CARRER DELS PETONS
CALLE DE LOS BESOS
Lawrence Durrell declaró que una ciudad se
convierte en un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes. Lo descubriste en
una de sus novelas. Después, mi obediencia siguió tus pasos, y leí a Clea, y
visité la ciudad de Alejandría, y probé vinos y licores de aquellas cosechas
imposibles a la orilla del mar. Viajé a la tierra de Justine y Durrell, reí con
sus gentes y lloré con las ausencias anunciadas. Y todo lo hice porque no
quería darte por perdida. Quise convertir cualquier pueblo en Barcelona,
cualquier calle en uno de los callejones góticos de la ciudad condal, cualquier
puerto en las dársenas y amarres de la ciudad que hicimos nuestra, cualquier
bar en el escondite para marineros en tierra, de la Barceloneta, al que
acudíamos a emborracharnos de caricias bajo la mesa, cualquier templo en la
iglesia del mar, o en claustro de la iglesia de Santa Ana, testigo de nuestros
besos prohibidos unas veces, furtivos, todas las veces. Un día me trajiste a
este rincón. Calle que besa a sus visitadores, que invita a juntar los labios,
a entrelazar las manos y a compartir ruta por la intrincada jungla del
erotismo. Hace tiempo, mucho tiempo después de que Cupido mirara cabizbajo al
suelo y arrancara sus flechas de nuestros cuerpos, después de la herida, tras
la cicatriz, quise encontrar la calle para que no pasara a engrosar mi olvido.
Anduve y desanduve la calle Comercio, tomé cafés cortos e intensos en la
cafetería del “museo del chocolate”, paseé por el mercado municipal del Born, escudriñando las personas que hacían cola en los puestos, deteniéndome en las
miradas, entré en la biblioteca para surcar el universo literario y descansar
la búsqueda. Cuando ya me daba por vencido, una anciana dejó de alimentar a las
palomas y me preguntó si podía ayudarme. Supongo que leyó en mi rostro la
angustia de mi búsqueda infructuosa. Bueno, le contesté; necesito encontrar una
calle...
-Quizá se la ha tragado la
especulación urbanística porque llevo un buen rato dando vueltas. Puede que lo
haga en círculos, como el náufrago o el niño que se pierde en la feria.
Ella miraba y se preguntaba,
convencido estoy, de dónde había salido un tío tan agobiado y tan solo... Me
contestó que me acompañaría a ese lugar. Que de joven iba mucho con sus novios,
primero, con su marido, después. Que tras pasear por los soportales, acababan
tomando un chocolate caliente en el centro cívico o en el museo del cacao, o
leyendo alguna novela de amor en la biblioteca municipal.
-Todo ha cambiado desde
entonces, excepto el nombre, el olor a humedad, las dimensiones, los visitantes
casuales, los buscadores de tesoros en bocas ajenas y la nostalgia que nos
convierte en exploradores del pasado. Anda, vamos a concluir tu búsqueda,
concluyó.
Les dijo a las palomas algo así como que tenía
que acompañar a otro extraviado, que volvería después. Al anunciarme que
habíamos llegado se me quedó mirando fijamente y dijo:
-Anda, dale dos besos a esta
vieja.
Extraje de mi bolsa la
novela que me había acompañado en mi travesía.
-Tome, le dije, espero que
le guste esta obra, se la regalo.
Se ajustó las gafas, compuso una sonrisa, y leyó pausadamente: J U S T I N E
Se ajustó las gafas, compuso una sonrisa, y leyó pausadamente: J U S T I N E
CANON
Siempre suenan tristes las canciones a ras de suelo. Representan la banda sonora de las aceras, el réquiem de los sueños, la balada azul del futuro. Cada vez que desciendo por esa calle, arrimo el oído y persigo las melodías que rivalizan con el ruido de los coches y los transeúntes que hablan gritando y maldicen en silencio.
Ocupa el mismo sitio cada
día, así se desplome el cielo, así castigue un sol inmisericorde. Siempre toca
el violín, siempre el chelo, siempre la guitarra, siempre un teclado mellado de
nostalgia, siempre unas cuerdas con las que ata el tiempo a su cintura y ancla
algún sueño tornadizo para evitar su huida.
Me detengo unos metros antes
para no molestarlo con mi presencia. Observo los movimientos de la gente,
cuento los viajes a los bolsillos y las posibilidades económicas que ese día le
reportará su concierto callejero. La niña llega con su abuelo. Éste le dice
algo y ese algo se traduce en unas monedas que la joven derrama en el estuche
del violín, o del instrumento que toque ese día. Otras veces llega el viejo
solo, y charlan entre un tema y otro. No se dicen mucho y, sin embargo, por la
expresión del artista mundano, se diría que ha conseguido un hito importante
pisando el escenario de la consagración. Se despiden pronto. El uno saluda con
la mano y el otro le responde con la sonrisa mientras sostiene el instrumento
entre su hombro y mañana.
