El candidato
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Con mucho gusto recibiré cualquier sugerencia, comunicación o corrección en:
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Introducción 2. ¡Crunch, crac, plaf, dong! 3. La lengua madre 4. De pies a cabeza 5. Largos viajes 6. El alma equivocada 7. Lanzamiento de disco (prepublicación en El cultural) 8. “... Y entonces me dio una torta” 9. Ese preciso lugar 10. Mejor no lo digo 11. Grande y pequeño 12. Los nombres del nombre 13. Carpintería lingüística 14. Partes y todos 15. El mecano heleno 16. Las palabras de la red Bibliografía ampliada (sólo en la web) Agradecimientos Notas al texto (sólo en la web)
Índice de conceptos, autores y obras |
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El título de este libro encierra una trampa: El candidato melancólico no es una obra sobre elecciones, ni sobre estados de ánimo. El candidato melancólico es un libro sobre las palabras, y el título fue escogido por su significado íntimo: “el hombre vestido de blanco que tenía la bilis negra”. ¿Blanco?, ¿negro? ―podría preguntarse el lector― ¿dónde se encuentran esos colores? Están encerrados en el interior de las palabras. El latín candidatus viene de cándidus, ‘blanco’, porque quienes optaban a un cargo en Roma llevaban una toga blanca. Melancolía viene del griego melan, ‘negro’ y de kholé, ‘bilis’, y es un rastro de la época en la que se creía que los humores ―los ‘líquidos’― del organismo influían sobre los humores ―‘estados de ánimo’― de las personas. Escarbar en estas dos palabras ―bastante comunes, por otra parte― nos ha puesto en contacto con costumbres y creencias de hace muchos siglos. Entonces, ¿qué historia serán capaces de contarnos las miles de palabras que usa cualquier hablante para hablar de sí mismo, de su familia, de sus amigos, de su casa y su ciudad, de las cosas que hace y de las que sueña? Las palabras de una lengua llevan rastros que se remontan a milenios atrás, conexiones ocultas con otras lenguas, vivas o desaparecidas, historias de contactos, de conquistas y de invasiones, de guerras y de influencias, de invenciones y de destrucciones. La historia de las palabras es la historia del mundo.
Hay una ciencia que estudia la historia de las palabras: la etimología. La etimología de una palabra es la historia de su origen y de los avatares que atraviesa hasta llegar a nosotros: es la historia de lo que significa y de lo que significó antes de significar lo que ahora significa. El lector puede ahora preguntarse legítimamente: ¿y cuál es la etimología de etimología? Y ésta es la respuesta: viene de dos raíces griegas: étymos, ‘verdadero’, y logos, ‘palabra’, con lo que significaría ‘el sentido verdadero de una palabra’. Hoy sabemos que la etimología no nos descubre exactamente la “verdad” que esconde la lengua[nota], pero sí que nos da una perspectiva privilegiada de su evolución, y de la evolución de la sociedad que la hablaba. Pero además la etimología nos abre la puerta a la sorpresa y a la belleza, al descubrir cómo debajo de nuestras palabras más humildes hay escondidas joyas: en rebuzno podemos encontrar la huella del latín buccina, ‘trompeta’ (de donde viene también la bocina de nuestros coches), y esa comparación irónica o admirativa ha viajado por el tiempo hasta quedar oculta. Lo expresó muy bien el autor norteamericano Ralph Waldo Emerson[nota] en 1844:
Darwin, en su viaje a Sudamérica, pudo reconstruir la historia de los armadillos comparando los animales vivientes con fósiles procedentes de distintas épocas[nota]. De forma parecida, el etimólogo sólo puede explicar el origen de una palabra estudiando las huellas que raíces antiguas dejaron en otras lenguas, tanto próximas como lejanas. Y todo ello ―no lo olvidemos― a través de los vestigios escritos (que naturalmente van siendo más escasos a medida que nos alejamos en el tiempo) de algo que es esencialmente oral, sonoro: la lengua de los hombres. La etimología es la arqueología del viento.
