Siempre me alegro de ver caer a quien parecía intocable. Daniel Santomé, alias Dalas Review, está empezando a perder juicios importantes. Para quien no sepa de qué hablo, este señor es un youtuber sobre el que llevan años pesando toda clase de graves acusaciones de maltrato, formuladas por sucesivas ex parejas. Estos días han sido particularmente malos para él, porque le han notificado dos sentencias en contra: la primera, del Tribunal Supremo por intromisión en el derecho al honor de su ex suegro; la segunda, de una jueza de Barcelona, en el que anula el acuerdo de confidencialidad que hizo firmar a una de sus parejas.
Es de este segundo caso del que quiero hablar, porque lo del acuerdo de confidencialidad es una cosa loquísima. Me apresuro a decir que no he podido leer la sentencia, porque no está disponible en repositorios a los que tenga acceso y ningún medio la ha publicado, que yo sepa. Me baso en la información publicada por Europa Press, que es la más completa de todas las que he encontrado y la única que parece hablar de primera mano y en la que el periodista se ha enterado de algo.
El asunto ha tenido sus avatares. Al parecer empezó en 2017, cuando la ex, Anne Reburn, publicó una serie de carpetas de Drive con las conversaciones que había sostenido con Santomé. En 2019, Santomé demandó a Reburn ante un juzgado de Barcelona, exigiéndole 40.000 € por ruptura del contrato de confidencialidad. Reburn no compareció y se la declaró en rebeldía, que es algo menos chulo de lo que parece. Un rebelde es, simplemente, un demandado que decide no comparecer ni defenderse, así que el juicio sigue sin él. Esta figura existe en la jurisdicción civil, que era donde sucedía el proceso.
El juicio acabó a favor de Santomé, pero, cuando la sentencia se hizo pública y él alardeó de ella, se destapó el pastel: la demandada no era rebelde, sino que no había sido correctamente notificada. Los datos que de ella había aportado el demandante eran erróneos, puesto que ella ya no vivía en esa casa. Y claro, una cosa es que tú te declares rebelde (es decir, conozcas el procedimiento y decidas pasar), y otra que de la nada aparezca una sentencia en cuyo procedimiento nunca pudiste entrar para defenderte. Lo segundo causa una indefensión obvia, y la garantía de no sufrir indefensión es uno de los componentes más importantes del derecho a la tutela judicial efectiva.
Así que Reburn interpuso lo que se llama un incidente extraordinario de nulidad. Este mecanismo es, como su nombre indica, excepcional: solo lo pueden promover quienes hayan visto vulnerado alguno de sus derechos fundamentales, como el susodicho derecho a la tutela judicial efectiva, siempre que no haya podido alegarse durante el proceso y que la sentencia sea ya firme. Si se estima esta nulidad de actuaciones, lo que se hace es retrotraer el procedimiento: nos vamos al momento donde sucedió el vicio (la notificación fallida a Reburn) y repetimos desde ahí.
En este caso, como la notificación a la parte demandada es lo primero que se hace, eso ha significado repetir todo el procedimiento. Pero con una novedad importante: Reburn ha presentado lo que en el lenguaje de la calle se llama «contrademanda» y en términos jurídicos denominamos «reconvención». Se trata de un escrito en el que el demandado no se limita a defenderse, sino que pide algo extra. En este caso, la nulidad del acuerdo de confidencialidad en el que se sustenta todo el litigio.
Vamos ya al lío, entonces. Lo primero es entender qué es un acuerdo de confidencialidad, y aquí es donde nos encontramos con el primer obstáculo, ya que se trata de un contrato atípico. En derecho, un «tipo» es la descripción que hace la ley de cualquier elemento jurídico. Hablamos de «tipos delictivos» para referirnos a la conducta castigada por una pena, y de «contratos típicos» para hablar de aquellos contratos que están regulados en la ley. La mayoría de los contratos que conocemos, como la compraventa o el arrendamiento, son típicos. Pero las personas, en ejercicio de su libertad, pueden inventarse los contratos que quieran. Claro, el problema es que, para hablar de ellos, no podemos ir a la ley. Los jueces tienen que enjuiciar estos casos atendiendo a la regulación general de contratos, y establecer una jurisprudencia que luego los demás podamos usar de base.
Además, el acuerdo de confidencialidad es especialmente peliagudo, porque interseca con un derecho fundamental, que es la libertad de expresión. En principio, la libertad de expresión nos da la capacidad de hablar de nuestras propias experiencias y conocimientos tanto como nos dé la gana. Un acuerdo de confidencialidad, al limitar esta posibilidad, choca con este derecho. Por ello, no puede adoptarse en todas las circunstancias ni puede tener todos los contenidos. Recordemos que no se puede renunciar a derechos fundamentales, y que estos solo se pueden limitar en casos concretos.
¿Cuáles son, entonces, las características del acuerdo de confidencialidad? Lo primero es que estos pactos solo pueden firmarse cuando hay intereses profesionales o empresariales que proteger. No puedes ir por ahí haciendo que los demás firmen acuerdos de confidencialidad para lo que quieras, sino que estamos ante una herramienta de negocios. Haces que lo firme un proveedor, un cliente, un administrador, un trabajador… Alguien que puede conocer secretos de los que depende tu posición en el mercado. Es decir, tiene que haber una relación mercantil o laboral preexistente que ponga en riesgo esos elementos que quieres mantener reservados.
