No hay nada más frágil y vulnerable que la autoestima en la adolescencia. No hay nada más cruel que los autodiálogos que se desprenden de una baja autoestima. Nada hay comparado a la tozudez, rigidez y negación de la realidad de aquel que se empeña en verse un completo fracaso. Y no hay nada más doloroso, frustrante y desesperante que vivir con ese autoconcepto.
Es cierto que la adolescencia es una etapa de cambios continuos, de sentirse a medio camino, de intentos de autoafirmación, de gran actividad mental, y de grandes preguntas que quizá aún no estén maduros para responderse. De incertidumbre e inseguridades y quizá, por eso, lo más real y seguro sean sus iguales, su grupo y su relación con ellos, sus afectos.
Por todo ello el reconocimiento, la imagen, el ser aceptado, caer bien, etc., se convierte en un objetivo prioritario, “me importa mucho lo que piensen de mí”, “si no me comporto adecuadamente no me aceptarán”. Comenzamos a preocuparnos por decir lo adecuado, parecer simpáticos, saber defendernos, no parecer tonto, que no se rían de mí. Y todo ello aumenta nuestra presión, hace que nos preocupemos en exceso, que nos sintamos observados, que nos pongamos nerviosos, que perdamos la naturalidad y espontaneidad, hace que nos bloqueé la ansiedad y cometamos errores. Quizá más de la cuenta si nuestra preocupación y ansiedad van en aumento y ello comienza a distorsionar y desajustar la creencia y el concepto que tenemos de nosotros mismos sintiéndonos más torpes, rechazados, inferiores a los demás, más desgraciados, etc.
A partir de entonces, cuando ya se ha formado un autoconcepto negativo, que se va reforzando y confirmando con posteriores experiencias negativas, éste hace caer la autoestima por debajo incluso de nuestros propios pies, ya nada se respeta, simplemente nos hemos perdido todo el respeto y cualquier insulto vale con tal de sentirnos heridos, con tal de hacernos daño. Estamos resentidos con nosotros mismos, en definitiva, no nos queremos.
Y esos dardos envenenados que con toda impunidad e intimidad nos lanzamos continuamente, nunca son puestos en duda, simplemente nos los creemos sin pedirles evidencias… “soy un inútil y siempre lo seré” “no valgo para nada” “no le importo a nadie” “nada me sale bien”. Esto que a cualquiera nos pondría los pelos de punta primero, para más tarde revelarnos y fulminar con un golpe de realismo, para ellos es totalmente merecido, el dolor que les produce es un castigo aceptado y asumido y nada más lejos que el mínimo intento de valorar o comprobar el mayor o menor ajuste a la realidad de los insultos ingeridos pero nunca digeridos.
La única esperanza es detectar este proceso insidioso de autodescalificación sin piedad y hacerle ver el error en sus afirmaciones y predicciones.
Y aún así, no es fácil. Cuando esos autodialogos, pensamientos negativos y rumiaciones denigrantes son descubiertas y por fin en el curso de un amargo llanto los dardos quedan al descubierto ante la incrédula mirada de sus padres o amigos. Por mucho esfuerzo que se ponga en explicarle que todo eso no es exactamente cierto, que está magnificado y que no se ajusta en absoluto a la realidad, los esfuerzos serán en vano ante la tozudez, falta de flexibilidad e irracionalidad de sus creencias. Su autoconcepto y su baja autoestima son ahora el filtro por donde pasan sus nuevas experiencias que automáticamente serán interpretadas según el sesgo existente.
Este es un camino doloroso y más común de lo que nos pensamos, el cual me gustaría haber expresado con los suficientes detalles como para que sirva a padres y amigos, pero sobre todo a ellos mismos para detectar una situación y un proceso, a ser posible antes de llegar a este punto, pues si, como digo, el camino es penoso, también es cierto que lo peor está por venir si no se le pone remedio.
Lo cierto es que ésta situación se suele complicar entorpeciendo y haciéndonos fracasar en nuestras relaciones sociales, de pareja, aislándonos con el fin de sentirnos más seguros y protegidos, poniendo trabas a nuestras aspiraciones en el trabajo, o tal vez, complicándose con una Fobia Social y/o depresión.
Insisto, no lleguemos a éste punto, cuando nos sorprendamos pensando de esa manera, lanzándonos dardos envenenados, los cuales podemos detectar porque automáticamente después cambia nuestra emoción, ósea, nos sentimos deprimidos, molestos con nosotros mismos, defraudados, desesperados, pidámosles evidencias, pongámoslos en duda, comprobemos si hemos magnificado o exagerado esos pensamientos negativos y sus consecuencias y valoremos objetivamente si se ajustan a la realidad.
