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miércoles, 25 de octubre de 2023

Inma Chacón: El cuarto de la plancha


Idioma original:
español

Año de publicación: 2023

Valoración: se deja leer 

Que yo haya leído este libro tiene una pequeña intrahistoria que los compañeros de blog saben y que podríamos resumir en la sutil frase de los cabronazos apropiacionistas de LaSexta tienen que dar por el saco hasta por pasiva.

Pero para no aburriros prestando atención a quien no lo merece, paso a hablar del libro. Inma Chacón es hermana gemela de Dulce Chacón, fallecida hace unos años, a la que nunca he leído. El cuarto de la plancha es una especie de autobiografía con ciertas licencias literarias entre las que se incluye el eludir escrupulosamente el nombre de los familiares que van desfilando. La escritora esboza en varios momentos el argumento e incluso parece que piensa que sus lectores vayan a olvidar dicha circunstancia. Este es un primer factor repetitivo del texto, aunque hay muchos otros, que describiría tenue y amablemente como "qué buenos y guapos son todos los de mi familia" cuestión  que puede sonarnos a algún otro escritor, aunque he de decir que Chacón, a pesar de su reiteración, ha conseguido no resultarme tan lastimosa en su narración. Quizás porque su sinceridad surge más de la necesidad de compartir que de la apelación mercantilista de la nostalgia. Y a pesar de que muchos pasajes del libro dan muchas ganas de dejar la cosa, abrumado por esa especie de perfección post-guerra que planea sobre todo el relato, simplemente el hecho de haber aguantado hasta el final (cosa, por cierto, muy diferente de "mantener la atención") ya me permite otorgarle cierto mérito relativo.

Que es muy diferente que recomendarlo, por cierto. 

Porque la verdad es que uno no le ve el sentido a tanta adulación, a esa especie de continua letanía de anécdotas nostálgicas, de enumeración de situaciones que yo diría que son muy comunes a todos los mortales, pero que la autora encuadra en un marco que no deja de ser curioso: todo suena muy humilde pero un alcalde de un pequeño pueblo en el franquismo puede permitirse tener montones de hijos y disponer de servicio, y todo queda como muy reivindicativo de esa juventud contestataria de los años sesenta, pero las menciones a la beatitud más rancia son constantes y justificadas, su círculo de conocidos incluye personajes de cierta clase social. 

Insisto, al menos la narración no me ha repelido aunque este libro es territorio predilecto de un cierto tipo de lector (sobre todo, muy poco exigente) que yo no tengo inconveniente en reconocer que no soy para nada. Incluso las descripciones propias del dolor, de la añoranza (la constante rememoración de la pérdida de la hermana gemela, de la unidad-disociación de la personalidad), aunque sean lógicas en este tipo de obras, se hace cargante y repetitiva y al libro, siendo benévolo, le sobran la mitad de las páginas, en especial las dedicadas en exclusiva la hipérbole y la autocomplacencia. Aún así, no soy capaz de cargar más las tintas. 

Un error lo tiene cualquiera. O será que me hago mayor. 


martes, 22 de noviembre de 2022

Sylvia Molloy: Varia imaginación

Idioma original: español
Año de publicación: 2003, 2022 en Eterna Cadencia
Valoración: se deja leer


Hay cierto tipo de libros que temáticamente suscitan mi interés lector, pues aquellos que transitan entre memoria y recuerdos normalmente me despiertan episodios del pasado que, por paralelismo o por contraste, me invitan a la reflexión. El inconveniente que pueden tener este tipo de libros es que su disfrute va muy ligado al estilo del autor y a si existe o no esa conexión que, aunque siempre es necesaria en los libros, lo es más aún en los libros de esta índole.

En el libro que nos ocupa, la escritora bonaerense Sylvia Molloy nos traslada un conjunto de relatos cortísimos, de apenas tres páginas a lo sumo, en el que aborda diferentes temas de manera recurrente. Siempre en un viaje a través de la memoria y los cambiantes y, en apariencia, inconexos recuerdos, nos presenta un pasado marcado ostensiblemente por la religión, la segunda guerra mundial y el paso del tiempo.

De esta manera, estructurando el libro en cuatro partes («Familia», «Viajes», «Citas» y «Disrupción»), la autora nos traslada recuerdos altamente fragmentados de su pasado que se muestran, de manera genérica, ambientados e influidos por la religión, el colegio y, de manera más pronunciada, la guerra; una guerra de la que habla afirmando que «a la inseguridad natural de la infancia se agrega otra, difícil de definir. Había una guerra, en Europa» y cuyo recuerdo pervive pues «el imaginario de las guerras es misterioso, sus invenciones imprevisibles. El de la guerra del catorce parece, a casi un siglo de distancia, particularmente rico en imágenes y objetos que la evocan, acaso porque es una guerra que, aún hoy, conserva un aura de patetismo (…) Era el final de un mundo —o así, por lo menos, decían—.»

