G l a u c e
Del mar viene
tu voz.
De todos los mares y todas las mareas.
De oleajes de
trigales que mecían
a tus parientes
gringos y pampeanos,
coronados por el flamear
de las migrantes
banderías anarquistas
con sueños de paz y marejadas de pasiones.
Glauca, Glauce,
marina.
Arrojada en otras
violentas banderías,
amplia como la
oscilación de la blancura.
Te desespera la sed
del mar en esta mediterranía
siempre sedienta de
grandes hechos,
siempre devuelta a la
gravedad de las campanas.
Al fin todo es
doméstico. Todo misterioso.
Lo grande nace de lo
pequeño.
No viene del mar sino
de la semilla.
No del infinito, sino
del sol.
Pero tú renaces de los
aires que producen
miles de banderas
opuestas y coincidentes
balanceándose a un
mismo ritmo.
Todo habla en ti.
Las revoluciones y las
magnolias.
Las abuelas y las
galaxias.
El amado y la muerte.
La poesía es a ti lo
que la forma a la belleza.
Un soplo en el barro.
El roce de dos
pedernales.
Y la palabra te
transforma y aniquila.
Te hace suya. Te pide
que seas viril para poseerla
y femenina para
deslumbrarla.
Ningún otro destino te
pertenece.
Ninguna otra pasión
jugarás tan sabiamente.
Has venido del mar a
la superficie de los genocidios.
Pero mira: toda
palabra antes de nacer
recorre su propio
olvido.
Alaridos de hórdagos
en retirada
apagan tu voz
como la polvareda al
canto de un pájaro.
Tu voz.
Desnuda y perfecta.
Plena y aciaga
como la hoja de acero
del destino.
De Tabaco, Babel, 2010.
Ars Erótica
En las primeras páginas del códice
se adiestra a la mujer
en el arte de ofrendarse
y excitar la voracidad
masculina.
Es la apertura hacia
las arterias
que transportan el
deseo y adormecen la racionalidad.
Esta es la fase
lunar, femenina.
La mujer, dice el libro, debe ser vista por el varón
como la elegida que
llegó casi fortuitamente,
en el momento preciso,
pero sin hambre ni sed,
a una celebración
concertada bajo la Luna,
desde alguna ocasión
pasajera –poco gravosa–
para que el encuentro
resulte provocador y no acuciante.
Será un período de aproximación
y alegría
donde el antiguo
Dionisos recibirá las primicias
como suaves melenas
bañadas de luz selenita.
La sed progresará poco
a poco y sin pausa.
Dionisos beberá el
líquido de a sorbos.
Las yemas de los dedos
sumarán células sensibles
milímetro a milímetro,
hasta cerrar la cifra
de la erección.
Los labios
entreabiertos irán derramando
el tibio maná de la
saliva con mesura,
como abonando la
tierra para que brote
del mismo maná en la
otra boca,
la boca del hombre
cuya carnadura comenzará a tensarse
desde las plantas de
los pies hacia la nuez de Adán
y, del mismo modo que
el bíceps o el dorsal,
el pene se irá
dilatando al tiempo que roba calor
del cuerpo que lo roza
con la pierna, con la mano, el pubis,
en un deslizamiento
natatorio,
puesto que el bullente
oxígeno de origen salival
irá humectando el
aliento que de ellos emane.
La exultación
dionisíaca culmina ahí.
El varón, ya enhiesto su falo
por gestión de la
caricia que simula
no reclamar resolución
ni satisfacción
entrará en la fase
apolínea, la etapa viril.
La exigencia
masculina, los designios de Apolo
serán el motor de las
prácticas.
El calor se tornará
apetencia,
la erección irá
encendiendo la sed.
Durante este lapso,
según el texto citado,
las fobias tienden a
convertirse en enemigas potenciales
de la armonía entre
los amantes.
Ninguna astucia
alcanzará a disimular
los profundos rechazos
–rayanos en desprecio–
y, no obstante,
involuntarios, que pueden llegar a producirse
mutuamente el hombre y
la mujer.
El ano decidirá la
suerte de la supremacía.
El semen querrá
penetrar más como violador
que como enamorado; si
penetra o es repelido,
igual habrá presentado
su moción.