Aparte de eso, algunas características comunes de los acuerdos de confidencialidad son que pueden ser bilaterales (ambos se comprometen a guardar los secretos del otro, como en un contrato entre socios) o unilaterales (uno se compromete a guardar los secretos del otro, como en un contrato entre empresario y trabajador), que deben definir muy concretamente qué se considera información confidencial y que deben tener una duración determinada. Todo ello, insisto, son características que han ido definiendo los jueces, a la luz de la regulación general de contratos.
Y ya que hablamos de eso, tenemos que mencionar un último elemento para que se entienda bien esta sentencia. En el derecho español, todos los contratos deben tener estos tres elementos:
- Consentimiento, es decir, voluntad de las personas de vincularse por medio del contrato. Si el contrato está escrito, el consentimiento se expresa por la firma. Si no, puede ser más difícil de probar.
- Objeto, es decir, las obligaciones sobre las que versa el contrato, los intereses regulados en él. Para un pacto de confidencialidad, el objeto son las informaciones que han de guardarse en secreto.
- Causa, es decir, la razón por la que se realiza el contrato. Para un pacto de confidencialidad, la causa es esta relación mercantil o laboral cuya honestidad se trata de proteger.
Si alguno de estos elementos no existe o tiene un vicio grave (el consentimiento ha sido obtenido por engaño, el objeto es imposible, la causa es ilegal), el contrato no tiene efectos (1).
Y ahora vayamos, por fin, al pacto de confidencialidad que Daniel Santomé hizo firmar a Anne Reburn. En el primer juicio, cuando Reburn no había sido notificada, el demandante sostuvo que las relaciones con ella eran profesionales aparte de personales. Dijo que simplemente eran amigos y que llevaron a cabo un contrato verbal de prestación de servicios, por el cual ella traduciría y editaría sus vídeos en inglés. Ese contrato es la base del pacto de confidencialidad. Como vemos, aquí el abogado de Santomé ha hecho bien los deberes: ha alegado que había una relación profesional y que de esa relación profesional dependía un contrato de confidencialidad. Con el asunto planteado en estos términos, es obvio que Reburn rompió la confidencialidad.
Pero en el segundo juicio, donde Reburn sí pudo intervenir, la historia resultó ser muy diferente. La demandada alegó que Santomé y ella sí fueron pareja, que jamás acordaron ninguna prestación de servicios y que las supuestas pruebas que demostraban dicho contrato verbal (que ella había editado unos vídeos de él, que él le había pagado un dinero) se debían a otras razones. Además, y supongo que esto ha sido clave, Reburn trajo al proceso otros contratos idénticos, que Santomé hacía firmar a otras de sus parejas. Es decir, que no hay relación mercantil que amerite una confidencialidad, sino un señor intentando evitar que sus ex hablen de las cosas que les ha hecho.
Y es que el contrato es para verlo. De acuerdo con lo que parece ser su primera página, se considera información confidencial no solo la habitual cháchara sobre temas empresariales, sino también la relativa a actividades personales, de ocio y sexuales, lo cual queda muy lejos de la relación profesional. En los ejemplos del clausulado que han ido saliendo se insiste en el tema de las actividades sexuales y de ocio, que «solo podrán ser reveladas en forma de que la otra Parte no pueda ser relacionada de ninguna forma ni mencionada bajo ninguna sospecha o dar pistas, con dicha experiencia común».
Esta parte del contrato, que parece redactada por un imbécil con escaso grado de verbalización, probablemente el propio Santomé, quiere prohibir que las ex novias hablen en público de los avatares de su relación, salvo que lo hagan de forma tan general que no haya ni sospecha ni pistas (madre mía los términos usados) sobre de quién están hablando. Otras cláusulas prohíben divulgar la información confidencial en términos negativos para la contraparte, solo positivos, lo cual no tiene sentido si estamos hablando de secretos comerciales.
Al final ¿qué resuelve la jueza? Pues lo único posible: que el contrato no es válido. Para ello da una serie de argumentos que parecen atacar a dos de los tres elementos esenciales que mencionábamos más arriba: el consentimiento y la causa. Respecto del consentimiento, dice que Reburn no dominaba bien el castellano y que, además, el contrato emplea términos poco claros, de tal manera que la chica no podía entender bien lo que estaba firmando. Y respecto de la causa, declara que no existió jamás esa supuesta relación profesional que permitiría firmar un acuerdo de confidencialidad. Conclusión: contrato nulo y demanda desestimada.
Me interesa especialmente el hecho
de que, al menos según lo publicado en la prensa, la mayoría de argumentos para
determinar la nulidad del contrato proceden del contrato en sí, no de las
condiciones personales de Reburn. Eso quiere decir que no habría particular problema
en que otros jueces apreciaran esos mismos argumentos para ir anulando el resto
de contratos que quedan. Por supuesto, habrá que ver qué pasa con la apelación
que ha metido Santomé, pero no tiene buena pinta para él.
(1) Dependiendo del vicio en estos
tres elementos fundamentales hablaríamos de contratos nulos o anulables, pero
no quiero entrar en ese jardín sin media docena de catedráticos de Civil
flanqueándome.