¿Por qué es interesante el estudio de la historia de las palabras? O, dicho de otro modo, ¿por qué alguien debería leer este libro? Los humanos estamos sumergidos en nuestra lengua como en el aire que respiramos, y sólo lo notamos cuando nos vemos fuera de ella. Tomar conciencia de la compleja maravilla que es la lengua que utilizamos casi sin darnos cuenta puede hacernos más deseosos de utilizarla bien, de explorar sus tesoros. Además, a todo el mundo le gusta conocer la historia de sus cosas (por ejemplo, de su familia: ¿de dónde procede este apellido?, ¿cómo es que llegó hasta aquí?). Conocer los a veces larguísimos viajes de las palabras satisface esa curiosidad. Por otro lado, la historia de la lengua que hablamos es una buena forma de estar en contacto con nuestra historia: los orígenes latinos, los largos siglos de convivencia con el árabe, el contacto con las lenguas indígenas americanas, la comunidad cultural europea... Conocer las etimologías enriquece el vocabulario, porque descubre los vínculos entre las palabras, y hace entrar en contacto con otras nuevas. Además, pone en relación amplios sectores de nuestra lengua con las lenguas que nos rodean. En una sociedad multilingüe como la nuestra, y muy especialmente en una Europa llena de lenguas, es interesante ver los vínculos de las palabras del castellano con otras no sólo catalanas, gallegas o vascas (con las que llevamos siglos en contacto), o francesas o italianas (que son, al fin y al cabo, lenguas parientes próximas), sino también con el inglés o el alemán y, a través del griego que interviene en los términos científicos, con otras muchas lenguas[nota].
A lo largo de este libro van a desfilar cientos de palabras, con el significado primitivo y la evolución que han descubierto muchas generaciones de estudiosos, por lo que quiero terminar con dos advertencias. La primera es que en una obra de esta naturaleza, que quiere ser accesible para cualquier lector medianamente culto, hay que simplificar forzosamente. La historia de algunas palabras daría para un libro entero, y muchas merecen como mínimo un extenso artículo (uno de nuestros capítulos estárá dedicado, de hecho, a una sola palabra). En este libro no podremos dar más que unas pinceladas ―pero que trataremos de que traicionen lo menos posible los hechos descubiertos... o las conjeturas. Porque la segunda advertencia es que muchas palabras se resisten a desvelar sus orígenes. Y en ciertos casos hay discrepancias incluso entre expertos: por ejemplo, la palabra guasa (que, por cierto, es muy bonita) se puede atribuir tanto a las lenguas indígenas del Caribe... como al árabe[nota].
He intentado recuperar en este libro el asombro y el vértigo que me produjo ver por primera vez la lengua “en tres dimensiones”, con toda su carga de historia y de variación. Ojalá haya podido transmitirlos al lector.
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Nota sobre las palabras extranjeras[nota] Este es un libro de divulgación, que quiere acercar cuestiones lingüísticas con frecuencia complejas a personas sin una formación específica en ese terreno. Se propone presentar las palabras de lenguas antiguas de modo que pronunciadas suenen lo más cercanas posible a como creemos que eran las palabras originales, pero sin complicar la vida del lector más que lo imprescindible. Para ayudar, por ejemplo, acentuaremos las palabras latinas (aunque el latín no se acentuaba). Las palabras de lenguas que se escriben con otros alfabetos, como el griego o el árabe, aparecerán transcritas al alfabeto latino. Pero muchas lenguas tienen sonidos propios, de modo que para marcar las diferencias más importantes utilizaremos algunas convenciones. Usaremos // para representar la pronunciación. En general: g es siempre suave: el sonido de g ante a, o; h suena aspirada (como una /j/ suave); kh indicará el sonido de /j/; ll suena como dos eles (y no como elle); ph suena como /f/; sh como en inglés y th como /z/. En árabe ’ indica pausa con un leve sonido gutural (de garganta); q es como nuestro sonido /k/, pero más gutural. |
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1. En el arco iris Ya que hemos empezado hablando de colores, bien podemos dedicar un capítulo a este tema, que nos pondrá en contacto con muchas de las cuestiones que vamos a recorrer en las páginas siguientes. Parecería que los nombres de color ―un elemento tan básico de la vida diaria― tendrían que ser un conjunto inmutable dentro de una lengua, pero la realidad no es así. El abanico de nombres de color del español muestra ya la variedad de las influencias sobre nuestra lengua. Negro y verde vienen del latín, blanco del germánico, azul del sánscrito a través del persa y el árabe, y marrón del francés, donde significa ‘castaña’. Amarillo tiene un origen curioso: probablemente venga de amarus, ‘amargo’ en latín, por el color de la piel de los que tenían la enfermedad de la ictericia (que por cierto viene de la palabra griega para ‘amarillo’). Esta enfermedad la causa la acumulación de la amarga bilis en la sangre (de nuevo los humores del cuerpo, como en melancolía). El color amarillo en la cara no solo es signo de enfermedad, sino también de pasiones fuertes, como la envidia o el amor. Así le describen a un caballero cómo reacciona su enamorada cuando le hablan de él (Libro de buen amor, siglo XIV[nota]):
Quedo significaba ‘en silencio’. Y más abajo hablaremos de bermejo.
