Yo tenía una pistola de palabras.
Al activar el gatillo contra alguien
de ese alguien salían frases balsámicas.
Me llevé la pistola en nochebuena,
"No es tu culpa es el hálito del tiempo",
comentó Pedro al servir la crema.
May no supo contestar. Probó un poquito,
y se quedó prendada de ese tacto:
la calabaza, el puerro, algo de albahaca...
Disparé esta vez a mi sobrino:
"Solo el paso levísimo de un cuento
aliviará tu cieno", dijo mientras llenaba mi copa
de una especie de vino intrépido
sólo apto para héroes insensatos,
al beberlo entendí que me había disparado,
y fui yo la que tomó la palabra:
"No te apures,
estoy hecha de algodones y victorias",
le dije a mi madre.
No sé si lo escuchó, tan absorta como estaba
recogiendo el plato de su hija
lleno de pieles de marisco.
"Duerme bien, tienes todos los septiembres",
añadí.
Esta vez sí me miró.
La noté distraída, algo insensible,
esquivándome todas las tristezas.
Desde el punto de vista de una bala
es preciso ser rápida,
invisible.
Comprendí
que tendría que penetrar en su cabeza.
Rauda, esquiva, sinuosa,
firme como el hilo tras la aguja,
sin opción al titubeo,
allí estuve entre sus culpas y sus miedos,
entre tizas y pespuntes.
"Ay, hija, qué bonitos son tus sueños",
conseguí que me dijera,
"aunque no son compatibles con mi cielo".