la brisca o al chinchón antes de apagar la luz. Le brillaban los ojos cuando llevaba buen juego, incluso conseguía enderezar la línea de sus labios en algo parecido a una sonrisa. No solía dejarse ganar; aunque cuando yo empezaba a aburrirme, misteriosamente, ella perdía. Pensaba entonces que me permitía pequeños triunfos porque me quería, porque era su nieto preferido. Cuando cumplí un par de años más me di cuenta de que mi abuela actuaba movida por el egoísmo, por el ansia de seguir jugando. Comprendí que aquellas victorias regaladas eran sólo un caramelo para incitarme a continuar. Aun así, fueron los únicos momentos agradables que viví con mi abuela, y me gustaba conservarlos envueltos en ese halo de felicidad que da la nostalgia, aunque fuera falsa. 
Yo tenía mi propia teoría sobre el miedo de mi abuela a quedarse sola en la habitación: ella creía en las apariciones de los muertos, y pensaba que su marido regresaría para llevársela, algo remordía su conciencia, quizás su negativa a cuidarlo en sus últimos días. Mi madre solía contar que una mañana se sentó en una mecedora, justo al lado de la puerta de la habitación conyugal donde reposaba el enfermo, y desde entonces no se movió de allí ni de día ni de noche; decía que prefería morir de hambre a vivir con aquella vergüenza. Al principio mi madre no le hizo demasiado caso, pues a la abuela siempre le gustaron los grandes aspavientos que luego se quedaban en nada; pero esta vez iba en serio, pasó más de dos días con sus noches meciéndose a un ritmo pausado y sólo se levantaba para ir al retrete.
Fue por este motivo por el que el abuelo murió justo en aquella cama. Mi madre se lo llevó a casa ya moribundo para atenderlo mejor. La abuela no quiso venir, pero prometió que volvería a moverse y a comer. No nos visitó hasta que falleció el abuelo, entonces se mudó a vivir con nosotros, algo que cayó muy mal a mi padre, que nunca se había llevado bien con su suegra.
—¿Qué miras, zagalón?
—Nada
—Pues eso, a ver si tengo que hacer contigo lo mismico que con el gato ese del demonio, el muy gandul se echó la siesta sobre el chaleco que le estoy tejiendo a tu hermana.
No contesté, aunque me dolieron sus palabras. Sabía que cuando la abuela estaba de malas era mejor callar nada. Me hubiera gustado que el chaleco fuera para mí, pocas veces se acordaba de que tenía un nieto; en todo caso, para pedir ropa usada a la vecina del tercero y humillarme un poco más obligándome a que me la pusiera para ir al colegio. Llevar las camisas de otro, algunas incluso con las iniciales de un extraño bordadas, hacía que me sintiera inferior al resto de los niños. Mientras que las prendas pertenecieran a chicos de fuera del barrio no me importaba demasiado, el problema era el vecino del tercero, un año mayor que yo, hijo único, mimado y orgulloso. Más de una vez me había dejado en ridículo en el colegio, sobre todo delante de las chicas, me señalaba con el dedo y decía: esa camisa es mía, ese pantalón y esos zapatos son míos. Y yo hubiera querido desaparecer. Que la tierra se abriera a mis pies y me tragara. Ser pobre es una mierda, una gran mierda, repetía una y otra vez, como si hablar de modo escatológico pudiera compensar las humillaciones que sufría a diario.
Durante la comida mi padre me hizo reír, logró que me olvidara del golpe de Satanás y de ese chaleco que nunca sería para mí. Contó chistes de Jaimito con la voz gangosa que tanto me gustaba. Mi padre se reía del mundo y sus habitantes, sobre todo de la abuela, que siempre andaba cuchicheando a sus espaldas, haciéndose cruces como si del diablo se tratara. Él no le hacía caso, y acercaba su boca a mi oreja, notaba el calor de su aliento a vino mezclado con el olor a la obra, al cemento, a los ladrillos mojados y al sudor que destilaban sus axilas de albañil para decirme que era una mosca cojonera, me guiñaba un ojo y se rascaba la entrepierna con gestos ostensibles, como si le hubiera picado un insecto. Mi madre nos miraba sin disimular su enojo. Callada, una estatua de sal, tan inmóvil como amargada.
