Habían decidido iniciar el camino
de Santiago desde su pueblo natal, Calzada del Coto, en la Tierra de Campos
leonesa. No tenían claro si tomar el entrañable camino trajano por Calzadilla
de los Hermanillos o la más socorrida ruta tradicional que les llevaría a
Bercianos del Real Camino. Sea como fuere, acabaron llegando a los arrabales de
León.
En la hospedería próxima a la
capital se registraron como Félix Carbajal y Daría Lera. Nadie pernoctaba allí
desde hacía unas semanas. El bien avanzado mes de diciembre no era la época más
propicia para caminatas. Las heladas de madrugada estaban aseguradas, cuando no pertinaces aguaceros a deshora.
El alberguero se interesó por los
santos que llevaban bordados en sus mochilas.
-
San Esteban y San Roque, los santos de nuestro pueblo.
-
Es costumbre de esta casa obsequiar con unas ramas de
laurel a las peregrinas embarazadas. Daría, llévalo a la vista. ¡Buen camino y
Feliz Navidad donde os coincida!
Era esperable pensar que al
aproximarse a la vieja capital giraran hacia el oeste siguiendo el camino
francés clásico, pasando por San Martín del Camino, Villadangos y Astorga, para
acercarse al Bierzo, fronterizo ya con la brumosa Galicia. Pero no.
Madrugaron, de acuerdo con los
usos de los caminantes, y, por aquello de dar cumplimiento al viejo dicho de que
“quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y no al señor”, tomaron
rumbo a Oviedo con intención de llegar a su catedral.
Conservaban un recuerdo difuso de
la estación del ferrocarril de su pueblo, derribada al quedar sin trenes ¿o se
derribó antes? De niños pasaban horas cerca de las vías viendo pasar los
veloces trenes de pasajeros y los estruendosos trenes de mercancías. Con ese
recuerdo, decidieron seguir una novedosa ruta ferroviaria.
El primer martes de diciembre había
atravesado los túneles y viaductos del valle del Huerna el primer tren de alta
velocidad. Comenzaron a pasar también los trenes de mercancías aunque otros seguían
serpenteando por el familiar trazado del Pajares.
Finalmente también los trenes de
mercancías se despidieron de Busdongo, de Puente de los Fierros, de Linares-Congostinas
y se encaminaron por trayectos y
estaciones sin historia, de nombres tristes y todavía desconocidos.
Daría y Félix llegaron a Busdongo
en dos etapas, dispuestos a transitar, si era posible, por el viejo trazado
ferroviario del Pajares, comenzando por el túnel de La Perruca. No habían
olvidado la linterna, útil para cualquier caminante e imprescindible ahora con
el repentino cambio de planes. Sabían que, si eventualmente se acercaba un
tren, podrían resguardarse en los refugios, esos huecos abiertos en todos los
túneles para que en otros tiempos los obreros de la vía pudieran escapar hacia
ellos al ver acercarse el foco amarillento de la locomotora.
Intentarían seguir exactamente la
senda ferroviaria y, donde no fuera posible, harían el recorrido por el
‘tranvía’, esa ruta exterior y paralela utilizada en el siglo XIX para llevar
obreros y materiales a los túneles en construcción.
Fue así como atravesaron los
túneles del Cantu los Galanes, las Nieves, Las Chagunas, Pandoto, el Topeal,
Valdecales, la Sorda, Burón, el Capricho, la Parra, Orria o el Batán, todos con
su historia, sus muertos, su ingeniería y sus recuerdos.
Descubrieron
una ruta hermosa y virgen para los caminantes.
En Puente de los Fierros optaron
por retomar el camino tradicional de El Salvador, al menos esos kilómetros que
los separaban del Monte Vindio, ese punto estratégico desde el que divisar el
viejo Pajares a este y el naciente Huerna al oeste.
Guiados por un enorme árbol de
Navidad levantado en el canto de Fresneo, subieron la empinada cuesta, una
temeridad teniendo en cuenta el estado de Daría. El único vecino que
encontraron se ofreció a indicarles el camino recto y siguió con ellos un
trecho hasta enfocarlos hacia la ermita de San Miguel, donde se sentaron a
comer unas castañas crudas recogidas en el sendero.
-
Bueno, aquí me despido. Pronto llegaréis a Herías. Hasta
Vindio no hay pérdida. Allí tenéis la iglesia de Bendueños y un albergue. Nunca
estuve pero oí hablar muy bien.
Caminaron siguiendo las
indicaciones y, con la luz del sol bien menguada, estuvieron seguros de haber llegado al monte
Vindio cuando vislumbraron las nuevas vías y sendos trenes bajo una ladera de
cemento desnuda: uno blanquecino de alta velocidad y otro colorido de
mercancías. Traspasando el otro valle, imaginaban entre la bruma los pueblos de
Casorvía y de Malveo, ya sin trenes, pero con la esperanza de recuperarlos,
aunque fueran trenes turísticos y esporádicos.
No eran horas de visitas a la iglesia.
Ya la verían con tiempo al día siguiente, así que se encaminaron al albergue, una
antigua casa de frailes levantada a escasos metros.
A la hospedera le dio un sofoco cuando
les anunció con voz entrecortada que el albergue estaba completo. Nunca le
había pasado tal cosa en diciembre.
-
¿Qué hacemos, ahora, Félix? Ahora y a estas horas.
Unos
peregrinos que oyeron la conversación se ofrecieron a dejarles su litera.
-
No vamos a permitir que una mujer en esa situación
marche de noche a saber donde.
-
De ninguna manera aceptaré un trato de favor.
Para dentro de unos días estaba anunciada
la presentación por todo lo alto de unas misteriosas pinturas barrocas que se
habían podido restaurar después de que la iglesia fuera declarada Bien de
Interés Cultural, así que todas sus estancias presentaban un aspecto impecable.
Lucían una policromía vivísima y unas figuras misteriosas que el investigador no
había querido desvelar todavía, pero la hospedera tenía la llave de la iglesia
y, en consecuencia, del resguardado camerín de las pinturas, situado justamente
detrás del altar.
La hospedera, ágil de reflejos,
encontró de inmediato una alternativa. Cualquier cosa antes que un parto nocturno
y en el camino. Con ayuda de otros peregrinos colocó unas mantas en el camerín
y allí se acomodaron –es un decir- Félix y Daría, que no tardó en romper aguas
y dar a luz un bebé, bautizado días más tarde como Vindio.
Instalados de inmediato en el
albergue –Daría cedió, evidentemente- la hospitalera les había explicado que
Bendueños siglos antes se llamó Vindonnus, pero mucho antes fue conocida como Vindio.
Entre nana y nana, villancico y
villancico, se oía el tenue silbido de los trenes atravesando el valle del
Huerna, mientras en el Pajares no acababa de levantar la niebla.