“La lucidez es la herida más cercana al sol”.
René CHAR
El ciego en el río
verano de 2011
Fuimos con mi hermana al río a que los chicos se bañen.
Me quedé embobada sobre el terraplén
oyendo gritar a un joven ciego
Tengan cuidado, vengan más para acá
que miraba hacia los ruidos de sus hermanos menores
peleándose con agua y riendo.
Tiresias era el lazarillo. El mediador sin vista.
Cerré los ojos y mastiqué los gajos de la mandarina
persiguiendo entrar en el olvido estético.
Anaranjadas chispas líquidas bebí
pretendiendo quitar transparencia a la situación.
Sobremesa
Sobra de conversaciones
que salpican, que nadie pidió como postre.
De recuerdos ablusados en hazañas cremosas,
fábulas elegidas porque sí, que nadie ordena.
¡Tanto espamento con las migas, che!
Gente que habla fuerte sobre platos saciados
que cree que sus cosas son necesarias de contarse,
que los demás no estamos en su escenografía.
Hablan, son atrevidos.
Se debe reír para tapar tanta pena, es domingo. Hablan.
Ajenos, lejanísimos hechos. Cuajados como leche con los ecos de fiestas mezcladas.
Carreras de zanjas de caballos de cosas compradas en Martínez y Cía. Ltda.,
de perejiles obesos, vinos dulces y Dios
que llega al campo en carreta
que lee la borra del café en terrazas no en tazas mal enjuagadas, desmultiplicadas.
Tremendas diapositivas, tremendos los perros conjeturales
que soltaban el hilo y se iban tras el costillar mascado.
Nada de perros tullidos para la conversa.
Ensayamos términos con qué cantar también, ah sí sí
al costado de las avispas y de alguna milonga.
“Acá se muere de 90 años… quién enterrará a quién…”.
“No es que se saqueen las palabras, hay otras… como tercerizar”, hablan.
Gamuza de color, la siesta dice: acá estoy.
“Tal vez extrañaría la arena, los caracoles… quién sabe, los separó su madre…”
Lloraban sin comprender.
Lloraban de sobremesa.
Y también eufórico, el invitado cuando todos se fueron, volvió y me besó.
Las corpulentas
De buenas dicen cosita linda a la tevé.
¿Pero de qué modo son fuerza?
No alcanzan a cruzar los muslos
las amolda su propia forma precipitada,
recostadas en su sueño, manejan motos
cosechadas en cuerpos ocupados de paciencia,
de bancos atardecidos.
Minga del sudor de la noche en que dormimos la piel
y ese asunto de las mechas bordadas con yuyos;
carbonatos violeta a las patas,
panorámicos pollos asfixian: pormenores para desentenderse,
comen canciones en dormitorios floridos.
El día está pesado: ojo de bife alzando el macetón.
Redondas, laboriosas sin hartura.
Cuando la abeja va a la uva es que está a punto:
paqué salir, mejor espiar de la persiana.
Probablemente no alcanzaría
con desovar goce en bailes groseros.
Paqué saltar cascada, mejor hornear esponjadas harinas
quedarse en el valle de la cama
hacer callar lechuzas, cavar potes color fiesta.
La costumbre es su estadío original.
¿De qué modo?
Las corpulentas distinguen:
cualquier campana no es quimera.
El acabamiento: sus cuerpos a los canes.
La naturaleza no reconoce geografía.
¡Qué les importa!
“La hija del carancho anda aprendiendo a volar”.
Ricardo ZELARAYÁN
Brenda me llamo
Llegó agitadísima al Cine Diana del barrio del Sindicato de la Carne.
Como una enciclopedia del movimiento,
agitadísima cargando un bebé gordo que se prende a su pecho escurrido.
Categóricos 18, 19. Jovencita más liviana que su sombra.
Y con dos preadolescentes más, escuderos.
Ofrecimos asientos y agua.
No advertí, en el fragor que era ciega.
“Brenda me llamo y vine porque me dijeron que acá puedo aprender carpintería,
yo quiero hacer algo por mí y por mi hijo”.
Tan abrumadora su fatiga, la respiración tensada,
el sobresalto para llegar, su flacura de laurel, tanto
que salí a perseguir un milagro a lo largo de la avenida,
fumé dándole vueltas a la idea de algo luminoso, sin sed,
un futuro sin astillas.