Fotos Tanci
La piscina de mi infancia era la tanquilla de lavar la ropa. Tenía forma alargada y estaba hecha de mampostería con arena traída del barranco del pueblo limítrofe y de cemento. Quedaba a la altura de la cintura de la gente mayor. Dos grandes y pesadas piedras molineras casi rectangulares componían la parte inclinada donde se batían y estrujaban sábanas blancas y las mantas de rayas de algodón y las piezas que componían nuestra vestimenta así como la de los adultos. ¡Qué arte tenía la abuela para restregar cada una de las piezas después de haberles pasado varias veces con la pastilla de jabón entreverado azul y blanco! Parecía que la abuela, con aquella pastilla, acariciaba cada prenda repasándola varias veces, tanto por un lado como por el otro; con rapidez y no con falta de energía, impregnando y dejando pequeños restos o lascas de jabón sobre la ropa. Una vez colocada la pastilla a un lado de la tanquilla y sobre un pequeño soporte de madera hecho artesanalmente, estrujaba la prenda con una mano y con las dos, varias veces, torciéndola y retorciéndola sobre las piedras de ojos huecos de las que nunca salía un lamento…
Era un espectáculo ver el movimiento de sus manos al unísono con el jabón y la prenda entre sus dedos y sus caderas meneándose con un delicado y rítmico vaivén a modo de danza, similar a la de los elegantes danzones caribeños.
Al final ese baile terminaba cuando la abuela cogía por un extremo la ropa que ya había sido estrujada y la atizaba contra la piedra grisácea que se tornaba de un gris mucho más oscuro y brillante al estar en contacto con el agua. Me sorprendía al ver que la ropa nunca se quejaba como lo hubiera hecho yo si hubiera alcanzado unos buenos azotes; más bien el sonido que salía era una suerte de chapoteo musical con secos y sonoros tonos de percusión.
Eliminar el jabón y la espuma de la pieza en el agua que había sido renovada para tal efecto, era el antepenúltimo paso de esa tarea doméstica. Había que retorcerla quitándole el exceso de agua después de haber sido enjuagada, al tiempo que la abuela la sacudía en el aire intentando que parte de sus arrugas desaparecieran. La ropa limpia y olorosa pasaba, después, al barreño de zinc que descansaba paciente sobre el piso empedrado.
Cuando la abuela había terminado la colada ese día, se cargaba el barreño a la cabeza y lo llevaba hasta la era próxima que distaba unos cien metros más o menos de la pila de lavar. Allí, en la era, se improvisaba una tendedera con dos horquetas de brezo que, a modo de rogativa, extendían sus dedos hacia el cielo. De extremo a extremo de cada horqueta se colocaba una liña amarrada y bien tensada y que, vista desde el aire, hubiera sido una secante perfecta sobre esa circunferencia. El tendedero era de quita y pon ya que llegando la época de la trilla en el verano, había que ingeniar otros monturrios de piedras donde fijarlo. Las pequeñas piezas de ropa se depositaban sobre las varas de viña secas que estaban amontonadas en un rincón cercano a la era. No hacían falta pinzas ya que quedaban trabadas entre los pequeños palos delgados y cruzados entre sí.
Sabíamos, mis hermanos y yo, que una vez la abuela terminaba, podíamos nadar libremente en la piscina alargada de esquinas romas y batirnos en competición, con chapoteos de pies y manos, imitando el estilo de crol y braza desafiándonos a ver quien llegaba primero… El de mariposa ni lo conocíamos.
Las mariposas, para nosotros, no iban más allá de las que día tras día revoloteaban alrededor de los huertos que rodeaban la casa de la abuela. Seguíamos con nuestra mirada el aleteo nervioso de estos frágiles insectos. Nos atraían sus colores y la perfección de su simetría. Mientras, ellas, seguían su curso saltando de flor en flor o de col en col.