Fuera en el jardín el otoño se ha colado en silencio, bajo un murmullo, casi sin hacer ruido, atendiendo sólo a los tonos anaranjados y al repiqueteo del agua en los bancos que pueblan sus rincones. Acomodado en uno de ellos,
el hombre del banco juguetea con el parche de su ojo, que luce orgulloso y le hace levantar si cabe más su prominente y desairada barbilla. Observa con su único ojo al personal que deambula frente a él y adopta entonces un semblante interesante, elevando los labios como para besar, con los brazos en jarras, se relame la boca, mientras suelta una risotada al compás eufórico de un
“ron, ron, ron, la botella de ron” que comienza a entonar desaforadamente...el personal a su paso lo mira con cara de pocos amigos, pero a él le da igual, le divierte, su nueva condición de
pirata le parece extremadamente excitante y mientras se regocija en ella, se sitúa a tan sólo dos metros de él esa
mujer que va de la mano de otro y que él tanto desea. Momento en el que el hombre del banco comienza a espetarle un guiño de su único ojo, pero se enfada al comprobar que al cierre de su párpado todo es negro y no atina a averiguar si ella le muestra sus favores...así que ofuscado en el intento opta por lanzarle minúsculos besos a la par que abre y cierra rápidamente el parche de su desaparecido ojo, como en un ritual de apareamiento insectívoro...cual es su sorpresa cuando como muestra de su devoción la doctora se dirige hacia él, se inclina, le sujeta la cabeza con firmeza y comienza a inspeccionarlo...
El hombre del banco se abandona a todas las suertes en sus cálidos brazos, deja caer su párpado, ciega su mirada y alarga sus labios para besarla, paralizándose al tiempo en el que otros labios lo reciben generosos y humedecen los suyos, se cuelan entre su lengua, lo saborean y se fusionan en el goce de sus encantos, mientras languidece de placer...lentamente vuelve a recuperar la compostura, respira hondo, agudiza los sentidos de la vista, enfoca la mirada, mientras comprueba que los cabellos rojizos se han tornado rubios y escasos, a veinte centímetros de su cara un hombre de mediana edad y complexión gruesa le acaricia los pómulos dedicándole todo tipo de agasajos...
Petrificado, impactado, omitiéndose entre la espesura del jardín, como un fantasma sin limbo,
el hombre del banco siente pánico, enmudece, al tiempo que la joven doctora pronuncia las palabras:
-Le presento a su redentor, el señor marqués.
El hombre del banco, comienza a gritar y a correr como perseguido por el diablo y desparece entre el sendero que delimita el estanque.