Así, sus reflexiones nos llevan también a conventos con franciscanos de más que dudosas (y pederastas) intenciones, a hoteles y amistades frecuentadas a menudo por alemanes y franceses en la década de los cuarenta, al cambio producido en hoteles y casas que visitaba y conocía de su pasado, etc. De esta manera, la autora evoca sus viajes a San Nicolás y su convento, a la casa de Trotsky o a un hotel suizo regentado por alemanes y huéspedes franceses. Con ello evidencía que la guerra y la religión ocupan espacios en su memoria que no acaba de conectar con su propio mundo, pero que de un modo u otro la afectan y, en ocasiones, la confunden. También nutre el relato de recuerdos familiares, como aquellos en los que evoca su infancia de cuando hacía los deberes mientras oía a su madre y su tía coser, afirmando que «reproduzco este desorden costurero en su memoria» y de los gestos que inconscientemente hace y que son propios de su madre, pese a que ella intenta parecerse a su padre y no a su madre, pero al hacer aquellos gestos espontáneos e incomodados «es como si citara a mi madre, y la cita me inquieta porque no la puedo controlar» y confiesa que este hecho «puedo verlo como una burla a mis intentos de imponer distancia con respecto a mi madre o como un oscuro homenaje. Elijo lo último; es, como hubiera dicho ella, más llevadero».

De estilo muy fragmentado y ligeramente sutil, el libro que ha escrito Sylvia Molloy evoca a un pasado poco amable, en el que se percibe más desasosiego o intranquilidad que calma e ilusión. Las épocas convulsas en torno a temas generales se trasladan a su memoria y copan sus recuerdos, pues vemos que la mayoría de ellos reposan en su infancia y adolescencia, épocas en las que uno recibe destellos de realidad pero la forma que dibuja con ellos es altamente borrosa y difusa.

Por todo ello, a pesar de que la autora escribe bien e intenta trasladarnos su pasado a través de los recuerdos descompuestos en pequeñas pinceladas, el libro no ha terminado de convencerme pues la poca extensión de cada episodio o anécdota y la ausencia de frases que impacten o asombren al lector hace que se trate de una lectura que se lea rápido, pero que lamentablemente se olvide de igual manera.

También de Sylvia Molloy en ULAD: Desarticulaciones, Vivir entre lenguas

miércoles, 16 de marzo de 2022

Janet Frame: Rostros en el agua

Idioma original: inglés
Título original: Faces in the Water
Traducción: Xavier Pàmies (ed. en catalán) / Patricia Antón (ed. en castellano)
Año de publicación: 1961
Valoración: recomendable

Las experiencias vitales siempre son una fuente inestimable de recursos para desplegar, a partir de esos recuerdos, escenarios donde el autor pueda dar rienda suelta a sus capacidades y, en algunos casos, luchar contra sus conflictos internos. Este libro es un claro ejemplo de ello pues Janet Frame lo escribió siguiendo el consejo de su psiquiatra como parte de la terapia a la que la autora neozelandesa estuvo sometida tras su traumático paso por distintos manicomios durante ocho años de su vida. 

Basado en la propia vida de la autora, pero escrito con carácter ficcional, la protagonista de este relato nos narra en primera persona la experiencia vivida durante años encerrada en centros sanatorios. Así lo expone ya de entrada, con una cruda constatación por parte de la protagonista, de nombre Ístina Mavet, afirmando que «me ingresaron en el sanatorio porque en el banco de hielo se abrió una gran grieta entre yo y la demás gente a quién miraba y su mundo se alejó a la deriva (…) Me quedé sola en el hielo». Con esta confesión, la autora ya apunta uno de los principales elementos del libro: la soledad. Una soledad que es palpable en todo el libro, que rezuma en cada una de sus páginas, una soledad que envuelve a la autora y que se convierte en algo incluso peor: la sensación de abandono; el terrible desamparo de quién se siente incomprendido en su propio mundo interno, alguien inalcanzable desde el lugar en el que habita y que la autora percibe y siente afirmando que «me hacían tener la sensación de que miraba entre lágrimas».

Esas primeras páginas del libro son, estilísticamente, preciosas. No hace falta leer más que unos cuantos párrafos para percibir la poética narrativa de la escritora, su cuidada elección de las palabras pero especialmente la musicalidad de su estilo. Janet Frame escribe como los ángeles desde un paisaje poblado de internos demonios. La incomprensión que envuelve la protagonista por estar encerrada en el sanatorio la preocupan y la conturban, se encuentra incómoda y sola, con la única compañía de sus miedos que la atemorizan y la sobresaltan que expone afirmando que «sueño y no me despierto, y caigo por la arista de la oscuridad y me quedo agarrada con dos dedos que la gran irrealidad me pisa mientras baila. Lo único que me quedaba era llorar». La incertidumbre sobre su propia conducta la abruma, pues duda de sus propias facultades, de su percepción de la realidad, asumiendo que «seguro que había cometido una falta que no sabía que lo fuera, y que no había incluido en mi lista porque no la había sabido localizar en el oscuro traspaís de la inconsciencia con la linterna vacilante de mi pensamiento».

