Mi gusto por el cine no puede sorprender a ninguno de los que amablemente pasáis por aquí, pero ha sido ahora, en este 2020 tan extraño, cuando he dado rienda suelta a la necesidad de aprender más sobre el séptimo arte. He leído varios libros sobre el tema y he visto más de 300 películas. Lo peor es que me ha parecido poco.
Lejos queda aquel día de invierno de 2019 en el que me senté a ver, por enésima vez, Con la muerte en los talones y duré veinte minutos. Me preocupé entonces, pero por fortuna fue una falsa alarma, un momento mal elegido, porque he vuelto a disfrutarla hace pocos meses y me sigue maravillando.
Veo una y otra vez las cintas que me gustan, sin comprender a los que dicen: “esa ya la he visto, ya sé de qué va…” ¿Es que acaso nos cansamos de ver Las meninas o La Gioconda? ¿Apartamos la vista cuando pasamos frente a un van Gogh o un Rembrandt ya conocidos? Con cada visionado, me sumerjo de nuevo en lo que considero una obra de arte, descubriendo matices que había pasado por alto. De este modo, hay películas que me receto a mí mismo una vez al año.
Creo que esa es la principal diferencia: que la mayoría de la gente se sienta a ver una historia, mientras que los “cinéfagos” nos fijamos en otras cosas. Consideramos que el buen cine es un compendio de muchas otras artes, un batiburrillo que suma teatro, danza e interpretación: música, pintura y fotografía. La composición, los ángulos de la cámara, los encuadres, el casting, la puesta en escena y la dirección de actores, etc. La historia es importante, pero más aún cómo te la cuentan.
El cine sublima esas reuniones en torno al fuego en las que intercambiábamos relatos bajo un cielo estrellado. Todavía hoy, seguimos arreglando el mundo sentados en un café, inventamos historias que nos emocionan y asustan, nos enamoran y nos hacen reír; o llorar. Visitamos otros mundos, reales o imaginados, de cualquier época, descubriendo calles que hemos paseado o paisajes que nos sobrecogieron, pero también lugares imposibles que nunca veremos de otra forma.
Cuando el producto es bueno, nos sentimos protagonistas y nos trasladamos al otro lado de una pantalla que se vuelve invisible. A menudo, nos identificamos con el malo, queremos que tenga éxito en su delito y nos preocupamos cuando las cosas no le salen bien, pero también nos compadecemos del débil, del que sigue el camino recto y de las víctimas inocentes. Somos valientes, intrépidos y nobles; héroes quizás. O villanos, cobardes, miedosos y traidores. Todo ello sin levantarnos del sofá.
Los decorados, el vestuario, el atrezzo, la ambientación, los pequeños detalles que dan cuerpo a una realidad bidimensional están ahí, esperando que les prestemos atención mientras los efectos especiales y los trucos cinematográficos suplen las carencias. Mi cerebro es incapaz de prestar atención a todos los detalles en un primer visionado, pero yendo más allá de los aspectos técnicos, lo cierto es que hay cintas que me emocionan una vez tras otra.
Disfruto cuando descubro que nada es casual, que esa figurita fue elegida cuidadosamente, que la escena del principio nos anticipa el final y que el emplazamiento de la cámara responde a un plan. La fotografía dirige mi mirada sin que me dé cuenta, mientras que la iluminación resalta un rostro o nos esconde las esquinas de una habitación. El corazón se relaja y acelera al ritmo de una música que nos lleva en volandas. Los cambios de guion nos sorprenden, engatusan o disgustan, mientras los diálogos, lejos de ser casuales, responden a un trabajo previo de meses que les da prestancia y coherencia. Por eso el cine actual, mero espectáculo pirotécnico de usar y tirar en su mayor parte, me gusta menos.
No es, pues, tanto lo que te cuentan sino cómo lo hacen. Después de todo, cuando admiro un cuadro de Vermeer, lo que menos me importa es quién está representado junto a la ventana o dónde se encuentra.