Cada lengua corta el arco iris por donde le parece, y lo que es un color para unos hablantes puede ser dos distintos para otros... o viceversa. Por ejemplo: el latín tenía dos palabras para ‘blanco’: candidus ‘blanco brillante’, y albus, ‘blanco mate’. Pero traído por los pueblos germánicos vino un único término blanco (aún hay huellas de él en alemán y en inglés), que desplazó esos dos nombres, aunque permanecen sus derivados. Ya hemos dicho que candidato viene de cándidus, y en español tenemos otras palabras del mismo origen, empezando por cándido, ‘inocente’ (el blanco tiene en nuestra cultura connotaciones positivas). También comparten esa raíz candente (se aplica al metal que está tan al rojo que brilla) o las canas, ‘cabellos blancos’. La otra palabra latina para ‘blanco’, albus, fue la más extendida en el castellano antiguo, y se encuentra mucho en nombres de lugares, como Montalbo o Peñalba (porque los nombres de lugares o personas tienen también su historia). Por otros caminos nos ha dado el alba o ‘amanecer’ y una interesante derivación, que entró tarde entre nosotros: el álbum. Originariamente era una especie de pizarra blanca donde los funcionarios romanos escribían los edictos; la palabra la recuperó el alemán como ‘libro en blanco en el que dibujar o escribir’, y nos llegó a través del francés. Si en el siglo XIX y principios del XX era el libro que las jovencitas ofrecían a un poeta o un artista para que le dejaran un recuerdo, luego el álbum se convirtió en el soporte para pegar unas figuritas de colores: sí, los cromos. Cromo, ‘estampa infantil coleccionable’, es la reducción del término cromolitografía, que es el nombre del procedimiento industrial con el que se hacían, y precisamente viene de la palabra griega para ‘color’, khroma, junto con la raíz de ‘piedra’, lithos, y la de ‘escribir’, grafía (en el cap. 15 veremos cómo el griego proporciona piezas para crear todo tipo de palabras). De la palabra griega para ‘blanco’, leukós, tenemos algunos derivados científicos, como leucocito, el ‘glóbulo blanco’. El escritor José María Blanco White (1775-1841) provenía de familia irlandesa por parte de padre y firmaba con la forma española e inglesa de su apellido. Convertido al protestantismo y exiliado, adoptó el pseudónimo de Leocadio Doblado, que era transparente para quien supiera lenguas clásicas: ‘dos veces blanco’. Leukos proviene de la misma raíz indoeuropea que el latín luna, ‘luna’, o lucere, ‘brillar’, de donde viene el castellano lucir o luz[nota]. En el cap. 3 veremos la larga historia de las palabras indoeuropeas.
Sabemos que melancolía era la forma griega de ‘bilis negra’, pero existe una palabra latina que recoge idéntica idea: atrabilis, de donde viene atrabiliario, que también refleja una peculiaridad del carácter: ‘de genio destemplado y violento’. De la misma raíz que melancolía tenemos el pigmento melanina (que da al cabello o la piel el color negro), o el nombre Melanesia: nesos es ‘isla’ en griego, como se ve en Polinesia, ‘muchas islas’. ‘Negro’ en latín era niger, nigri (las palabras latinas o griegas tenían muchas veces dos raíces para sus distintos casos, y puede convenir citar ambas). De ahí viene negro, pero también denigrar, ‘poner negro, manchar’ en el sentido figurado en que decimos “manchar una reputación”. En general, los colores oscuros no tenían ―ni tienen― buenas connotaciones, y eso se ve en otra derivación: nuestro hosco viene del latín fuscus, ‘pardo oscuro’ de donde pasó a significar en español ‘arisco, ceñudo’. Del mismo origen es ofuscar, ‘trastornar las ideas’, que es lo opuesto de la claridad mental.
