Foto Tanci |
La tía Josefita comía a los dos
cachetes. Saboreaba el pescado salado guisado o frito acompañado de un
estupendo mojo colorado canario, así como la exquisitez del gofio escaldado. No
faltaba en el plato un casco de cebolla que usaba a modo de cuchara para
atrapar la suculenta rala o masa, llamada escaldón, hecha con el caldo que
sobraba del pescado guisado conjuntamente con las papas, las zanahorias, la
calabaza y la pantana tierna, junto con los aderezos necesarios para este
inigualable guiso habitual en la casa familiar; la cazuela de pescado fresco.
Para paladear mejor el manjar, la tía Josefita se tomaba su tiempo, demorándose
en una suerte de ritual: escanciaba el caldo en el lebrillo, le añadía poco a
poco la fina harina del grano de millo o de trigo previamente tostado y molido
después y, por último, lo revolvía todo concienzudamente. El resultado era un
escaldón o gofio escaldado que podía revivir a un convaleciente. En efecto, el
escaldón amasado por la tía Josefita era una suculencia capaz de revitalizar a
cualquiera que tuviera el espíritu abatido, bien por el hambre, o bien por
otras carencias espirituales.
Cuando había potaje de verduras, la
tía Josefita no dudaba ni un minuto en apañar la lata del gofio de considerable
tamaño, y acompañar ese otro exquisito plato, de sí natural y sano, con unas
cuantas cucharadas de gofio. En más de una ocasión le quedaba un restito de
polvillo en la comisura de su boca, pero ella sabía perfectamente quitarlo a
tiempo con un gesto hábil, pasando la
lengua por los bordes de los labios. Así disfrutaba la tía Josefita.
Después de ordeñar las cabras y dado
que la leche permanecía tibia por unos minutos en el recipiente usado para tal
efecto, no dudaba en colocar un poco en una escudilla de loza de porcelana
blanca y revolverla también con gofio hasta conseguir una mezcla consistente,
en un medido punto que conservaba el estado líquido, pese a su solidez, que no
llegaba a ser espesa. Ese punto de consistencia que le daba era el más adecuado
para tomar la leche a sorbos sin tener que usar la cuchara para llevarla a la
boca. Prefería la tía el gofio de millo
y de trigo, ambos mesturados
(1) como era su decir. “Mesturado sabe
mejor, da mejor alimento y se agarra mejor a la espalda”.
Pero a lo que no estaba dispuesta la
tía Josefita era a comer aquellas cosas que no le entraban por los sentidos. O
bien porque las desconocía, o bien porque desconfiaba de su naturaleza de
procedencia o procesado, la tía Josefita rechazaba de plano todo aquello que
entendía que venía de un proceso de elaboración que trascendía la mera
manipulación tradicional del producto natural.
Llegaba la época en que se empezó a
introducir como cierta innovación culinaria el llamado “queso amarillo”, un
queso venido de Holanda y de marca Castillo, el jamón cocido en barras y la
mortadela italiana que, junto con otros escasos embutidos, eran las joyas de la
modernidad en cualquier cocina de clase
media.
Por ahí no pasaba la tía Josefita…
¿Qué es eso de que un queso fuera amarillo? El queso había de ser blanco, queso
de cabra o a lo sumo mezclado con el de vaca que le daba otro sabor más suave y
algo más cremoso. También podía ser de
leche de cabra, de vaca y de oveja. La tonalidad variaba apenas del blanco a un
color crema y el sabor se volvía más intenso… A súplicas de algún comensal de
los reunidos en la mesa familiar, para que probara el nuevo manjar, - pruébelo,
tía, pruébelo y después dirá… - ya dirá si le gusta o no…, la tía Josefita enrestada (2) en su opinión, negaba con
la cabeza y lanzaba sus dedos índice y pulgar en busca del trozo de queso
blanco que también aparecía como variedad en el plato donde se mezclaba con las
chacinas a modo de condumio.
La tía Josefita nunca se desconsoló
por esas viandas que en absoluto le llamaban la atención, ni por su color, ni
por su aroma ni tan siquiera por su paladar. Es más, siempre desconfió de las
mismas y se entretenía más en mojar un codo de pan recién horneado en un vasito
pequeño de vino de la cosecha del año, que depositar los ojos en cualquier vaso
de refresco coloreado y gasificado que los muchachos se privaban por beber en
el almuerzo.
Cuando en medio del disfrute y fragor
de la comida familiar alguien le preguntaba a la tía: ¿Cómo lo halla?, ella no
perdía tiempo en ñoñerías e inmediatamente tenía la buena y correcta
contestación: “yo bueno lo hallo” incluyendo en esa respuesta una gran dosis
de satisfacción y un bonito agradecimiento por aquella estupenda comida
compartida. Y seguía disfrutando con parsimonia, comiendo “a los dos cachetes”
Hoy la tía Josefita estaría, por su
modelo espartano de dieta alimenticia sana y frugal, dentro del modelo que
recomienda la OMS (Organización mundial de la Salud) ya que no sólo no abusó de,
carnes rojas, chacinas y embutidos, sino que, en el caso de éstos dos últimos, no hubo manera de que los probara.
Para ella esas cosas raras, nuevas y
extrañas al paladar eran motivo de desconfianza. Mejor un buen potaje de berros
recién cogidos un poco más allá de su casa, nacidos de manera silvestre entre
las pequeñas cavidades que dejaba el agua de los barrancos cuando corrían en
tiempo de lluvia. O un buen potaje de coles abiertas con trigo o incluso con
cebada. Mejor una buena tafeña (3) de
tarde en tarde, en un tostador de barro dónde el millo se florecía y el grano
de trigo se aderezaba con un poquito de azúcar.
La tía Josefita fue una adelantada
culinaria a lo que la OMS acaba de denominar como alimentos no recomendados
para consumir habitualmente, sean carnes elaboradas o
tratadas, o bien alimentos precocinados. Lo que ella denominaba de una manera
mucho más simple; “eso son pecinas"(4). Y a mi modesto entender, y visto lo visto, creo que pecinas son.
Foto Tanci
(1) Mesturado. Mixtura. Mezcla de varias cosas. También bebida mezclada de varios licores. Volumen II
(2) Enrestada. Encaprichada. Obstinada en algo. Emperrada en alguien o en algo. Volumen II
(3) Tafeña. Porción de maíz tostado hasta abrirse formando flor. Volumen III
(4) Pecina. Suciedad. Volumen III
"Tesoro lexicográfico del Español en Canarias"