Entran soldados por el callejón Ronsin. Llevan
máscaras en las mejillas, de madera oscuras y
brillantes. Parecen rezar en voz alta. ¿Cantan? Entre
esas voces, una busca la columna por donde suben los
muertos de Rumania.
Miran desde el espejo con ropa del pasado. Han estado
lejos, entre pequeños hongos con curvas de seda.
Herederos de un pájaro dorado, siguen cantando en los
entierros, bailes o casamientos.
Los días azules bajan hasta endurecerse y brillar.
Caen como nieve. Tormenta de música en el bronce de
esta luz arbolada. El deseo del piano es no memorizar.
La musa quiere dormir, volverse desconocida, una
figura que el Sena no encuentre al amanecer.
Mira el callejón. Lluvia gastada sobre las paredes de la
música.
Ruinas de una fecha sin fin, las máscaras cerca.
La piedra en el silencio es una mesa invisible.
Noche flotante. Hacia arriba los ausentes, hojas
luminosas cayendo como estrellas sobre los techos.
En la frente de un campesino, calles con soldados que
se abrazan silenciosamente. Música que brilla.
[...]
Ha enrollado las cuerdas de unos pájaros sagrados. Las
manos del escultor obedecen a la piedra. Se multiplica
el silencio.
Ahí donde la luz parece agua tostada, no hay
contemplación, hay engaño. Árboles negros que, frente
a las virtudes del abatimiento, cantan.
[...]
Toda intimidad es milagrosa. Martilla el silencio que
une los pájaros a una pesadilla. Otra música oscurece
entre sus manos.
Esos manteles blancoa flameando frente al insomnio de
las esculturas recuerdan a los esclavos con la luna en
las rodillas: Noche que va hacia el horizonte contrario.
Su instinto de faisán oye las primeras exclamaciones.
Una bruma ruidos recorre la Avenida de las sillas.
Placeres veloces haciendo de la noche una sábana
antigua.
De "Rumania", en Rumania/Santa Isabel, Ediciones en Danza, 2012.