Ese domingo de mayo, tuve que cambiar de planes, ya que daban algo de
lluvia por la zona de Constanza, que era mi destino previsto. En cambio, en Zug
se estimaban treinta grados, que, sumados a la humedad del lago, harían que el
bochorno se apoderase de la ciudad.
En estos casos, lo mejor es subir a la montaña, aunque
el Zugerberg, con sus 925 metros no tenga la suficiente altitud como para que
el frescor se note demasiado. Un funicular nos lleva en apenas 8 minutos de
trayecto, salvando la empinada pendiente sin esfuerzo.
Una
vez arriba, las vistas del lago de Zug son espectaculares, y en los días claros
se pueden divisar los Alpes. No sé cuántas veces habré hecho estas mismas fotos,
pero el paisaje sigue sorprendiéndome como si fuese la primera vez.
Nos
espera la nada despreciable cantidad de 80 kilómetros de senderos por los que
perderse, siempre que uno quiera. Yo suelo caminar despacio, cargado con el
tele, en busca de unas rapaces que nunca aparecen cuando las necesito, así que
uso el móvil como gran angular.
En
esta época del año abundan las flores, y los árboles ya tienen hojas.
Paso
junto a este restaurante, pero no me detengo; lo dejo para luego, porque ahora
lo que quiero es caminar.
La
variedad de especies permite que se atraviesen pastos y bosques de pinos, por
lo que tenemos una gran cantidad de tonos de verde diferentes.
Me
adelantan algunos ciclistas, también familias con sus carros infantiles; el
camino es ancho y cómodo, sin grandes desniveles salvo que nos encaminemos
hacia alguno de los lagos. Entonces, el descenso es muy pronunciado, pero yo
pienso volver por donde he venido.
Se
agradece la sombra de los pinos, y el paisaje cambia con cada curva, pero las
grandes aves siguen esquivándome.
Doy la
vuelta y me encamino hacia el restaurante, donde sé que me tomaré una cerveza a
vuestra salud.
Es una
suerte tener el monte tan cerca de casa. Te permite llenar un domingo al tiempo
que escapas del calor y haces un poco de ejercicio.