Aunque en algunos momentos de mi vida me haya dado coraje, tengo que reconocer, que nunca he sido ni guapa ni fea, ni gorda ni flaca, ni alta ni baja. Incluso, desde hace algún tiempo, tampoco soy ya ni joven ni vieja.
Esto no lo digo porque sí, lo digo para que todos sepan que no hay nada extraordinario en mi aspecto y que simplemente soy, lo que todos llamarían, una persona normal.
Dicho esto, ya puedo contaros algo que me ha pasado recientemente.
Hace cinco meses y medio fue mi cumpleaños y mi hermano me regalo un gorro de lana de color rojo oscuro, con forma de bombín de los del alita para arriba. Yo nunca había visto uno así hecho de punto, y me encantó. Me dijo que lo había comprado en su último viaje, a una señora de piel muy morena, con el pelo blanco y los ojos brillantes que se le acercó con la misma intriga y la misma complicidad de un amigo cuando te cuenta un secreto, y con las mismas ganas de camelar de las mujeres que quieren venderte romero y buena suerte por la alameda. Ella le aseguró que era un sombrero mágico, que lo había hecho con sus manos y con la lana de sus ovejas y que tenía unos poderes ocultos que no podía desvelar. Mi hermano, por supuesto que no creyó ni una palabra, pero entre que aquella manera de vender le pareció muy divertida, y que siempre dice que a mí me gusta todo lo que es un poco raro, que me fascina lo que es bastante raro y que me maravilla lo que es tan raro que ya no se sabe ni lo que es... Lo compró para mí.
Acababa de comerme un potajito de lentejas con su morcillita y todo, la primera vez que salí de casa con mi precioso gorro de lana de color rojo oscuro, redondo como un bombín y con las alitas para arriba.
Nada más pisar la calle me sorprendió que todo el mundo me saludara sonriendo. Los vecinos hablaban conmigo mostrando interés por lo que yo pudiera decirles. Unos niños que jugaban delante de mi portal, me echaron la pelota como si yo tuviera la menor pinta de futbolera, y hasta los coches se paraban para que cruzara sin que hubiera ni semáforo, ni paso de cebra, ni nada de nada.
No se por qué asociaría esto a mi sombrero, pero lo hice y me asusté.
Me fuí a casa. Me quite mi precioso gorrito rojo y me tumbé en el sofá. Puse la tele que siempre me quita las ganas de pensar, y decidí no darle importancia a lo que acababa de pasarme
Sin embargo, tardé casi un mes en volver a ponerme mi regalo para salir a la calle. Me lo colocaba de vez en cuando delante del espejo y, aparte de ser lo primero que me ponía en la cabeza sin verme horrorosa, no notaba ninguna otra sensación.
Por fin una tarde, después de comerme una palmera de chocolate que siempre me da muchas ganas de tirar hacia adelante, me puse mi sombrero y me fui a pasear. Hablé con todo el que me cruzaba, me enteré de muchas cosas de la vida de personas que hasta entonces únicamente conocía de vista. La gente se mostraba feliz con solo estar charlando conmigo , y mi barrio me pareció mi barrio por primera vez. Ya casi estaba anocheciendo cuando volví a casa segura de que mi precioso gorro de lana de color rojo oscuro y con forma de bombín, iba a cambiarme la vida.
Me quité mi sombrero y me tumbé en el sofá a escuchar jazz. Solo quería tener paz y poder pensar tranquilamente en todo lo que estaba viviendo. Para cuando las notas de la trompeta de Louis Amstrong recorrieron el salón, mis miedos ya habían desaparecido.
Aunque en otros momentos, también me haya dado coraje de esto, la verdad es que nunca he sido una mujer muy ligona. Primero, porque ya he dicho que no soy ni guapa ni fea y segundo, porque tampoco he puesto yo demasiado interés. Pero claro, entre todas las personas que se me acercaban, también había chicos guapísimos con muchas ganas de arrimarse a mí. Así que empecé a disfrutar de los novios más atractivos del mundo. Yo me ponía mi precioso gorrito y lo primero que pillaba en el armario y hombres espectaculares se peleaban por seducirme. Hombres que no conocía de nada me miraban con ese embelesamiento que, una persona corriente como yo, solo podía ver en los ojos de alguien muy enamorado... Tengo claro que esta es una de las cosas que más voy a echar de menos.
Ser el centro de atención de mi mundo, tenía sus inconvenientes. Pero yo, que siempre había pasado desapercibida, de repente sabía lo que significaba ser popular. Y para mí, durante algún tiempo, sin duda que mereció la pena.
Pasé casi cinco meses, viviendo mi nueva vida y sin pensar demasiado. Hasta que una mañana de domingo, de hace poco más de dos semanas, mi madre vino a casa temprano. Traía un periódico abierto en una mano, unos cuantos doblados en la otra y la respiración más rápida que yo nunca había visto en ella.
