Foto Tanci
Llegando octubre sabíamos que la fiesta de la vendimia en aquella casa rural estaba servida y bien asegurada. El día 12 de octubre no había escuela y pese a que casi el verano estaba dando sus últimos coletazos, siempre era un día radiante de sol y calor. Mis padres, cerrando el negocio, nos llevaban a todos en el pequeño coche Ford Anglia de color azul, llenaban una cesta de madera tipo barca con diversas viandas cubierta con un paño bordado blanco impecable y que mi madre se encargaba de colocar encima. Una vez puesta en el maletero del coche, nos trasladábamos por las carreteras de curvas cerradas e interminables hasta llegar a la casa de la abuela para ayudar a vendimiar. Nosotros no éramos menos en esta tarea. Nos movíamos entre mandados, recados y el acarreto de algún cesto, tijera de podar, cuchillo, paño, botella, vaso o bandeja que se necesitara, además de otros artilugios o herramientas que se utilizaban en las huertas y bajo las parras. Los pequeños éramos los artífices de ese ir y venir desde el lugar de la recogida de la uva en las huertas diseminadas en los alrededores de la casa, hasta el sitio sagrado del pisado; el lagar. Nunca nos cansábamos y cuánta más algarabía había, más nos afanábamos en nuestros juegos. Pensábamos que nadie estaría pendiente de alguna travesura como era jugar con la manguera a chingarnos o llenar los cubos con agua… hasta que la abuela mandaba a parar. Ahí era cuando nos pedía nuestra colaboración animándonos a que lleváramos alguna garrafa o vaso de cristal hasta el lagar…
A nuestro entendimiento y mediante nuestros cándidos corazones apreciábamos el esfuerzo de nuestros mayores a través de aquellas gotas de sudor que caían por todo el rostro, patinando lentamente entre las barbas y bigotes no rasurados de los hombres. Salidas como de un manantial, se perfilaban, brillantes, también a través de las esterillas de sus sombreros de paja. Los otros, los de tela de paño envejecido por el uso, empapaban una y otra vez esas gotas e iban dejando un surco húmedo con una tonalidad más destacada que el resto del sombrero. Si el sombrero era gris, la franja destacada de humedad se tornaba gris oscuro. Si el sombrero era canelo, esa franja era de un canelo mucho más oscuro.
Mi abuelo portaba sombrero canelo pero cuando se metía en la tina para pisar las uvas se lo quitaba y lo dejaba enganchado en una de las horquetas que estaban apoyadas en uno de los laterales del lagar. Pero de igual manera le rodaban aquellas pequeñas gotas relucientes que se deslizaban por la frente y la nariz, mientras que sus cachetes tomaban una tonalidad rosa encendida. Su tez se mostraba más tersa y resplandeciente... pese a su barba de días.
Después de haber hecho la descarga de los cestos que llegaban llenos hasta el borde de racimos dentro de la tina, y una vez que la mayor parte de la uva se había pisado y despachurrado, entonces los hombres hablaban de empezar a hacer la torta. Ésta era la parte antepenúltima de la vendimia dentro del lagar y para ello había que estrujar con los pies a modo de danza y casi como un zapateado la uva, los restos de pieles, semillas y bagazos.