Me gustaba observar a mi padre mientras que me hablaba de su trabajo y presumía de ser el mejor encofrador de la ciudad. Lo imaginaba construyendo aquellos edificios gigantescos, esqueletos que crecían hacia el cielo y que yo admiraba cuando iba camino del colegio. Entonces, henchía mi pecho y elevaba la mirada, orgulloso de ser su hijo. Pronto se llenarían de gente, personas que no sabían que podían vivir allí gracias a mi padre. Era alto y sus espaldas eran tan anchas que, en algunas puertas, tenía que pasar de lado. Yo me preguntaba si alguna vez lograría parecerme a él, aunque no hubiera heredado el azul de sus ojos. Ese color se lo quedó Marta, la tonta de mi hermana; mi madre solía decir que la mirada de su niña parecía un trozo de cielo. Yo pensaba que, además de ser una cursilería, si analizáramos la frase encontraríamos que tras el cielo está el infierno, y que tras su apariencia de niña buena había un demonio engreído. Ella fingía inapetencia para que nuestra madre le comprara yogures y quesitos, que a mí me estaban vedados, a pesar de que mi aspecto famélico contrastaba con la figura oronda y rebosante de buena salud de mi hermana.
Ese día deseaba que mi padre me contara más cosas sobre su trabajo o de la vida en general; pero en la tele ponían Sandokan, su serie favorita, así que no lo quise molestar y así evitarme una colleja. Me acomodé junto a él en el sofá de escay y traté de mostrar un interés que no sentía en absoluto, nunca me gustaron las películas de acción. Mi mente se escapaba hacia otro lugar, muy lejos de los mares del sur. Decidí marchar a mi puesto de vigilancia. Desde la ventana de mi cuarto podía ver la puerta de entrada del edificio, gracias a su forma, lugar obligado de paso para todos los residentes, incluida Macarena, la madre de mi amigo Carlos. Pasaba muchas horas apostado. A veces, incluso me dormía apoyado contra el cristal. Esa tarde, la suerte no me favorecía, más de dos horas y mi musa no había salido aún, sin duda un cambio de turno inesperado. Tendría que sonsacarle a mi amigo el nuevo horario de su madre en la cafetería; eso sí, con cautela, no fuera a sospechar algo. Me hubiera gustado ir a casa de Carlos y comprobar si estaba allí Macarena, su madre, pero mi abuela me lo tenía prohibido terminantemente.
Desilusionado, me fui al cuarto de baño por enésima vez ese día. Me contemplé en el espejo tratando de encontrar mi lado bueno, el más atractivo; sin éxito. Me vi allí preguntándome a quién había salido, mientras observaba mi pelo, negro como el de mi padre, algo más lacio y deslustrado. Mis ojos no eran azules, sería demasiado pedir para un chico tan vulgar como yo, pensé. En mi cara se podría trazar un triángulo perfecto. La barbilla afilada y la boca pequeña formarían el vértice. Arriba, los ojos marrones, grandes y abiertos como si quisieran comerse el mundo, configurarían la base. Este triángulo invertido que era mi rostro empezaba a motearse con granitos rojos que me molestaban, porque afeaban aún más mi cara, nada atractiva de por sí y, sobre todo, porque eran un signo de que me estaba haciendo mayor, como lo era la rapidez con que crecía y el vello que me estaba saliendo por todo el cuerpo. Y me asustaba dejar de ser un niño.
 
El sonido del portero automático me sacó de mi ensimismamiento. La voz cantarina de Carlos me alivió, quería jugar a las chapas. Bajé las escaleras para reunirme con él en la calle. No me apetecía jugar, pero necesitaba estar con alguien. De repente, me puse triste sin ningún motivo en concreto; o sí, quizás la causa no residía en aquel instante, iba más allá, al momento en que nací en el seno de aquella familia de tarados a la que le era indiferente, no reparaban en mí más que en cualquier mueble de la casa. O, simplemente, era que esa tarde había conseguido ver a Macarena, pero esto último no podía decírselo a mi amigo.
—¿Qué te pasa, a qué viene ese careto? —preguntó Carlitos.
—Nada, lo de siempre, mis viejos han discutido otra vez—mentí.
—Venga tío, no te agobies.
—La culpa ha sido de mi abuela, ha estado calentando a mi madre…
—Tu abuela es un regalito, ¿eh?
—Sí, bueno, vamos a jugar. Esto… oye, ¿tu madre no trabaja hoy?
—Tiene turno de noche, se irá más tarde, ¿y eso?
—No, nada, es que no la vi salir… Venga vamos a jugar.
 
Preparé las chapas, arrepentido de haber preguntado tan directamente a mi amigo sobre su madre. Carlos no pareció sospechar nada. Según mi abuela, era un chiquillo desgraciado; aunque se le veía feliz, a pesar de ser más canijo que yo y vivir en los bajos del edificio, el peor sitio por la humedad y los olores. Sentí en lo más profundo de mi alma que era la única persona del mundo en la que podía confiar, la única que conocía mi horrible vida de familia.
