Valentín es un hombre simple, es un hombre bueno porque su
simpleza no incluye mecanismos como la desconfianza, la malicia o segundas
vueltas. Ya sabes, eso de “ir con segundas”, tampoco la avaricia o la
competitividad. No es una bondad por empatía, o sea, porque se ponga en el
lugar del otro y eso le impida ser dañino o malo, sino todo lo contrario, lo
usual en Valentín es decir sin pensar lo primero que se le viene a la cabeza,
sin preocuparse si ello será más o menos
oportuno o te dolerá o no. Es una bondad más bien tonta, de falta de recursos
en los sesos. Porque todo eso lo hace sin darse cuenta, sin malicia, sin
planear nada, tontamente. Y digo esto, porque si él intuyera que eso que va ha
decir puede ofender o molestar y ello le pudiera traer problemas, por miedo,
aunque sólo fuera por esa razón, el miedo, ya no lo diría. Porque Valentín, a
pesar de su nombre es muy miedoso, más bien se debería llamar “Cobardín”. Es
cobarde, todo le da miedo y de todo huye. Si le levantas la voz y te encaras
con él, se mea encima, o se bloquea, y en el mejor de los casos, se pone rojo,
retira la mirada casi como si los ojos se le volvieran hacia atrás, se da la
vuelta y huye sin decir nada.
Hay ciertas épocas de la vida en que uno tiende a refugiarse en su castillo interior, a pasear perdido con la mente embotada por sus grandiosos salones y a recrearse insensatamente en sus miserables y tristes calabozos, hasta llegar a perderse en ellos para siempre.
jueves, 28 de noviembre de 2013
viernes, 8 de noviembre de 2013
CONTEMPLANDO A LOS VENCEJOS (Continuación)
“Mi tío Amancio, a
pesar de su nombre no era capaz de amar, no amaba la vida y no se amaba a sí
mismo”
Esto
me hace recordar a mi tío Amancio. Era muy alto y delgado, siempre muy bien
peinado, con un pelo muy negro, engominado y echado hacía atrás. Yo lo percibía
como un hombre tremendamente escrupuloso
ante todo: la enfermedad, las heridas, noticias de guerra y de muerte,
contaminación, suciedad. Todo le hacía adoptar un gesto que yo veía ya
característico en él, como si el cuerpo entero se le encogiera queriendo
desaparecer, esfumarse. Y muy aseado, aunque eso si, un poco antiguo a la hora
de vestir, vamos que no le preocupaban los cambios de moda.
Me llamaba la atención algunos rasgos muy
marcados de su cara sobretodo algunos surcos en ella que muy al contrario de
parecer arrugas que anuncian el paso del tiempo, a mi tío le daban un aire
interesante, como de persona experimentada y culta, yo recuerdo que pensaba que
esos surcos en la frente, alrededor de la boca y a los lados de su nariz, más bien
eran señales de sus muchos momentos de reflexión y meditación sobre cuestiones
tremendamente difíciles e importantes. A pesar de ello la expresión de su cara
no era de dureza, sino más bien era una expresión afable y cordial. Tendría
alrededor de los cuarenta y uno o cuarenta y dos años y era soltero, por eso
vivía todavía con mis abuelos. Su comportamiento conmigo era esplendido, era
amable, cariñoso, divertido y lo más importante generoso. Yo le quería mucho y
me gustaba que viniera a casa. A veces salíamos los dos a dar una vuelta y me
compraba cosas, otras me llevaba al fútbol, que a él le apasionaba y otras
simplemente nos divertíamos en casa.
Recuerdo que siempre esperaba con gran
excitación y nerviosismo el comienzo de la feria. En estas ocasiones siempre
aparecía por casa muy arreglado, pedía que me arreglaran a mí y solicitaba
permiso, de forma muy ceremoniosa, a mis padres para hacerse cargo de mi
custodia durante toda la tarde, yo ya sabía a donde íbamos a ir. Mi excitación
aumentaba hasta límites que aún no he vuelto a experimentar.
Me gustaba tirar con las escopetas a los
chicles y a los cigarros de colores, estos, claro está, para mi tío, aunque lo
cierto es que nunca le daba. Nunca llegué a entender porque a pesar de tener
encañonado el cigarro, el perdigón se desviaba tanto. Mi tío Amancio
argumentaba el hecho diciendo que se me debía de mover la escopeta al apretar
el gatillo. Era incapaz de admitir delante de mí, la posibilidad de que
existiera la trampa en la feria, un lugar mágico, un santuario para niños, que
se supone debería ser tan inocente como ellos. Así era mi tío, siempre tratando
de protegerme, siempre muy correcto y siempre muy tímido. Recuerdo esto de la
timidez porque me llamaba la atención, precisamente paseando por la feria, que
a pesar de que las chicas le miraban y reían, coqueteando con miradas
insinuadoras, el jamás respondía de forma alguna, parecía como si no se
enterara. Cosa totalmente imposible, lo puedo asegurar.
Lo que más nos gustaba de toda la feria y
donde pasábamos muy buenos momentos, era en los coches de choque, los dos nos
divertíamos mucho y reíamos, cada uno en un coche. Nunca más en todo el año lo
volvía a ver reír de esa manera. Yo echaba de menos el que viniera más a menudo
por casa, pero a veces oía a mama comentar con otras personas que el tío
Amancio en ocasiones se pasaba temporadas sin salir de la casa de mis abuelos,
incluso de su habitación. Yo eso no lo entendía, no comprendía porqué, sería
por cuestiones de trabajo, sería un espía y después de una misión debía
quitarse un tiempo de la circulación. Pero al final me acostumbré a verlo
aparecer y desaparecer, acepté que él era así y no pensaba más en ello.
Hasta que un día desapareció de nuevo pero
ya no volvió, lo encontraron en su habitación a la mañana siguiente con un
tarro vacío de ilusiones y de vida y lleno de capsulas de miedo, dolor y
desesperanza, esto nunca lo entendí, para mi él lo tenía todo, era guapo, alto,
soltero y con un buen trabajo, aunque últimamente faltaba mucho. Conmigo
siempre se mostraba divertido, y reíamos continuamente. Durante mucho tiempo la
idea de su estatus de espía y de un asesinato disimulado en suicidio tomo
cuerpo en mi mente y así se lo contaba en secreto a mis más íntimos amigos.
Más tarde cuando crecí y sentí los primeros
envites de la depresión, pensé que me parecía a él y esto era producto de la
herencia. Cosas de la genética, y ante eso nada podía hacer excepto aceptar mi
destino y esperar con desazón el momento fatal de continuar con la tradición
familiar.
Así lo pensé hasta que mi psicólogo me
explicó que podemos luchar contra ese destino, que podemos escribir nuestro
propio destino, el que nos convenga y que el terminar como mi tío Amancio
depende de mí, de mi decisión, al igual que él tomó la suya en un determinado
momento. Y que la genética no es tan cruel ni determinante, mucho más
determinante se muestran las creencias, sobre todo esta que yo venía
alimentando y que unía inexorablemente mi destino al de mi tío.
Mi tío Amancio, a pesar de su nombre no era
capaz de amar, no amaba la vida y no se amaba a sí mismo. Ojala hubiese
encontrado en su camino un consejo que le hubiese devuelto esa capacidad, ojala
hubiese contado con mi terapeuta. Ojala hubiese superado ese momento, hubiese
apartado de su mente esos miedos, esos fantasmas una vez más.
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