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Las Cabezas Peludas

Ya entrada la noche, en la torre del campanario de nuestra ciudad paternal, a menudo se veían distorsiones en las sombras. Habían quienes decían que eran lechuzas, otros afirmaban que eran cabezas peludas.

Los incesantes ataques de los corsarios ingleses y los piratas franceses causaron que la ciudad de San Juan de los Remedios del Cayo fuera trasladada de su ubicación original. Fundada en el año 1510 en la costa norte de Cuba, cerca de donde hoy se encuentra Jinaguayabo, resistió la ira de salvajes como Francis Lollonais por muchos años. Eventualmente el gobernador de la corona ordenó echar nuevos cimientos a unos siete u ocho kilómetros tierra adentro, donde la encontramos en nuestros días.

Aun en la nueva ciudad muchas de las calles más antiguas no son rectas. Parecen ser rectas, pero no se ve más allá de tres o cuatro cuadras. Diseño evasivo, porque los ataques continuaron por muchos años más.

En Remedios, como le llamamos todos, habían dos iglesias católicas. La iglesia del Buen Viaje y la iglesia del Carmen. Recordamos la del Carmen ser de concreto, con el altar enchapado en oro, y de dimensiones gigantescas en general. Detrás de la sacristía tenía un monasterio, con su patio interno donde crecía una parra de uvas.

La iglesia del Carmen también tenía un campanario. Una torre sin paredes donde las columnas se ataban por arcos, formando varios pisos. Muy normal en las iglesias de la América colonial.

Nos contaban nuestros tíos que por las noches el campanario era un lugar peligroso. Nos imaginábamos que era porque al no tener luz eléctrica existía la posibilidad de pisar donde no era. Pero según ellos, era porque salían cabezas peludas que lo hacían a uno tropezar. Y si te caías para afuera de la torre, no iba a quedar mucho para hacer el cuento.

Después nos dijeron otros tíos que no existían tales cabezas. Que eran lechuzas que vivían en el campanario. Pero si por sorpresa le salía uno de esos bichos a uno, podía terminar estrellado de la misma forma. Nunca llegamos a subir allá arriba, ni de noche ni de día. No era miedo, simplemente no logramos abrir la puerta por donde colarnos.

Allá en Remedios, ya interesados en el enigma del campanario, una noche participamos en una reunión de otros viejos. Se pusieron hacer cuentos de fantasmas. Resulta ser que Remedios siendo una ciudad tan vieja, con tantos momentos sangrientos en su historia, era muy activa en su vida sobrenatural.

Oímos el cuento del fantasma viajante. Este espíritu salía en la carretera que iba al pueblo de Yaguajay. Se le montaba en la parte de atrás de la bicicleta o el caballo de quien viajara por allí de noche. Hasta en los automóviles antiguos se había montado. Lo que nos sorprendió fue que para los viejos en la reunión lo incorrecto no era que se montaba, o ni siquiera que era un fantasma, si no la falta radicaba en que no pedía permiso ni daba las gracias. Pero bueno, lo aceptaban porque así son los muertos.

En una casa cercana de donde nos encontrábamos dijeron que las muchachas que allí vivían tenían que tener mucho cuidado a la hora del baño. Habían visto un hombre mirándolas en tales ocasiones. Y cuando se formaba la gritería, el falta de respeto se mandaba a correr por dentro de toda la casa. Una vez el padre de las muchachas le cayó atrás, en la carrera logró agarrar el revolver y la persecución los llevó hasta el patio de la casa. Antes que el sinvergüenza lograra brincar la tapia de un salto, el padre le disparó dos veces. Este señor sabía usar el arma y por su estimación le sonó los dos plomazos. Ya eran varias las personas envueltas en la carrera y enseguida también brincaron la tapia, sólo para no encontrar ningún rastro del descarado. Este muro era de concreto, de unos seis o siete pies y daba a una calle. Al oír los disparos dos o tres personas en tal calle miraron hacia aquella dirección y afirmaron no haber visto a nadie hasta que el padre brincó el muro.

Este caso sí disgustó a los viejos. No sólo por la falta de respeto tan grande del muerto, sino porque cuando un fantasma se enamora, la cosa puede terminar en fatalidad para la muchacha.

Y claro está, tuvimos que mencionar las lechuzas del campanario cuando aquello se estaba poniendo bien tétrico. Una señora mayor que integraba el grupo nos miró con ojos cariñosos. Soltó una de esas sonrisas silenciosas, de las que las madres dan cuando tratan de enseñarle algo complicado a sus hijos pero en su intuición maternal saben que los niños, no importa la edad, sólo pueden asimilar un poquito cada día. Y nos dijo:

-“Sí, allí también hay lechuzas”.



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Última Revisión: 1 de Julio del 2003
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