domingo, 16 de abril de 2017

Final de una relación de Alberto Moravia


      Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto», se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad y sentía que la menor nadería —el limpiaparabrisas que interrumpía un momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo— le producía una
      pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿aca­bar con qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico? ¿Y no hacía de sus ri­quezas un uso juicioso y refinado?
      Casa, automóvil, viajes, trajes, diversiones, juego, vera­neos, vida de sociedad y querida; a veces se le ocurría enumerar todo lo que poseía, con una especie de hastío vano y orgulloso, para acabar concluyendo que el origen de su malestar debía buscarse en algún trastorno físico. Pero los médicos a los que había acudido con el alma llena de esperanzas lo habían desilusionado de inmediato: es­taba sanísimo, no aparecía en él ni la más leve sombra de enfermedad, Así, sin motivo, la vida se había convertido en un árido y opaco tormento para Lorenzo. Cada noche, al acostarse después de un día vacío y tétrico, se juraba a sí mismo: «Mañana será el día de la liberación.» Pero a la mañana siguiente, al despertarse de un sueño fatigoso, le bastaba con abrir no ya los dos ojos, sino uno solo, para comprender que aquel día no sería muy distinto de los que lo habían precedido. Le bastaba con echar una ojeada a su dormitorio, en el cual todos los objetos parecían recubiertos con la pátina opaca de su pena, para estar seguro de que tampoco ese día la realidad aparecería más nítida, más alentadora y más comprensible de lo que había sido una semana o un mes antes. Sin embargo, se levantaba, se poma una bata, abría la ventana, lanzaba un disgustado vistazo a la calle ya llena de la madura luz de muy entrada la mañana, y luego, como esperando que el agua fría y caliente pudiera quitarle de encima aquella especie de funesto encantamiento, como le quitaba los sudores y las impurezas de la noche, se encerraba en el baño y se dedicaba a un arreglo personal que parecía hacerse cada vez más refinado y minucioso a medida que se ahon­daba su extraña miseria. Así transcurrían dos horas en cuidados inútiles; dos horas durante las cuales Lorenzo, una y mil veces, tomaba un espejo y se quedaba escrutando su propio rostro, como si esperara sorprender en él una mirada, hallar una arruga que pudiera hacerle intuir los motivos de su cambio. «Es la misma cara —reflexionaba rabiosamente— que tenía cuando era feliz, la misma cara que les gustó a las mujeres a las que amé, que sonrió, que estuvo triste, que odió, envidió y deseó; en suma, que tuvo su vida. Y ahora, en cambio, quién sabe por qué, todo parece acabado.» Pero a pesar de la vaciedad y la amargura de esos cuidados dedicados a su persona física, aquellas dos horas eran las únicas de la jornada durante las que lograba olvidarse de sí mismo y de su miserable estado, quizá debido a que el empleo que les daba era preciso y limitado y no exigía ninguna reflexión. Por lo demás, él lo sabía («una prueba más —solía pensar a veces— de que no soy ya más que un cuerpo sin alma, un animal que pasa su tiempo alisándose el pelo») y las prolongaba de intento. Después comenzaba verdade­ramente la jornada, y con ella su árido tormento.
      El departamento de Lorenzo estaba en la planta baja de un palacete nuevo, situado al final de una callejuela aún incompleta que, partiendo de la avenida suburbana, se perdía en el campo pocas casas más allá. Salvo la suya, todas las casas del callejón se hallaban deshabitadas o en trance de construcción; no existía adoquinado, sino un fango espeso surcado por las rodadas profundas y duras que habían dejado los carros en su ir y venir a las obras con su cargamento de tierra y de piedras; sólo había dos
farolas junto a la entrada de la calle, de forma que aquel día, tan pronto como atravesó el vasto y antiguo charco que obstruía el comienzo, por una luz que brillaba al final de la oscura calle, húmeda y reluciente, más o menos en el punto en que estaba su dormitorio, Lorenzo comprendió que —como se había figurado— su amante ya había llegado y estaba esperándolo. Ante este pensamiento le asaltó un mal humor intenso e irracional contra la mujer, que no tenía ninguna culpa y que había acudido a la cita que él le diera; y, al mismo tiempo, un presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo decisivo. Apretando los dientes debido a la gran ferocidad del sen­timiento que oscurecía su mente, detuvo el coche ante la puerta, cerró con ira la portezuela y entró en la casa.
