Se que el relato que presento esta semana ha quedado excesivamente largo, somos muchos para leer en los jueves y textos como este mío, tan extensos, espantan sólo de verlo. Pero no puedo, en esta ocasión tampoco deseo recortarlo más de lo que ya he hecho. Por lo que pido comprensión a todos, jueveros o no, que deseen leerlo.
La historia forma parte de la que inicié en "Recuerdos de color sepia" en el jueves de la Mirada al pasado.
El tiempo de los libros
Era sor Angustias una monja
bonachona y bastante entrada en carnes, de sonrisa fácil y con una curiosa voz aguda que cuando gritaba hería
nuestros oídos como el chirriar de la tiza en la
pizarra. Sor Angustias era nuestra maestra en el sanatorio de la Malvarrosa. La pobre monja ponía todo el empeño por inculcarnos algo de cultura y conocimiento, labor harto
compleja dada la escasa hora diaria que le dedicábamos a la geografía, a la historia y a las matemáticas, y al poco empeño y
colaboración que nosotros le poníamos. Constantemente nos recordaba aquello de : “las enfermeras
se ocupan de sanar vuestro cuerpo pero yo me encargo de fortalecer vuestra mente y sobre todo vuestra alma”.
Sor Angustias también era quien se ocupaba de hacernos entender los misterios
de la religión y el catecismo todas las tardes antes de la cena.
La hermana cuidaba con exquisito esmero de la biblioteca que se encontraba en un rincón de la pequeña habitación con
tres mesas cuadradas y dieciocho sillas, perfectamente ordenadas, donde dábamos
clase. Allí, junto a las enciclopedias Álvarez y los catecismos, se encontraban
unos cincuenta libros, perfectamente alineados, en los que ni yo ni mi
inseparable amigo Javi, habíamos tenido nunca la menor curiosidad por leer. Nuestros
héroes estaban en los tebeos que era donde de verdad se vivían las aventuras y con
los que disfrutábamos. Emulábamos con pasión
infantil a El Jabato o a Roberto Alcázar y Pedrín, con los que
tratábamos de llenar aquellas tardes en las que el frío, a veces convertido en
escarcha, y el viento, cuyo rumor se mezclaba en ocasiones con el ruido de las
olas al depositarse agotadas en la arena de la playa, golpeaba violentamente en
los cristales de las ventanas e impedía que pudiéramos salir a la terraza; aun
así, y a sabiendas de que estaba prohibido, nos las ingeniábamos para corretear
por los pasillos dando inestables saltos y enzarzándonos en peleas con las que,
invariablemente, tratábamos de echar a los romanos de España.
Fue una tarde cuando la propia
sor Angustias, cansada de ver como nos revolcábamos por los suelos, en lo que
ella denominaba “licenciosas tardes de
bárbaros asilvestrados”, nos entregó a cada uno un libro que sacó de la
estantería. – Así podréis disfrutar con
el placer de la lectura y calmar un poco esa sangre salvaje – nos dijo.
A nosotros aquella inesperada
tarea nos hizo tanta gracia como cuando nos obligaba a aprendernos de memoria y
a recitar en perfecta entonación el Credo, los Siete Pecados Capitales o los
Reyes Godos, ninguna. Pero negarse no era posible, sor Angustias podía ser muy
intransigente y desde luego muy persuasiva cuando ordenaba algo.
A Javi le entregó un libro titulado“Un viaje a la Luna” de Julio Verne; a
mi “Aventuras de Huck Finn” de cuyo
autor, Mark Twain, a mis cumplidos diez años, jamás había oído nada. Las
portadas eran preciosas, llamativas y llenas de color. Incluso en el interior
de ambos libros, cada pocas páginas, había multitud de viñetas como las de los
tebeos. ¡Anda que no era lista sor
Angustias ni nada!
Así es que desde ese día casi
todas las tardes, Javi y yo nos pasábamos un buen rato sentados en el suelo
leyendo. Aprovechábamos los lánguidos rayos del sol de invierno que se filtraba
a través de los enormes ventanales, para tal menester; cada día intentábamos buscar un lugar distinto
para leer, tras la pertinente siesta, algo que a sor Mercedes, la madre
superiora, no parecía hacerle demasiada gracia a tenor de los gritos que nos lanzaba
cada vez que nos veía desparramados en mitad de algún pasillo.
