Luis se lo advirtió: no sabría hasta última hora si podría acudir a la cena de la Nochebuena. Todo dependía de cómo evolucionara esa diarrea que había incubado el fin de semana. Llevaba unos días con fiebre, se quejaba de unos más que molestos retortijones de barriga y sentía ganas de devolver cada dos por tres. Además estaba prácticamente afónico. Si se encontraba un poco mejor acudiría, pero no les prometía una presencia continuada en la mesa, es más, tenía miedo de que la flojera le obligara a pasar más tiempo sentado en la taza del excusado que en la reservada para él en el comedor. Eso fue lo que dijo.
- Lo intentaré, me apetece.
- En la casa hay dos baños, uno queda reservado para ti.- Siendo así, cuenta conmigo, Marti.
Luis echó mano de unas láminas del papel texturado y semiáspero, un tipo de material que no siempre utilizaba pero lo encontró el más adecuado para la ocasión. Seleccionó algunos pinceles y también unos pequeños trozos de esponja y algún trapo, que de todo eso utilizaba para trabajar los pigmentos. Lo metió en una bolsa de publicidad de una farmacia. Así pasaría más fácilmente los inevitables controles visuales de sus amigos, buenos amigos, pero un poco cotillas.
Este año se encargaba Marti, Martiniano, de organizar en su casa la cena de Nochebuena. Por rígido turno rotatorio, se concertaban para cenar esa noche desde hacía veinticinco años, cuando, alejados de su tierra, fueron a coincidir en Paris a comienzos de los ochenta. De aquel remedio nació un compromiso: a partir de entonces se juntarían en las fiestas navideñas.
Las ancas de rana fueron la elección del anfitrión, Martiniano, leonés, como delata su nombre. Para esta ocasión las preparó marinadas en cerveza y no debió escatimar el tomillo, a juzgar por el olor que desprendían.
Así comenzó Martiniano su historia:
- Había nevado mucho y los trenes no tenían paso. Solía ocurrir varias veces a lo largo del invierno y estábamos atentos. Mi padre y mi madre tenían siempre preparados unos cestos por si había manera de coger un poco de carbón de aquellos vagones destinados a la calefacción de los madrileños. Cuando todavía estaba a medias el primer cesto, oímos unos ruidos y nos tiramos al suelo. Entre las ruedas vimos dos hombres. Tumbado y muerto de miedo, solamente distinguí unas botas que primero se acercaron y luego se acabaron alejando. Contuve la respiración hasta que los perdí de vista. No eran guardias. Eran otros dos vecinos del pueblo que buscaban un vagón con estribo para poder encaramarse arriba, pero el miedo que pasé… A menudo me acuerdo de aquellas botas y aquellos pasos.
- Disculpad, me llega un apretón y tengo que ir al servicio.
- Vete, vete, sigo y luego lo cuento otra vez. Luis volvió al tiempo de que Xurxo trajera la fuente de un bacalao blanquísimo con coliflor y el correspondiente pimentón dulce tan ricamente espolvoreado con esa maña que tan bien dominan los gallegos.
Tomó la palabra Xurxo:
- Fue un domingo no sé si antes o después de Año Nuevo. Llevaba unos meses en los altos hornos cuando por un despiste que siempre mantuvimos en secreto se produjo en nuestro turno un escape de arrabio que cubrió el cielo de rojo y al instante de negro. Cuando finalicé la jornada y cogí el autobús de la empresa, al darme la vuelta, como Lot, y divisar la imagen de la fábrica tapada por los tejados del polígono próximo, todavía estoy viendo el humo entre rojo y negro sobresalir por la techumbre de las naves…
- Disculpadme otra vez. Pensé que se me cortaría, pero no hay manera.Llegó ahora el turno de Xuan, que puso el vino de Cangas de Narcea.
- Habría traído de buena gana un chosco, pero es verdad que era demasiado para una vez. Bueno, voy a contar mi parte: tendría cuatro o cinco años cuando ayudaba a Don Emilio, el párroco del pueblo, a colocar el nacimiento. Por andar azotado, tropecé, caí y empecé a sangrar por una rodilla. Un guaje mayor que me vio, en vez de tranquilizarme me dijo que por allí me iba a salir el alma piquinina. Fue lo peor que pude oir, porque pensé que me iba a morir y que no llegaría a ver los juguetes de los Reyes Magos. Desde entonces siempre que veo sangre o un trapo rojo me acuerdo del alma piquinina. Pues después de terminar con el nacimiento…
- Perdonad nuevamente, vaya velada que os estoy dando…Francisco, rebautizado Xicu desde hace unos años, puso su historia y unas borrachinos hechos con migas de pan de Busdongo y huevos de Puente de los Fierros.
- Siempre que nos reunimos en estas fechas, no puedo olvidar la cantidad de banderas tan bien plantadas ondeando al viento en los mástiles de tantos edificios de Paris, con sus colores rojo, azul y blanco. Estábamos tan contentos allí, éramos tan libres, pero echábamos tanto de menos nuestra tierra. ¿Otra vez tienes que cambiar de asiento, Luis?
- Otro paréntesis, son unos retortijones…Ahora le tocaba el turno al propio Luis, que comenzó recordando que tenía diecisiete años cuando dando un paseo por un parque con Teresa, se detuvo y apoyó su espalda contra un roble. Mientras un improvisado coro cantaba unos villancicos en la plaza del ayuntamiento próxima, Teresa se dejó abrazar ceñida por la cintura. Aquel momento fue tan dulce y divino que cada vez que veo el triángulo de Dios recuerdo aquel abrazo. Dios debía de andar por allí. Para celebrar el recuerdo, esa imagen que le persigue cada vez que ve una pareja tan tiernamente abrazada, Luis sacó del frigorífico una botella de auténtico cava francés.
- Como estoy tan afónico, ahí dejo mi historia. Ahora os voy a contar la verdad. La diarrea ya se me cortó hace unos días, pero en el WC fui plasmando unos trazos de cada historia que empezabais a contar y aquí está el resultado. Es mi regalo de Navidad para vosotros, con las botas, la sangre, la bandera, el humo de la fábrica, el dulce amor juvenil y, para el que lo quiera ver, el triángulo de Dios.
(Dibujo de José Luis Riestra Alonso que felicitó la Navidad con este cuadro de su cosecha y me dio la idea para un cuento a la inversa: en vez de basar un dibujo en un texto, se basa el texto en un dibujo. Gracias).