      Sobre el mármol amarillo de la mesita de falso estilo Luis XV que había en el vestíbulo vio, junto al corto paraguas y al bolso, un curioso paquete erizado de puntas agudas. Intrigado, deshizo la envoltura del papel: era una pequeña locomotora de lata; antes de acudir a la cita, su amante, que estaba casada desde hacía ocho años y tenía dos niños, había ido, como buena madre que era, a com­prar un juguete para regalárselo aquella noche cuando, cansada y lánguida, volviera a casa poco antes de la cena. Lorenzo envolvió de nuevo el juguete en su papel, colgó el impermeable y el sombrero y pasó al dormitorio.
      De inmediato, a la primera mirada, comprendió que la mujer, para entretenerse durante la espera, se había pre­parado a sí misma y al cuarto de manera que él, al llegar desde la noche fría y lluviosa, recibiera inmediatamente la impresión de una intimidad afectuosa y confortante. Sólo estaba encendida la lámpara de la cabecera, y ella la había envuelto con su camisa de seda rosa para que la luz fuera cálida y discreta; en una mesita estaban pre­paradas la tetera y las tazas; su bata de seda, desplegada en una butaca, y sus pantuflas afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata, parecían dispuestas a saltar encima de él y a revestirlo, tan grande era el cuidado con que ha­bían sido arregladas. Pero el malhumor que le inspiraron estas atenciones casi conyugales se redobló cuando vio que la mujer, para recibirlo dignamente, había tenido la idea de ponerse un pijama suyo. La mujer estaba tendida de lado sobre la colcha amarilla y suntuosa de la cama, y el pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho para sus caderas amplias y rotundas y para su pecho lleno y prominente, mal abrochado y mal puesto, la obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud, que contras­taba desagradablemente con sus cabellos, negros y largos, y con la expresión plácida e indolente de su rostro. Todo esto lo observó Lorenzo en la primera y aguda ojeada que echó al cuarto. Luego, sin decir palabra, se sentó sobre la colcha, al borde de la cama.
      Hubo un instante de silencio.
      —¿Sigue lloviendo? —preguntó por fin la mujer, mi­rándolo con una serena e inerte curiosidad y acurrucán­dose junto a él, como si hubiera percibido inconsciente­mente la crueldad que había en los ojos inmóviles y ab­sortos de Lorenzo.
      —Llueve —contestó él.
      Hubo un nuevo silencio, la amante le dirigió tres o cuatro preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y angustiadas respuestas, y en seguida le preguntó:
      —¿Qué tienes?
      Y, mientras hablaba así, se arrastró hasta él y se acu­rrucó a su lado.
      —¿Qué tienes? —repitió anhelante, con un principio de aprensión en sus hermosos ojos, negros e inexpre­sivos.
      Al verla tan cerca, viva y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota a causa de su malestar, Lorenzo sintió que un mutismo árido y angustioso oprimía su garganta. «Quizá toda la culpa sea de ese maldito pijama que se le ha me­tido en' la cabeza ponerse», pensó. Y, mientras contestaba que no tenía nada, intentó quitarle la chaqueta de gruesas rayas con manos desmañadas e impacientes.
      Creyendo que el joven quería desnudarla para acari­ciarla mejor, bastante satisfecha por poder atribuir su in­quietante silencio a una turbación de los sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del pijama y, desnuda y plácida, se tendió de nuevo en la actitud de pasiva es­pera en la que Lorenzo la había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre sin decir una palabra, él se sentó a su lado y comenzó a acariciarla de manera distraída y preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra cosa. Sus dedos se enredaban ociosamente en los negros ca­bellos, desordenándolos y volviéndolos a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora en su pecho desnudo, como si quisiera sentir la tranquila respiración que lo animaba a intervalos, ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de sorprender bajo su amplia e inmóvil blan­cura el latido del deseo; pero, en realidad, para él era como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez, mientras lo acariciaba, advertía que no experimentaba ningún amor por aquel hermoso cuerpo y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o deseo; y esta irremedia­ble sensación de alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a las miradas angustiadas e interrogativas con las que su amante no dejaba de examinarlo, como un enfer­mo tendido en la camilla de hierro de un médico. Luego, Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e indiferente disgusto con que un gato suyo, cuando ya no tenía ham­bre, desviaba el hocico ante el plato que se le ofrecía.