Mi foto aparecía en la portada del diario más importante de la provincia y, ni entonces ni ahora, puedo expresar lo que sentí. Lo que si sé, es como la perplejidad al principio, el orgullo por un momento y el rechazo después, se me mezclaban con la idea mucho más clara y mucho más fuerte, de no saber lo que estaba pasando.
Al día siguiente, aún no había terminado de tomarme el café, cuando sonó el teléfono.
El secretario del presidente de no se que multinacional me llamó. Por supuesto, colgué alucinada. Me tumbé en el sofá, encendí la tele y subí el volumen. Pero el teléfono volvió a sonar.
— Buenos días. No me cuelgue. Solo queremos hablar con usted. Le pongo con el presidente
Me aparté el auricular. Quité la tele. Intenté respirar tranquila. Me acerqué el teléfono y escuché. Quedé para por la tarde.
Necesité meterme en la ducha y ponerme a la Callas cantando bajito para reaccionar. Llevaba algún tiempo convencida de que mi precioso gorrito de lana, redondo y de color rojo oscuro era indudablemente mágico. Pero en aquel momento, mientras el agua tibia y el jabón resbalaban por mi cuerpo, fui consciente por primera vez de que mi precioso gorrito de lana, redondo y de color rojo oscuro, también era indudablemente peligroso.
Me hice una ensalada de atún, y un bocadillo de queso con tomate que no pude terminarme. Me vestí con unos vaqueros y una camiseta —a fin de cuentas ya nadie se fijaba en mi ropa—, me coloqué mi sombrero y me fui a coger el tren de las cinco. A las siete y media entraba en la central.
Todos vinieron a saludarme, por cada puerta asomaba alguien para darme la mano. Todos me sonrieron y todos parecían emocionados al verme. Tardé casi una hora en llegar al despacho más enorme y con la mesa más grande y más fea que yo nunca había visto, pero tardé menos de veinte minutos en salir de allí.
Me quité mi gorrito de lana rojo, pero mi cabeza ahora estaba llena de proposiciones, de ansiedad, de euforia y de dudas. Las palabras anuncios, televisión, vallas publicitarias, ruedas de prensa, conferencias y cantidades de dinero con las que me era imposible dejar de fantasear, flotaban en mi cabeza como rótulos de neón mientras abandonaba aquél edificio.
En el tren de vuelta, las luces de las farolas y de las estrellas que aparecían por mi ventanilla, me mareaban y me despejaban a la vez. Pensamientos de color gris y de color naranja se entremezclaban y cambiaban constantemente mis sensaciones
La idea de que cosas insignificantes que no deberían importarnos sean capaces de arrastrarnos sin que nos enteremos siquiera, y la impresión de convertirnos en marionetas movidas por ridículos hilos tan fácilmente, me inquietaba más que nunca. Ahora todo se había hecho más evidente para mí. Ahora tenía algo mullido, suave y de color rojo entre mis manos, que me hacía tocar estas reflexiones de una manera absolutamente real.
Al llegar a casa me tumbé en el sofá y puse la tele a todo volumen para no seguir dándole vueltas a la cabeza, pero no lo conseguí. La apagué y dejé que los beatles me acompañaran en mi sillón.
La inquietud, las preocupaciones y los cambios de humor, fueron mis compañeros de piso en los días siguientes. Si seguía adelante conseguiría muchas cosas, y algunas de ellas geniales —a esas alturas ya tenía claro que la famosa erótica del poder era tan real como mi sombrero—, pero también me iba a meter en un mundo de manipulación del que, además, solo yo sería consciente. Y este solo yo, era lo peor de todo. Sin duda que ese fue el momento en que, para mí, todo aquello dejó de merecer la pena.
Cuando estamos dentro del engranaje del mundo es mucho más fácil ser feliz, que cuando nos damos cuenta de los tornillos que andan sueltos en esta maquinaria ruidosa que formamos entre todos. Y yo no quería ser la única que viera esos tornillos.
Consciente de estar apostando por mi vuelta a la mediocridad, estoy ahora mismo en el aeropuerto. Tengo en una mano mi precioso gorro de lana redondo y de color rojo oscuro, con forma de bombín de los del alita para arriba, y en la otra un billete de avión y una maleta pequeña.
Siempre he querido viajar lejos y ahora especialmente a un lugar que mi hermano ha necesitado varios mapas y mucha paciencia para explicarme donde está.
Espero que no se enfade conmigo porque vaya a devolver su regalo.
Y espero que a la señora de piel muy morena, con el pelo blanco y los ojos brillantes, no le importe demasiado que se me haya perdido la bolsa y el tique.