Decidimos presentarnos allí igualmente.
A pesar de no guardar ya ninguna esperanza después de tantos años y equivocaciones, lo verdaderamente terrible habría sido enfrentarnos a la verdad y reconocer que en realidad no teníamos nada mejor que hacer.
De manera que fingimos.
Fingimos un suplicio en el que ya no creíamos; fingimos un dolor que habíamos enterrado hacía tiempo, bajo montañas de calmantes, somníferos y antidepresivos; y también fingimos aquel llanto desconsolado, aquellos quejidos lastimeros, que sin embargo sonaban tan reales, cuando el hombre nos dijo, una vez más y como bien sabíamos, que lamentaba los trastornos ocasionados, que sentía habernos molestado, y toda esa retahíla de disculpas que conocíamos de memoria.
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