Después entro en escena, con
mi euro en la mano derecha, oculta en el bolsillo de la chaqueta o en el del
pantalón. Me acerco con paso quedo, mientras sus dedos desgranan el Canon de
Pachelbel. Cuando desciende la última nota, cierro los ojos y dejo caer la
moneda. Él me señala con el arco, al más puro estilo cupido musical. Me
atraviesa con su sonrisa triste, con sus ojos de agua, con su lacónico saludo
en un idioma que aún no he sabido descifrar.
Esta mañana el músico no
estaba en su sitio. Dos semáforos antes de llegar he notado la falta de música,
el sonido del silencio. Nadie ocupaba su lugar. Parecía una vacante del
destino, un sitio aislado, un trozo de acera en cuarentena.
Cuando creía que todo estaba
perdido, que la crisis se había cobrado otra víctima, he visto a mi músico
tomando café con esa niña y con su abuelo. Sonreían a través del cristal. He
entrado en la cafetería y, tras saludarlo y expresarle todo mi apoyo, le he
dejado el preceptivo euro en su mesa. El hombre mayor, al verme, ha insistido
en que les acompañara y desayunara con ellos. He preguntado el motivo de la celebración
y la niña ha exclamado emocionada que hoy, Milko, que así se llama mi trobador 2.0, estrena un
violín nuevo. Se lo han regalado porque hoy se celebra el día internacional de
la música.
He abandonado la cafetería con la certeza de que la
generosidad es la canción de cuna de los sueños declarados y adultos.
INGLÉS PARA PERVERTIDOS
Cada vez que el año toca a
su fin, y el otro llama a la puerta, nos da por hacer promesas que sólo se
acumulan en las estanterías de nuestra conciencia, haciéndoles la competencia
al polvo, ocultándose entre vergüenzas y distracciones. Nunca un día uno de
enero me he puesto a dieta, cuando días antes juraba y prometía y aseveraba y
asentía, y daba por hecho que, en cuanto amaneciera en año nuevo, junto a los
saltos de esquí alpino, también volaría mi exceso de equipaje. También buscaría
una academia en la que aprender inglés, combatiría mi miedo al dentista y, con
toda seguridad, escribiría el relato definitivo tras asistir al concierto
definitivo de Sabina en buena compañía. Pero el primer día del año es un día
frágil, precedido por una noche esbelta y recargada al uso. Es un día en el que
no caben promesas, lleno de horas distraídas y momentos en los que uno,
realmente, no sabe quién es, ni dónde está, ni qué busca, ni qué necesita para
seguir tirando adelante. Te embarga una sensación de hartazgo, eso sí, pero no
sabes bien a qué se debe esa indigestión de dudas. Y las dudas, si caben, y
siempre caben, son porque sabes perfectamente que lo que ayer era una promesa
firme, hoy afirmas que se la ha llevado el viento del olvido a alguna parte.
Que bien pensado aún queda por delante el día de reyes y te concedes una
prórroga. Que tras el seis de enero arremeterás contra el sobrepeso corpóreo,
el miedo odontológico y la ignorancia idiomática, consiguiendo cumplir todas
esas promesas que un día, hace mil años prometiste alcanzar.
Pero los tres Magos me
trajeron este libro, “Inglés para pervertidos”, cuando yo, precisamente, es una
de las cosas que no he prometido, algún final de año, dejar de ser… Lo
siguiente será: dieta para pervertidos y cómo perder el miedo al dentista
pervertido, o algo así…
PARÍS
Estuve en París. Siempre reías
cuando sentenciabas que acogería nuestro destino final, que siempre nos
quedaría esa torre que apuntala el cielo y recoge la luz infinita. Y tomaríamos
café a la orilla del Sena observando las hordas ordenadas de turistas japoneses
fusilando con flashes "nuestra" Notre Dame. Recorrí las mismas
aceras, entré en los mismos bistrots, “cafeceé” en las terrazas de Montmartre,
visité las mismas librerías, compré y releí en noches de hotel interminables a
esos autores que un día me presentaste: Carrère, el biógrafo de la muerte y
Houellebeq, el cronista elemental. A veces creía verte en otros rostros, como
sucede en esas películas de presupuesto bajo, lágrima fácil y final perdiguero.
Cansado de andar en círculos viciosos, de buscar sin encontrar, de mirar la
oscuridad, volvía a mi habitación y me dormía abrazado a tu recuerdo. Me
despertaba pronto, como esas personas huérfanas de sueños y escribía notas que
acababan en la papelera, justo debajo del escritorio.
Abandonaba el hotel con la
firme promesa de no volver a la capital francesa cuando en recepción me dieron
un sobre con todas las notas que Gisèle, la asistenta de mi habitación, había
rescatado de la basura. Adjuntaba un breve escrito en el que solicitaba un
indulto para mis letras.
En el aeropuerto compré las
últimas novelas de Houellebeq y Carrère y una postal en la que escribí: Gisèle,
gracias por la luz. Firmado: mis palabras.
Busqué el buzón más cercano y deposité la postal. Mi
avión despegaría en una hora, el tiempo suficiente para un café y una nota que
decoraría la foto de esa torre que, aún hoy, me hace llorar como un niño chico.