Rojo es de origen latino (de russeus, ‘rojo fuerte’), pero no es ni mucho menos la única palabra para referirse a ese color. También está carmesí, que viene del árabe, por el nombre del insecto quermes, un parásito de las encinas de donde se obtenía un tinte de ese color[nota]. Carmín procede de la misma raíz, y hoy se emplea sobre todo para el color de los pintalabios, aunque caben otros usos más siniestros, como este de Machado:
Grana es el plural latino de granum, ‘grano’, y se aplicó a las agallas que el mismo quermes hace brotar en los árboles (y son las que producen el tinte). El uso de esta palabra quedó inmortalizado en la famosa copla de ambiente taurino:
Bermejo, que acabamos de ver en acción en el Libro de buen amor, es otro término para ‘rojo’, que ha tenido más éxito en el portugués vermelho o en el catalán vermell (de donde viene, por cierto, nuestro nombre de color bermellón). Todos ellos vienen del latín vermículus, diminutivo de vermes, ‘gusano’, a causa de... (el lector lo habrá adivinado) ¡el insecto que provoca las agallas que producían el tinte que daba el color! Otro nombre para el color rojo es escarlata, que viene del latín sigillatum a través del árabe y del griego[nota]. Sigillatum significaba 'estampado': lo que estaba ‘marcado con el sello’ o sigillum. Sigillum, por cierto, dio lugar por un lado a nuestro sello, en su significado antiguo de ‘molde para imprimir una forma’, como en sortija de sello, con la que se deja una huella en el lacre para cerrar un sobre. Por otro lado, de la misma palabra viene sigilo, ‘secreto, silencio’. Sigillatum dio el árabe siqlatun que se convirtió por fin en escarlata (si de sigillatum se puede llegar a escarlata... cualquier cosa puede convertirse en cualquier otra). Por último, de ahí viene la escarlatina que tan rojos pone a los niños. Un nombre muy corriente para el rojo es colorado, que al principio quería decir sencillamente ‘coloreado’. Y encarnado fue, desde el castellano antiguo, otra forma común de llamar al color ‘rojo vivo’; viene, por supuesto, del mismo origen que carne. Uno podría preguntarse: ¿y a qué vienen tantísimas formas de decir ‘rojo’? (ya hemos pasado revista a ocho). Como hemos visto, algunos son muy antiguos (bermejo, colorado, encarnado), pero la lengua muchas veces se resiste a prescindir del todo de una palabra, cuando llegan otras traídas por nuevos procedimientos o técnicas (escarlata, carmesí, ...). La ventaja es que así hay donde escoger. Por ejemplo: los escritores siempre han sacado muy buen partido del carmesí; veamos a dos poetas románticos, uno español y otro argentino, utilizándolo con gran placer:
Por último, recorreremos algunos rojos ocultos. La palabra miniatura no significaba originariamente ‘pequeño’, sino ‘pintado con minio’, que es un óxido de plomo rojo anaranjado. Las viñetas de los códices medievales, hechas con minio, eran de pequeño tamaño y la palabra pasó a tomar ese sentido. El latín tenía otra palabra para ‘rojo’: rubeus, ‘rojizo’, de donde vino nuestro rubio (que hoy está especializado para el cabello). De ahí vienen también rúbrica, ‘parte de la firma’, que originalmente era el nombre de los rótulos de los manuscritos, que estaban en tinta roja. El rubor o enrojecimiento del rostro (por ejemplo, de vergüenza) tiene el mismo origen, igual que la piedra preciosa rubí, y que la enfermedad rubeola.
Verde tiene origen latino, y de su nombre derivan, como era de esperar, las verduras. Por cierto, la castiza berza significa lo mismo, pues viene del plural latino viridia, ‘cosas verdes’. Además el color muestra algún derivado sorprendente: verdugo originariamente quería decir ‘rama verde’, que se usaba sobre todo para propinar azotes. De nombre del instrumento pasó a nombre de la persona que lo esgrimía (este curioso mecanismo lo vamos a ver detenidamente en el capítulo 14). Y por último volvemos a encontrar este color bajo su forma griega khlorós en el elemento químico cloro y en clorofila, de fillon, 'hoja'. Otras palabras más ocultan también relaciones con el color. Cerveza viene de la palabra celta cervesia, que los romanos cogieron de los celtas, y significaba ‘del color del ciervo’[nota]. Ciruela quiere decir ‘del color de la cera’. Y la más reciente, margarina, sustancia inventada en 1870 cuando el emperador Louis Napoleon pidió un sustituto más barato para la mantequilla. El químico Hippolyte Mège-Mouriez la creó a partir del ácido margárico, que tomó su nombre del griego margarón, ‘perla’, porque formaba gotas de ese color y aspecto[nota]. A propósito: margarita, que viene de esa misma palabra griega, fue en español nombre de la perla, antes que de la flor, lo que explica la frase evangélica (Mateo, 7, 6) “echar margaritas a los puercos” (arrojar un vegetal ―aunque sea una flor― a estos animales no parece muy desbarrado, pero ¿perlas?).
