Fuentes en mi vida
El viaje a Salta lo programé con mucho tiempo pese a que mi relación con Luciano estaba siempre llena de indecisiones.
No faltaba eso que llaman amor pero la palabra comprensión él no la conocía, no entraba en su vocabulario. No entendía la diversidad de mis horarios, mis tiempos para entrenarme, para estar con el cuerpo en condiciones y brindar clases a la altura de mis exigencias, aunque supiera de mis contratiempos para correr de una escuela a otra. Yo iba de una escuela a otra.
Mi vocación por la Educación Física la idealicé desde muy chica, me gradué y por un año tuve suplencias hasta que logré la titularidad. Constantemente le explicaba mi esfuerzo, la satisfacción que sentía por trabajar en lo que me gustaba, pero eso no hacía mella en él.
Luciano...Lo amaba. Tontamente, ridículamente se creía el ombligo del mundo. Era lo que nos distanciaba .Además me celaba. Celaba de mis compañeros, de mi familia, de cualquier hombre que estuviera cerca de mí. Me celaba de los celos que él concebía. Pero yo lo amaba. Muchas veces me imaginaba como la señora Nélida Osorio de Domínguez. La señora de Domínguez... me gustaba. Teníamos algunas otras cosas en común. Los libros, la música, los domingos al sol, las ganas de formar una familia.
Lo que no entraba en nuestras conversaciones era su historia familiar. Conocí a Leonardo, el hermano mayor de casualidad en una muestra fotográfica en el Centro Cultural San Martín. Lo chocamos en el hall y pareció sentirse obligado a presentarlo porque le percibí un gesto de desagrado. El padre había muerto hacía mucho, no supe de qué y de la madre nunca supe de su existencia. Luciano no la nombraba jamás. Era lo que no se tocaba en nuestras charlas. Su mamá. En un principio creí que era fortuito. Con el tiempo me di cuenta que el tema era inabordable.
Un día de octubre, a mitad de mes, para los festejos del día de la madre, me regaló un prendedor muy fino y delicado. Cuando me lo entregó, con un beso, en la profundidad de sus ojos percibí un brillo como de misterio, diferente a los destellos que conocía muy bien. No me atreví a preguntar. Jamás afronté el tema.
En las últimas vacaciones de invierno le propuse un paseo. Se me ocurrió el norte, Salta. Ni me dejó terminar de hablar. Puso el grito en el cielo, ¿al norte? ¿Salta? ¿Tan lejos? ¿Los dos o sola? Las preguntas las prorrumpía con énfasis y enojo. Fueron varios los días que tocamos la cuestión del viaje. No acordamos y me fui sola.
Organicé el periplo y el equipaje rápido. De la misma forma hice con el transporte. Computaricé mis ahorros saboreando las distancias que recorrería. Calculaba que para llegar a la capital salteña transitaría alrededor de 1.600 kilómetros. Estaba exultante. A pesar de conocer mi país y el lugar por fotos y estudiar la materia en la escuela secundaria que la ciudad Salta del Valle de Lerma se ubicaba al pie de los cerros, el 20 de Febrero y el San Bernardo, me parecía increíble poder llegar hasta allí.
Me largué con el firme propósito de conocer el mentado boliche Balderrama, la Casa de Güemes y por supuesto animarme a subir al Tren de las Nubes mirando hacia abajo ese precipicio de 4.000 metros. Ni que pensar el hecho de recorrer la Puna de Atacama, casi tocar la Cordillera de Los Andes, las sierras, atravesar la llanura chaqueña….todo me producía inquietud y contento.
Luciano no me acompañó a la estación para despedirme y partí enfurruñada. Poco a poco, a medida que pasaron las horas mi disgusto fue mermando. Yo quería haber ido con él y me resultaba extrañeza que a pesar de sus celos, de su amor, desistiera, mejor dicho no formara parte de mis planes. Pero me había encaprichado y seguí con mis planes.
Llevaba material para leer. El Hacedor, de Borges que cada tanto releeo y de Cortázar, Ceremonias y Alguien que anda por ahí, que me parecieron suficientes para cuando los necesitara. Además en los viajes siempre he vuelto con algún libro nuevo y esta costumbre, tan acendrada en mí, seguramente se repetiría.
Mi circunstancial compañera de asiento de entrada me pareció extraña y con un dejo de agradable a la vez. Dormitó toda la mañana reclinada y cada tanto emitía un suspiro como salido de una fuente de angustias. La miraba de reojo, observaba su piel olivácea con surcos muy finos vaya a saber por cuántas lágrimas transitados. El pelo negro como telón caído amagaba dulcificar la mueca descendente, muestra de trillado llanto. La sombra de sus ojeras tenían un lento, profundo negro que concordaba con la finura de los labios pálidos en esa cara triste, lastimera. Mi observación se adueñó de ella en el transcurso de la mañana en meticulosidad curiosa.