No puedo evitar ahora, tantos
años después, recordar aquellos tranquilos momentos de sosegada lectura y como
en ocasiones me fijaba en lo gracioso que resultaba la especial y curiosa manera
que tenía Javi de coger el libro, con sus bracitos tan cortos, y la habilidad
que demostraba para pasar las páginas con sus manos pequeñas y agarrotadas pero
con unos dedos largos y delgados. Siempre me pareció asombrosa esa destreza,
supongo que la misma extrañeza que le produciría a él que yo, de vez en cuando,
saliera corriendo como alma que lleva el diablo dando cojetadas cada vez que
alguna monja pretendía darme un pescozón.
Aquel primer día de lectura
obligada creo que sufrí un shock que aun hoy me dura. Me enfrasqué en las
aventuras de Huckleberry Finn y el esclavo negro Jim y rápidamente me entusiasmé
como hacía mucho tiempo no me ocurría. No puedo saber muy bien porqué, pero
aquellos dos personajes perseguidos con saña y que simplemente deseaban una libertad que otros les negaban porque si,
me emocionaron al instante. Huckleberry era un pilluelo cabezota y mal encarado
que trataba de escapar de su padre, un truhán borracho que le daba continuas
palizas, y Jim, el esclavo negro, que me rompía el corazón con su inocencia y
sus miedos ante unos ciudadanos supuestamente honrados pero desalmados que
pretendían quitarle una libertad que el
tanto ansiaba. En aquellos años yo era incapaz de entender la palabra esclavo,
no podía comprender como unas personas podían comprar a otras personas y
quitarles por ello la libertad de ser y actuar por ellas mismas. Hoy sigo sin
entenderlo.
Durante varias noches, las que
duraron la lectura del libro y muchas otras, soñaba con ellos dos y sus
aventuras. En ocasiones me veía a mi mismo acompañándolos y surcando con mi
sombrero de paja y mis pantalones roídos el Misisipi en nuestra barca,
construida a base de troncos atados con fuertes sogas. Esos sueños tan vividos se
parecían mucho a los que tenía cada vez que llegaba a mis manos un nuevo tebeo
de alguno de nuestros héroes, pero esto era diferente, Huck y el esclavo Jim no
eran personajes estáticos en los que tenía que imaginarme las cosas que
sucedían. Ahora, leyendo, lo podía ver y sentir con una claridad y una nitidez
absolutas. Ningún tebeo explicaba las aventuras como lo hacía aquel libro. Las
descripciones tan fascinantes de los paisajes, los personajes y sus historias,
conseguían que yo me sintiera parte de
las aventuras que leía, parecían tan reales que invitaba a vivirlas. Aquella
experiencia fue un auténtico terremoto en el interior de mi cabeza que ya nunca
me abandonó.
Desde aquel día, nosotros seguimos
leyendo y disfrutando con nuestro Jabato, entregados a nuestras peleas por los pasillos
del sanatorio, tratando de conseguir el amor de Claudia y de echar a los puñeteros romanos de la patria hispana, pero es verdad que ya nada fue
igual. Aquellas primeras aventuras de Huck Finn y del negro Jim, se quedaron
conmigo para siempre.
Cuando el invierno llegó a su
fin, el gusanillo de la lectura ya había entrado en mi; al llegar la primavera
pudimos, por fin, pasar las tardes cada vez más largas y soleadas en la
terraza, entonces la diversión y la alegría de corretear al aire libre con la
brisa del mar acariciándonos la cara se convertía en una verdadera sensación de
estar vivo y de sentirnos en plena libertad, a pesar de los muros de piedra que
rodeaban al sanatorio, pero siempre, entre los juegos y las diarias
obligaciones, encontré un rato, una hora durante la siesta, a escondidas, o
después de ella, para disfrutar con
los
libros que sor Angustias, sonriente e inflada, también de satisfacción, cada
día nos dejaba.
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