Rompí a llorar de forma ruidosa a las siete horas de tu partida. Hasta el momento me mantuve serena y fría, intentando controlar la situación, conteniéndome como hago siempre. Pero al fin entendí lo que significaba verte al otro lado del cristal. No volver a ver tu cara. Que tú no vuelvas a ver la mía.
El día se convirtió en una sucesión de personas sin rostro que pasaban por mi lado sin decir nada. Primos lejanos. Vecinos vuestros. Y entonces, al final de la tarde, llegó el innombrable. Pasó por nuestro lado sin siquiera mirarnos, mascando chicle, levantando el mentón y saludando como lo haría una estrella de cine a sus fans. Se dirigió a esos primos y tíos lejanos, a los vecinos del barrio, y no tuvo el valor de acercarse a ella y darle un abrazo.
Cuando se iba, yo fui detrás. Te juro que no sabía lo que estaba haciendo. Al principio sólo quería clavarle los ojos en la nuca, odiarle intensamente mientras se iba, pero todo a mi alrededor se volvió negro y salí detrás de él. Le grité entre lágrimas de rabia que a qué había venido. Que tú ya estás muerto. Que debió haber venido antes. Que te echó de su casa. Le grité muchas cosas que no recuerdo. Dejé de sentir las manos. Mi hermana me sujetó para que parase. No sé qué hubiera pasado si nadie me hubiese parado. Lo quería matar por todo el dolor que te ha causado. Quería retorcerle por dentro igual que él hizo contigo. Vengarte.
Te acostabas todas las noches pensando en tu hijo. Le querías, a pesar de todo. Él no te conoce. No sabe que en tu mesilla hay sólo una foto: la suya. No pude evitarlo. No me arrepiento de haberle gritado. Alguien tenía que decírselo. No podía irse así, con la cabeza alta y la sensación del deber cumplido.
Te voy a echar mucho de menos.