De esta manera, el relato gira en torno a esas inquietudes pero, especialmente, ante la incerteza del errático tratamiento al que está sometida ella y el resto de pacientes, a quienes tratan mediante electrochoques con una periodicidad en apariencia aleatoria, sometiéndolas al terror de vivir levantándose cada día acompañada del miedo a que tengan que recibir, ese día también, otra tanda de del perverso tratamiento, en una rueda cíclica que tortura día sí y día también los pensamientos inestables de la pacientes del sanatorio de Cliffhaven y que la protagonista expresa afirmando que «siento como si cayera de nuevo, como si se hubiera abierto una trampilla en medio de la oscuridad»; «estoy desvelada, y me vuelve a invadir la angustia. ¿Recibiré tratamiento mañana?» porque «siempre que pienso en Cliffhaven juego al juego del tiempo, como si me hubieran condenado a muerte y hubieran eliminado todas sus señales, pero yo los oyera tocando dentro de mis orejas para advertirme que, a las nueve, que es la hora del tratamiento, se acercan».

Así, la autora nos narra el día a día del centro, en una especie de pesadilla en la que la incertidumbre y el desconocimiento llenan las interminables horas en la que todo lo que ocurre pasa en el interior de sus cabezas pues aquí «no hay pasado ni presente ni futuro. Utilizar tiempos verbales para dividir el tiempo es como hacer señales de tiza sobre el agua». Un pasado y un futuro que va ligado a la esperanza de salir del sanatorio que hacía que «de vez en cuando me dirigiera al médico con la frase utópica ‘¿Cuándo podré volver a casa?’ sabiendo que ‘a casa’ era el lugar donde menos me apetecía estar. Allí me observarían buscando indicios de anormalidad», con una familia que «no me había venido a ver muy a menudo. Los percibía forasteros y lejanos».

El relato es atrayente por la prosa de la autora que envuelve de calidez la frialdad con la que las pacientes son tratadas por parte de quienes, en teoría, deberían cuidarlas pues «aquí en Cliffhaven o en cualquier otros hospital psiquiátrico (…) debías tener dentro de ti las vendas que debían servir para vendarte las heridas que no eras capaz de ver ni detectar, y a la vez parecía que tuvieras que olvidar que los pacientes eran personas»; una frialdad que se hace extensiva, de manera inexorable, a la relación entre pacientes por la dificultad de conectar con ellas debido a su estado mental, a sus reticencias o a sus miedos que nos traslada afirmando que «imaginé que Louis debía sentirse en medio de una historia de terror más aterradora que cualquiera que pudiera haber en cualquier revista de ciencia-ficción porque había descubierto la omnipresencia del sujeto y el objeto de todos los terrores: la persona humana».

Así, la potencia de este libro radica principalmente en un retrato de la soledad, de la incertidumbre ante la monotonía de unos días que se ven rutinarios, repetitivos, y la soledad interior existente al no saber si esta situación terminará algún día, si podrá ver de nuevo a su familia y si ellos la verán pudiendo olvidar que ha estado allí, sí esa losa que ella siente sobre sí misma también la sentirán los demás cada vez que la escuchen, que la miren, que estén con ella. Este aspecto y sus reflexiones internas son lo más destacado de un libro que entra en exceso en describir la cotidianidad diaria en la que se encuentra ella y alguna de las demás pacientes; el ritmo y la prosa de la autora pierden impacto con la narración del día a día en el sanatorio, de los miedos crecientes ante la incertidumbre del tratamiento que recibirían, de las dudas sobre el tiempo que permanecerán ahí y la necesidad de no ser catalogadas como “crónicas” pues significaría que nunca más saldrían de ahí. El relato se mueve entre las sensaciones internas y la adaptación al sanatorio, con cambios frecuentes de ala o de pabellones, añadiendo incertidumbre a la ya existente en sus cabezas. Este día a día ocupa la gran parte central del libro y es su parte menos lograda, por reiterativa y porque, en cierto modo, parece contagiar con esa misma monotonía el ritmo narrativo.

Afortunadamente, en su tramo final Janet Frame recobra el tono introspectivo, poblándolo de reflexiones en las que, entre otros aspectos, nos habla sobre la posibilidad del suicidio, una salida fácil a nivel conceptual pero de difícil ejecución porque «cuando llega el momento de dejar atrás las palabras propiamente dichas y de saltar con paracaídas hacia el significado que tienen, hacia el mar y la tierra oscuros de abajo, el paracaídas no se abre, y nos alejamos o desviamos mucho del objetivo; o bien, cuando nos asomamos a la oscuridad y nos invade el miedo, nos negamos a abandonar la comodidad de las palabras». Unas palabras que la autora cuida y teje en este texto, un proceso creativo sugerido por su psiquiatra que, a la postre, la salvó de una lobotomía ya programada. El éxito conseguido tras la publicación de su primer libro evitó la intervención. La escritura, también en este aspecto, la había salvado.