Cuando estábamos llegando a Santa Fe entreabrió los ojos de ese rostro que me había distraído. Era una atracción que transitaba entre la curiosidad y la letanía del trayecto, cuando el pasaje empezó a movilizarse para calmar los llamados presurosos de los estómagos que invariablemente en los viajes pide imperiosa y pretenciosamente que se lo atienda. Era el momento. El momento en que la gente se mueve, crujen los papeles, crepitan las galletitas, se huelen las milanesas o el pollo, la mayonesa de los sándwiches, comienza el ritual del almuerzo o decididamente bajan a comer.
Como dije, ése fue el momento en que ella entreabrió sus ojos y me vio. Y la miré. De ahí en más me introduje como pez en agua mansa y a mis anchas en la vida de Carmen Fuentes.
A medida que pasaban las horas e intercambiábamos sus vivencias en contraposición de mi corta experiencia, conocía más su historia de lucha perseverante, sus pasajes efímeros de alegría, sus pequeños y grandes logros y a pesar de que yo le contara con explicitud el motivo y los inconvenientes de mi viaje, no salió nunca en nuestro diálogo, la razón del suyo. No me inquietó. Sólo dejó un vacío en la supuesta y fugaz complicidad. Sin mucha curiosidad le oí ligeramente nombrar algo así como de una dolorosa maternidad y como el pasaje hacía barullo con el tema de las vituallas esto impidió que llegara a terminar de conocer la problemática de la cuestión.
Cuando por la tarde el ocaso transmitía la lenta decadencia del día, volví a oír su voz suave. Ya era impostada, con su vista hacia la lejanía y recitó los primeros versos tantas veces leídos, tantas veces queriendo ser su matriz...” en su grave rincón, los jugadores/ rigen lentas piezas. El tablero/ las demora hasta el alba en su severo/ ámbito en que se odian dos colores”...y agradecí haberla conocido. En su timbre vislumbré la figura del poeta máximo abarcando el entorno.
La magia de El Ajedrez en un soplo terminó. Carmen Fuentes siguió en susurro con las palabras pena, anonimato, desconfianza, amor y desamor. Levantó un poco el tono de su dicción, una dicción parsimoniosa, marcada, acompasada en un decir silabeado y escuché “condicionalidad”. No la entendí y no pregunté. No preguntar fue siempre uno de mis grandes impedimentos
El caso fue que Carmen Fuentes, al llegar a destino desapareció de mi vida como había entrado. Así porque sí. ¡Tan misteriosa ella!
Como en un cambio de pañuelo, como el que apenas entreví en su bolsillo
Ahora, bajo del micro en Retiro, llevo mis maletas a un barcito y pido un café. Mientras espero me digo, cuánta coincidencia de nombres (siempre me llaman la atención las coincidencias). El galán Fuentes de Cambio de Luces, el de Alguien anda por ahí y Luciano. Luciana pasa a ser Luciano, el hombre con el que quise construir algo. Luciana, el personaje del cuento con su juego a dos puntas. Luciano que me deja ir como si nada y Fuentes que jura con Angelita amor eterno en los baños del Club Gimnasia y Esgrima, así como con mi Luciano nos decíamos las cosas más bellas entre besos, abrazos y avances en los jardines de Palermo.
De vuelta de ese espléndido paseo por Salta la Linda, del disfrute de conocer cuanto pude, ahora estoy ya en mi Buenos Aires intentando saber qué será de mi gran amor y al mismo tiempo, en la parada del colectivo cómo viajar para llegar al colegio a horario. Trato de subir al primero que pasa y nada. Imposible. Atestado. Es la hora crucial de las escuelas y las oficinas.
Una ambulancia con la sirena a todo volumen se detiene a metros mío en la esquina de Callao y Corrientes.
La mujer está en el suelo atropellada, parece ser por un vehículo, asistida por un médico. No puedo con mi genio, me acerco. Los ojos de Carmen Fuentes se abren y cierran y un joven con la cara de Luciano, los ojos de Luciano, sí, es Luciano, las manos de Luciano le acarician la frente y le dicen, mamá, vas a estar bien, ya está, ya está, hablá con los muchachos…hace lo que puedas, ocultá a Leonardo, ocupate…ya estamos jugados.
En este mismo instante recuerdo que Carmen Fuentes en aquel susurro impostado había mencionado algo sobre hijos, que no tomé entonces en cuenta, porque sí, porque fue al pasar, al pasar. Al pasar, algo que nunca deja de pasar.