Y una reflexión ¿el lanzarse dardos envenenados es sólo una práctica típica de la adolescencia?
Es cierto que la adolescencia es una etapa de cambios continuos, de sentirse a medio camino, de intentos de autoafirmación, de gran actividad mental, y de grandes preguntas que quizá aún no estén maduros para responderse. De incertidumbre e inseguridades y quizá, por eso, lo más real y seguro sean sus iguales, su grupo y su relación con ellos, sus afectos.
Por todo ello el reconocimiento, la imagen, el ser aceptado, caer bien, etc., se convierte en un objetivo prioritario, “me importa mucho lo que piensen de mí”, “si no me comporto adecuadamente no me aceptarán”. Comenzamos a preocuparnos por decir lo adecuado, parecer simpáticos, saber defendernos, no parecer tonto, que no se rían de mí. Y todo ello aumenta nuestra presión, hace que nos preocupemos en exceso, que nos sintamos observados, que nos pongamos nerviosos, que perdamos la naturalidad y espontaneidad, hace que nos bloqueé la ansiedad y cometamos errores. Quizá más de la cuenta si nuestra preocupación y ansiedad van en aumento y ello comienza a distorsionar y desajustar la creencia y el concepto que tenemos de nosotros mismos sintiéndonos más torpes, rechazados, inferiores a los demás, más desgraciados, etc.
A partir de entonces, cuando ya se ha formado un autoconcepto negativo, que se va reforzando y confirmando con posteriores experiencias negativas, éste hace caer la autoestima por debajo incluso de nuestros propios pies, ya nada se respeta, simplemente nos hemos perdido todo el respeto y cualquier insulto vale con tal de sentirnos heridos, con tal de hacernos daño. Estamos resentidos con nosotros mismos, en definitiva, no nos queremos.
Y esos dardos envenenados que con toda impunidad e intimidad nos lanzamos continuamente, nunca son puestos en duda, simplemente nos los creemos sin pedirles evidencias… “soy un inútil y siempre lo seré” “no valgo para nada” “no le importo a nadie” “nada me sale bien”. Esto que a cualquiera nos pondría los pelos de punta primero, para más tarde revelarnos y fulminar con un golpe de realismo, para ellos es totalmente merecido, el dolor que les produce es un castigo aceptado y asumido y nada más lejos que el mínimo intento de valorar o comprobar el mayor o menor ajuste a la realidad de los insultos ingeridos pero nunca digeridos.
La única esperanza es detectar este proceso insidioso de autodescalificación sin piedad y hacerle ver el error en sus afirmaciones y predicciones.
Y aún así, no es fácil. Cuando esos autodialogos, pensamientos negativos y rumiaciones denigrantes son descubiertas y por fin en el curso de un amargo llanto los dardos quedan al descubierto ante la incrédula mirada de sus padres o amigos. Por mucho esfuerzo que se ponga en explicarle que todo eso no es exactamente cierto, que está magnificado y que no se ajusta en absoluto a la realidad, los esfuerzos serán en vano ante la tozudez, falta de flexibilidad e irracionalidad de sus creencias. Su autoconcepto y su baja autoestima son ahora el filtro por donde pasan sus nuevas experiencias que automáticamente serán interpretadas según el sesgo existente.
Este es un camino doloroso y más común de lo que nos pensamos, el cual me gustaría haber expresado con los suficientes detalles como para que sirva a padres y amigos, pero sobre todo a ellos mismos para detectar una situación y un proceso, a ser posible antes de llegar a este punto, pues si, como digo, el camino es penoso, también es cierto que lo peor está por venir si no se le pone remedio.
Lo cierto es que ésta situación se suele complicar entorpeciendo y haciéndonos fracasar en nuestras relaciones sociales, de pareja, aislándonos con el fin de sentirnos más seguros y protegidos, poniendo trabas a nuestras aspiraciones en el trabajo, o tal vez, complicándose con una Fobia Social y/o depresión.
Insisto, no lleguemos a éste punto, cuando nos sorprendamos pensando de esa manera, lanzándonos dardos envenenados, los cuales podemos detectar porque automáticamente después cambia nuestra emoción, ósea, nos sentimos deprimidos, molestos con nosotros mismos, defraudados, desesperados, pidámosles evidencias, pongámoslos en duda, comprobemos si hemos magnificado o exagerado esos pensamientos negativos y sus consecuencias y valoremos objetivamente si se ajustan a la realidad.
Y una reflexión ¿el lanzarse dardos envenenados es sólo una práctica típica de la adolescencia?