Como somos pobres como ratas, fuimos al auditorio de la feria a escuchar a Sabina, pero en el gallinero, en lo más alto de lo más alto de las gradas, al otro lado de la gente que paga, como los que se casan detrás de la iglesia.
-Tenemos palco reservado, le digo a mi Luisita.
-Cómo me gusta tener un novio millonario -es su réplica.
Allí había tres modernos haciendo botellón, seis argentinos, la librera de Luces, y un señor en pantalón corto haciendo deporte, subiendo y bajando las escaleras, y estirando los brazos al ritmo de Embustera. Desde allí, la acústica era envidiable y las vistas inmejorables: los luminosos de Sando y Mayoral estaban en su mayor esplendor, los trenes de cercanías llegando a la estación María Zambrano, el palacio de ferias y congresos que de mayor quisiera ser Guggenheim, la luna amarilla en cuarto menguante, la torre de control del aeropuerto, los argentinos arrítmicos, el guarda de seguridad con su porra y con su recelo, y yo y mi Luisi bailando muy lento y morirme contigo si te matas.