Bien: este breve recorrido por un puñado de colores habrá bastado para que el lector se haga una idea de las sorpresas que esconde la historia de nuestras palabras. A la vista de esta sorprendente riqueza de orígenes, matices, significados y derivaciones uno tiene el derecho de preguntarse por qué se producen tal cantidad de palabras, por qué cambian tanto, y cómo viajan de esa manera. A averiguarlo está dedicado el resto de este libro...
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Probablemente el lector, la lectora que me hayan seguido hasta aquí mirarán de otra manera a partir de ahora las palabras que salen de su boca, las que escriben. Sabrán que no hay prácticamente ninguna de ellas que signifique ahora lo que quería decir cuando nació; serán conscientes de las fuerzas que operan para cambiar su forma, de las tensiones que se ciernen sobre su sentido. Se sentirán parte (en cuanto hablantes que repiten lo que oyeron, que innovan cuando les parece necesario, que se permiten jugar con las palabras) de ese colosal movimiento que hace nacer y morir las lenguas. Se sabrán un eslabón vivo de esa cadena de siglos que en cada momento hace que nos entendamos y que a cada momento pone los cimientos del cambio… Pero por otra parte, habrá visto cómo las sociedades ―y por tanto las lenguas que hablan― no están aisladas: desde los inventos más modernos hasta los temas íntimos, no hay un terreno en el que no se note la influencia de otras lenguas, de otras costumbres. Ni los hombres ni las lenguas están aisladas, y no hay tarea más colectiva, más plena, que el tejer y destejer las palabras en el tiempo.
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El gran diccionario etimológico del castellano es el de Joan Corominas y José Antonio Pascual en seis volúmenes, pero es mucho más accesible la versión abreviada:
Una obra preciosa que explica cómo se interrelaciona la historia de las palabras con la sociedad en la que están es:
Para las huellas del indoeuropeo en la actualidad contamos con un libro muy ameno y con un buen diccionario:
Sobre el griego puede utilizarse este claro librito (aunque hay que saber leer griego para usarlo):
Los arabismos están recogidos en este diccionario (no hace falta conocer la escritura árabe para leerlo, aunque a veces puede ser complicado para el no-especialista):
De nuestro primer diccionario hay una edición reciente que incluye el texto electrónico en dvd:
Las siguientes obras tratan aspectos de diversos capítulos. En el caso de que no haya una obra accesible en español, proporciono bibliografía en francés o en inglés que también puede ser útil para los hispanohablantes. Cap. 2:
Capítulo 4:
Capítulo 6:
Cap. 10:
Cap. 12:
Las siguientes obras tiene también utilidad:
Hay diccionarios generales que contienen información sobre etimologías. Para el español, francés e inglés son útiles respectivamente los siguientes:
Pero si una persona ―cualquier persona― quiere saber desde cuándo se usó una palabra tiene varios recursos a su alcance. En el sitio de la Real Academia, apartado “diccionarios académicos”, puede consultar en cuál de ellos apareció antes (y seguir luego su evolución). Y en “Consulta Banco de datos” / “Corpus histórico” puede ver la palabra que le interesa en acción siglo tras siglo, dentro de todo tipo de obras, literarias o no. Por otro lado, en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes una búsqueda del término de su interés en “Contenido de libros” le llevará a una parte sustancial de la literatura española e hispanoamericana.
Pero para escribir este libro se han consultado medio centenar de referencias bibliográficas y se han extraído ejemplos de muchas fuentes. La bibliografía utilizada, la fuente de los textos y otras muchas cosas se pueden encontrar en este sitio web. |
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Creación,
1 de septiembre del 2006 |