La torta me sonaba, como algo dulce y comestible… y es que lo era, pero demasiado grande, robusta y compacta… Sólo que su función era otra. Quedaría aplastada bajo el peso de la gruesa y larga viga para entresacar al máximo hasta la última gota de mosto. Aquella masa en principio deforme y apenas redonda y abultada, de casi metro y medio de diámetro y más de un metro de alto, formada de bagazos, uvas pisoteadas y aplastadas, iba conformando una especie de tartaleta justo debajo de la gruesa viga de pino que cruzaba, por la mitad y en lo alto, la tina grande del lagar. Me maravillaba con qué maña se juntaban, mediante un sacho, todos los restos de pieles y orujos que quedaban pegados en el suelo, esquinas y paredes del habitáculo cuadrado y cómo con la pala se ayudaban para recoger los montoncitos que acercaban al lado de la incipiente torta para colocarlos sobre la misma, a la vez que se iban recortando y palmoteando los posibles salientes de ese redondel. Debía quedar bien centrada debajo de la majestuosa viga que haría de prensa. Para ello y para que quedara justo en el centro ese redondel o torta, se dejaba caer desde cada uno de los laterales de esa viga, tanto por un lado como por el otro, unos cuantos bagazos haciendo las veces de plomada de albañil. Así se sabía por dónde aplicar el recorte de un lado o del otro de tal manera que quedara proporcional y equilibrada en altura y en anchura.
Mis ojos no se apartaban de semejante laboriosidad. Con asombro veía cómo la remataban poco a poco pues apretaban y emparejaban empleando sus manos hábiles y robustas, a la vez que la comprimían hábilmente con los nudillos y con las manos. Más bien parecía que acariciaban un gran pastel de frutas. Ahora solo faltaba arropar ese gran pastel mediante la soga, gruesa, redonda y larga; tanto, que el trabajo lo realizaban entre dos hombres arrollando y ciñendo en espiral desde la base hasta la parte más alta dejándola abrigada y vestida por completo.
Yo esperaba, atenta, el momento en que lentamente la viga iba bajando, y veía como daban vueltas y más vueltas al husillo que lo atravesaba una horqueta gruesa a través de un agujero. Hasta que por fin la viga llegaba hasta la torta para apretarla todo lo más posible contra el piso, logrando que la piedra con todo su peso, quedara levantada en el aire ejerciendo de contrapeso a la viga que escacharía la torta hasta lo máximo. Así quedaría elevada la piedra durante horas hasta que a través de los resquicios de la soga y bajando hasta el piso se veía brotar y deslizarse el líquido brillante, claro y dulzón que rodaría hasta pasar por la canaleta de madera yendo a parar a la tina pequeña. Yo observaba ese momento en que los hombres lo probaban poniendo un vaso en esa canal que comunicaba las dos tinas y que en un momento recogían casi lleno para probarlo. Mi abuela nos tenía prohibido acercarnos en esos momentos en que la piedra flotaba.
Entre tanto y entre los allí presentes la conversación giraba en torno al gusto, sabor y paladar de ese jugo recién exprimido.
-No tiene mal cuerpo- decía uno.
–Parece que este año está más dulzón- decía el otro.
– Sí, el verano ha sido bastante soleado- aseveraba otro…
Y yo sabía que algún sorbo dulce y fresco de ese elixir llegaría como ofrecimiento especial hasta mis labios.
Mientras, un poco más abajo del lagar, sobre la mesa alargada y rectangular del comedor de la casa familiar, mi abuela, mi madre y mis tías preparaban el almuerzo para todos los reunidos a la fiesta de la vendimia. El olor a pescado salado conjuntamente con las papas bonitas arrugadas y recién sacadas del fuego impregnaba la cocina. En el centro de la mesa una botella llena de mojo colorado y a los lados dos bandejas con el gofio amasado partido en rodajas daban un toque de color exótico. Todo regado, cómo no, con vino blanco de la cosecha del año anterior. De postre unos suculentos y bien escogidos racimos de uva dorada que mi abuela, experta ella, se encargaba en seleccionar. El almuerzo se prolongaba con una amena charla hasta que el café burbujeaba…
Entretanto en el lagar, la piedra permanecía sola, muda, sin manos que la columpiara. Así se quedaba el tiempo necesario hasta que no saliera ni una gota a través de los resquicios de la torta. Apenas si acaso, se balanceaba levemente por una suave y ligera brisa fresca que llegó y la besó.
Foto Tanci
"Vino, enseñame el arte de ver mi propia historia como si esta ya fuera ceniza en la memoria"
(Jorge Luis Borges)