Fotos Tanci
Con entusiasmo
me acerqué a la farola
que destacaba
en la vieja ventana.
Sólo quise prenderla.
Fotos Tanci
Con entusiasmo
me acerqué a la farola
que destacaba
en la vieja ventana.
Sólo quise prenderla.
Ayer pasé por el molino de gofio. La tarde lluviosa y gris presagiaba un tiempo otoñal que tanto venía deseando durante el verano. El alisio cargado de humedad nos acompaña eternamente y es bueno que así sea porque los campos de hierba no terminan de amarillear permaneciendo verdes, aunque no sé si es bueno para la cosecha del cereal. Nada más acercarme a varios metros de distancia del molino de gofio, el olor me transportó a tiempos infantiles en los que ir a la molienda de la mano cálida de mi abuela era como dar un largo paseo por caminos y veredas cuyas orillas estaban festoneadas de florecillas amarillas, de las trebinas que poblaban parte del trayecto. De tramo en tramo yo recogía algún chupón de tallo largo donde se mantenían colgando esas florecillas y me lo llevaba a la boca sacándole todo el jugo que podía. El sabor era ácido pero dejaba la boca fresca y olorosa. Después de mascarlo varias veces me deshacía de aquel envoltorio totalmente triturado. Yo me dejaba guiar dócilmente llevando el mismo paso que mi abuela y sabía, porque mi corazón así lo dictaba, que ella se sentía satisfecha y feliz conmigo a su lado. Por mi parte, me sentía segura y tranquila por aquel camino que ella conocía a la perfección y del que yo lo ignoraba todo. Yo sólo lo descubría olfateando la humedad del ambiente, la brisa ligera, la hierba recién serenada con pequeñas gotitas sobre ella...La vereda al fin y al cabo.
Antes de salir de la casa, ella sacaba la burra del establo y la albardaba. De ojos canelos y pelambre un poco larga, casi del mismo color que sus ojos, se dejaba acariciar por su dueña. Alrededor de sus ojos tenía colocados dos anillos de pelo blanco que parecían la montura de unas gafas de vista ovaladas. Mansa, lenta y tranquila, la burra hacía lo que mi abuela, también con su armoniosa lentitud, le ordenaba. Esperaba quieta y paciente a que le pusiera sobre su lomo el saco protector de arpillera canela, como si de una cálida mantita se tratara, y más tarde colocaba la albarda sobre ese saco protector. Encinchaba con una especie de correa gruesa debajo de su vientre blanco, ajustando con relativa fuerza la hebilla para que la albarda no se moviera hacia los lados. Ajustaba también a su cuello el pretal de tal manera que la albarda no pudiera deslizarse hacia atrás. Cuando mi abuela ajustaba las cinchas sobre las ancas del animal, vigilaba que estuvieran bien colocadas para que no se le fuera la albarda para adelante al animal. Después sacaba su cola a través de la cinta de cuero que pasaba justo por debajo de la cola para que quedara libre de movimiento, al tiempo le daba unas palmaditas cariñosas en el lomo y acariciaba con ternura aquel manojo apretado y cilíndrico de pelo canelo que caía como una cascada sobre sus patas posteriores. Me asombraba ver que nunca la burra levantó sus patas traseras como queja o porque estuviera enrabiscada. Esta acción, ponernos detrás de las patas traseras de las bestias o a su lado, estaba totalmente prohibida a los niños. A no ser que estuviéramos en compañía de un adulto. Pero esta burra respondía dócilmente a los halagos de mi abuela y se dejaba llevar por su manejo. A mí me encantaba cuando bajaba su cara y yo podía alcanzarla para tocarla entre sus dos ojos al tiempo que notaba su respiración tibia en mi brazo.
Después cargaba los dos sacos de trigo y millo, uno a cada lado de la albarda apretándolos bien con las sogas atravesadas, dando al final garrote con una soga más gruesa para que los dos sacos quedaran totalmente inmovilizados. Después emprendíamos la marcha hasta el molino de gofio más cercano. Allí siempre había cola y cada persona llevaba su carga. Fuera mayor o menor debía esperar y tener paciencia ya que la molienda era un proceso artesanal y lento. Por fuera de donde estaba el molino habían dos rústico bancos hechos de madera de pino donde se sentaban los clientes mientras esperaban a que se tostara y luego se moliera el grano. Los niños allí concentrados teníamos una buena excusa para cultivar nuestra paciencia y era esperar por las rosas que salían florecidas del millo y que se nos ofrecía como un gran regalo para nuestro disfrute.
Una vez se molía el grano, mi abuela y yo emprendíamos el camino de regreso inundadas ambas del mejor aroma que mis sentidos puedan, a día de hoy, recordar. De caminar ahora por aquella senda, segura estoy que me envolvería de nuevo el perfume embriagador y que jamás olvidaré.
Mi abuela regresaba contenta y satisfecha sabiendo que tenía suficiente sustento para buena parte del tiempo en aquella casa.