—¿Sabes? Hoy he hecho un nuevo experimento —dijo Carlos en voz baja, como si temiera que alguien pudiera robarle sus ideas.
—¿Y?
—Ya sabes que estoy investigando en mi vacuna para evitar la muerte…
—Sí —lo interrumpí—, esa que cobrarás a los ricos y regalarás a los pobres del barrio…
—… Pero de vez en cuando me gusta crear cosas diferentes —continuó Carlos, haciendo como que no me había oído.
—¿Cómo qué?
—Te lo cuento si me prometes que lo probarás.
—No puedo prometerte eso, no hasta que me digas cómo lo has hecho.
—A ver, mi madre siempre dice que los pepinillos en vinagre son muy nutritivos, pero a mí no me gusta el sabor del vinagre, así que he cogido el vaso de la Nocilla y lo he mezclado todo, machacando bien los pepinillos. Aún no lo he probado, pero tiene una pinta…, una pinta…
—¿Asquerosa?
—Nooooo, buenísima, ¿lo probarás?
 
Nos interrumpió el ruido de la puerta de entrada al bloque. La madre de Carlos se dirigía hacia nosotros, llevaba puestos unos pantalones muy ajustados y una camisa de flores. Le dio un beso a su hijo y me dedicó una sonrisa.
—Hola, tú eres Julián, ¿no? Carlos me habla mucho de ti y, hasta ahora, sólo te he visto de lejos. ¿Por qué no vienes un día a casa, a merendar, así podremos conocernos mejor?
—Pues, pues,…  Sí, un día de estos voy, seguro —dije sin demasiada convicción.
—Te aseguro que no nos comemos a nadie —y soltó una carcajada, mostrando sus dientes parejos y muy blancos.
—Ya, supongo que no come mucho, está muy delgada.
—Háblame de tú, no soy tan mayor, y no estoy tan delgada, que como muy bien, ¿verdad Carlitos?
Mi amigo asintió con la cabeza. Parecía abstraído, no prestaba atención a la conversación que yo mantenía con su madre.
—Bueno, tengo que marcharme, no te acuestes demasiado tarde. Y tú, Julián, no olvides que tenemos una cita; para merendar, ya sabes.
En ese mismo instante decidí que entraría en aquella casa, aunque me costara acabar en el infierno, ese horrible sitio que mi abuela describía para mí con tanta precisión y mala uva.
Macarena era lo único bonito que había en el edificio, la única persona no gris, no triste, no amargada, no… Podría pasar horas pensando en las cosas que no era la madre de Carlos, o simplemente podría decir que era maravillosa. Nunca había hablado con ella; como me gustaba espiarla, conocía los horarios de la cafetería donde trabajaba y estaba pendiente de sus entradas y salidas, como si fuera un novio celoso. Nunca se lo dije a Carlos, pero me gustaba su madre, me gustaban las braguitas de colores que colgaba en el tendedero del patio de luces, tan pequeñitas, tan encantadoras. Al verlas no podía evitar compararlas con las enormes bragas de algodón blanco o color carne de mi madre, con la goma dada de sí que, más que colada, parecían los restos de un naufragio.
Me gustaban sus vestidos de flores, los zapatos de plataforma, el bolso hecho con retazos de piel y sus ojos color avellana. Me gustaban sus sonrisas y su forma de andar, y sus labios pintados de rojo, como si se le hubieran manchado al comer fresas; siempre me pregunté si tendrían su sabor agridulce. Una vez las probé, las fresas. Cuando era niño no era una fruta al alcance de todos; un día mi madre se lio la manta a la cabeza, como solía decir y nos compró medio kilo. Las traía cuidadosamente envueltas en papel de estraza, depositó el bulto sobre la mesa de la cocina y nos llamó a mi hermana y a mí. Los dos mirábamos asombrados aquel fruto de forma triangular y color intenso. Sabíamos que eran fresas, las habíamos visto en la frutería del barrio, y nunca hasta ese día las habíamos probado. No nos decidimos a meter la mano en el plato hasta que mi madre nos dio permiso para hacerlo con una sonrisa complacida, una de las pocas veces que la vi sonreír. Ella tan sólo se comió una, para probarlas, dijo, como si se avergonzara de aquella pequeña debilidad. La mayoría las devoró Marta, y yo también pude degustarlas. Desde entonces soñé con ellas y con los labios de Macarena, dos frutas tan prohibidas como deseadas.

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