Salgo a media mañana, en la hora en la que el sol ya calienta un poco a los personajes de mi novela. Atolondrado, con la cabeza gacha, me escabullo por entre los coches, los viandantes (qué palabra más técnica). Se vislumbra una iglesia, algún callejón. Aparece a mano derecha. Cuentan los viejos de lugar que antes estaba en los bajos del Hotel Reina Victoria, que tenía cenadores y sillas de hierro forjado y que el sol de la tarde rasgaba su puerta dando a sus maderas literarios tonos ocres.
Este es moderno, casi de diseño, alargado, de pasillo. Me he sentado en la barra junto a un tipo que se ha fumado dos cigarrillos en cinco minutos mientras apuraba su Red Bull. Se ha acercado Beatriz, me ha preguntado si quería lo de siempre. Le he dicho que sí. Se ha girado y ha asomado un duendecillo burlón tatuado en su hombro. Cae el café, con toda su crema, saboreo un poco la espuma. Estaría tomándolo todo el día. Jugueteo con el azucar, la espolvoreo a lo largo y ancho de la taza, se mezcla con la crema y luego cae a las profundidades parduzcas de la taza. También llega la tostada; la tomo con tomate, aceite, sal y una pizca de pimentón. Como primero la tostada y dejo un último trago de café para quedarme con ese amargo sabor que deja la vida y el dulce que deja el cafe.
De pequeño (no hace mucho) deseaba poder atreverme a entrar en una cafetería, restaurante a desayunar, comer o lo que fuere y hacerlo solo. Lo veía de lo más moderno, "madrileño", cosmopolita. Ahora puedo hacerlo y, la verdad, no es para tanto. No obstante el momento del desayuno es casi el más dulce del día. Es un desperezarse al mundo.
Pago y me despido de una Beatriz otra vez sonriente. Hasta mañana. " Mientras sigais haciendo el café así, seguiré viniendo".