Hasta el clímax, la
mujer irá optando –señala el texto–
entre el esclavismo y
la cooperación;
durante el orgasmo, el
varón habrá de pagar
en moneda corriente y
de contado.
Los dioses y
semidioses, asomados a sus respectivos palcos,
observadores desde el
panteón olímpico, el Hades,
la orilla de la laguna
Estigia o los campos Elíseos,
apostarán por turno a
su campeón preferido;
ellos serán los
idólatras y los amantes sus divinidades.
Con los jugos
dionisíacos, las articulaciones de la pelvis
se habrán aceitado a
manera de mecanismos psíquicos;
durante la agonía
regida por el dios de las flechas
los plexos solares
sufrirán embates más o menos ecuánimes.
Las neuronas que
gobiernan la maquinaria
oprimirán las
coyunturas ejerciendo mayor o menor presión
a medida del proyecto
hegemónico
o el ansia de placer
que las domine.
De ahí en adelante, la
posición de los miembros,
la cabeza, la posición
decúbito dorsal o ventral,
constituirán el
resultado de una transacción
o la admisión de un
acceso indeseable.
Llegados a esa instancia, puntualiza el libro,
la grosería de las
demandas y la compulsión de los actos
llenarán la escena de humanidad.
El reinado de
Apolo habrá exhibido
–en progresión
constante– sus atributos castrenses:
la apolínea verga, el
peto defensivo,
los brazos
combatientes, los pies que hienden la arena.
Ella, entretanto,
habrá preparado la fase
que el apologista denomina
de la Sirena:
la partición de las
piernas que hará del sexo indiviso
mitades conexas por el
canal vaginal.
De la antigua unicidad
sólo ha de sobrevivir
la huella del
clítoris, esa breve prominencia
donde acechan el
gemido y el bramar.
Apolo, que no
es Ulises,
doblegará a la Sirena haciéndole parir de
sí misma
a una mujer, a cuenta
de los partos venideros.
No habrá seducción
posible mediante la voz ni los gestos
de la anti-hembra
mitológica.
El macho intuirá
claramente la amenaza de castración
y antes matará a la
que pudo haber sido su madre
que ceder ante
melindrosos requiebros
de quienes, por
dulces, no son menos peligrosas.
El anti-Edipo
se volverá contra Yocasta
y presentará disculpas
a su padre.
Aguerridas, las
flechas traspasarán los velos.
La agresión será la
forma de la castidad y de la ley.
Todavía obnubilada,
esa mujer recién nacida
escuchará la orden que
la expulsa de la histeria sin remisión.
Será una desalojada de
su mansión familiar.
El murmullo de la
verdad emergerá impertinente hacia la luz.
Los dioses, colmados,
se retirarán a sus templos.
El último
capítulo de esta pedagogía
describe el cuadro
donde la que otrora fuese Diana
y devino Afrodita
se convierte en Eloísa razonable.
Junto a la ventana,
contempla la ciudad donde residen
(aunque él en realidad
está de paso, rumbo al Norte)
y que fue contexto de
esa noche;
luego, mira al
semidiós
que abandona el
aquietado oleaje de las sábanas,
la toma por la cintura
y besa levemente sus hombros.
Él ya no es aquel
fauno que horas antes
celebraba danzando y
bebiendo,
pero tampoco ha de
volverse un Ares
puesto que es hijo
de Prometeo.
Los dos seres humanos
se abrazan,
ya entregados a la polis
y a Mercurio;
de mañana, ella hará
de Palas Atenea
para complacer a su Abelardo
y él mudará de Jaguar
en Quetzal.
Otras muchas
metamorfosis han de imponerles
a posteriori nuevas
gradaciones y degradaciones.
A pesar de ello,
seguirán llamándose
con el mismo nombre
y no habrá cambios
visibles en sus cuerpos.
Bajo cada apariencia
persistirán tatuajes,
heráldicas
subcutáneas. Rastros adorables
de revelación y
lucidez; del amor, en suma: del erotismo.
Sólo la muerte
será dueña de transformar
sus figuras y verter
sus nombres en el olvido.
Ellos perecerán y el
deseo habrá de trascenderlos.
“Amor constante más allá
de la muerte”,
la princesa y el
plebeyo,
el deseo en flor, en
vuelo, por siempre jamás.
De En este Nombre y en este Cuerpo, Babel, 2012.