Al regreso de mi estancia en ese peculiar lugar, pasé unos días intentando sintetizar lo que había vivido. Quise hacer un extracto que lo más significativo y para ello, determiné tres diferentes ámbitos. El Entorno, La Cultura y Las Personas.
El primero, define las condiciones ambientales y físicas en las que uno va a enfrentarse consigo mismo o con su profundo motivo de estancia allí. El silencio que se mezcla con el sonido de la misma naturaleza en ausencia casi total de maquinaria prescindible. Todo ese entorno favorece la introspección y la paz interior. A veces, el camino se hacía muy difícil puesto que la presencia junto a la costa de una montaña de 2000 metros, obligaba a largas y fatigosas subidas. Afortunadamente, en estos casos, el equipaje de los seis, era transportado en burro y la subida se hacía en interminables escaleras.
También la costa se presentaba como un remanso de agua prácticamente inmóvil. Parecía como si el mar quisiera respetar la meditación de los que allí estaban. Las mismas construcciones de los monasterios permiten tanto encontrar un rincones de retiro como que el sonido de un campana de llamada, llegue a todas partes. Todo aquello está pensado para el alma. De hecho, es lo único que importa. Y eso es algo que al llegar allí, hay que entender y aceptar. De otro modo, es mejor dar la vuelta.
En el ámbito anecdótico, recuerdo que la expectativa de una comida apetitosa me estuvo obsesionando bastante. Una mañana, al levantarme a la seis de la mañana, mi amigo Panos me dijo que había oído que debíamos bajar al refectorio si queríamos llegar a comer algo. Me di prisa, imaginando un delicioso café con leche y me encontré con un trozo de pescado hervido que nunca tuvo la intención de agradar. Aquello debía ser suficiente hasta la siguiente comida. Imagino que eso también ayudaba a “meditar”, pero a mi me obsesionaba hasta el desasosiego.