Y allí ha quedado, como un pequeño y maltrecho saquito de huesos descolocados, quebrados,
apenas salpicados por algo de sangre, no mucha, dispersa entre las sábanas y algunas prendas
que arrastró al caer por el patio de luces, donde las vecinas acostumbran a
tender la ropa.
El último suspiro tan sólo le ha alcanzado para verle asomado a la ventana
queriendo sujetarla aún con su mirada, retenerla… desesperado.
Ella cierra los ojos y sonríe.
Ella cierra los ojos y sonríe.
“Hoy, por fin lo hice y lo haré las veces que desee, pero para ti, ésta es la
última vez”.
Tan perplejo estaba, que no se percató de la presencia de la
chiquilla cuando, sorteando las cuerdas, en un ligero e imparable ascenso,
casi rozó su cara, y por un instante, el hombre creyó percibir ese olor casi a bebé de su piel y que, ahora, se ha llevado consigo para siempre.
Él ha perdido su juguete y ella..., bueno, ella ya es libre.