      —El animal está saciado —exclamó entonces, con voz irónica y triunfante— y no quiere comer más.
      —¿Qué animal, Renzo? —preguntó, inquieta, la mu­jer—. ¿Qué te pasa?
      Lorenzo no contestó nada a esta pregunta, pero al mi­rarla, con ojos aguzados por el árido sufrimiento que le oprimía, su vista se detuvo en la mano con la cual —en un gesto lánguido y patético de inconsciente defensa— ella se cubría el pecho. Era una mano bastante bonita y más bien grande, ni demasiado gordezuela ni demasiado ner­viosa, blanca y lisa, y llevaba en el anular un sencillo anillo de bodas.
      Durante un rato Lorenzo miró ese anillo, miró el cuer­po desnudo, joven y espléndido, aovillado con cierto empacho sobre la colcha amarilla y lisa del lecho, y luego, de repente, fue como si —en un arrebato irresistible— ­todo el odio acumulado durante los tristes últimos meses en las zonas interiores de su conciencia rompiera los de­bilitados diques de su voluntad e inundase su alma.
      —¿Qué anillo es ése? —preguntó, indicando la mano.
      La amante, sorprendida, bajó los ojos sobre su pecho.
      —Pero Renzo —contestó luego, sonriendo—, ¿en qué estás pensando? ¿No ves que es la alianza?
      Hubo de nuevo un breve silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar el extraño y cruel sentimiento que se había apoderado de él. Después:
      —¿No te da vergüenza? —preguntó de pronto, bajan­do la voz—. Dime, ¿no te da vergüenza estar así, desnuda, en mi cama? Tú, una mujer casada y madre de dos niños.
      Si le hubiera dicho que era de madrugada y que el sol estaba a punto de salir, la mujer no se habría quedado más asombrada. Con todos los signos de una sorpresa dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo miró.
      —¿Qué quieres decir con eso? —interrogó.
      Absolutamente incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacu­dió con violencia la cabeza y no contestó.
      —¿No te da vergüenza? —repitió después—, ¿no te preguntas qué pensarían tu marido y tus hijos si te vie­ran aquí, en mi cama, sin nada de ropa encima, o si pudieran verte cuando nos abrazamos y observar cómo la cara se te pone roja y excitada, y cómo meneas el cuerpo, y qué posturas adoptas? ¿O si pudieran oír las cosas que me dices a veces?
      Más que la vergüenza de la que Lorenzo hablaba, pare­cía que la mujer experimentaba una sensación de espanto. Replegando las piernas bajo los muslos, se incorporó aún más en la cama, y al hacer este gesto sus largos y negros cabellos cayeron sobre su pecho y sus hombros; en se­guida, suplicante y cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
      —Pero ¿qué tienes? —volvió a preguntar—. ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Qué tienen que ver con nos­otros?
      —Tienen que ver —contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento de la cara apartó aquella mano afectuosa. Sin comprender, perpleja, la amante se calló un rato, mientras lo observaba.
      —Pero yo te quiero —objetó por último, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de su preocupación—. ¿Es que crees que no te quiero?
      Su sinceridad era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo su propia incapacidad para hablar, sin mentir, el vago e impreciso lenguaje del amor; y esto ensanchó la distancia que ya los separaba. Durante mucho tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse. «Lo malo es que yo no te quiero», le habría gustado contestar. En vez de ello se levantó y comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia habitación llena de sombra. De vez en cuan­do lanzaba una ojeada a la mujer, allá sobre la cama, y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían en ella cambiaba atemorizada de actitud, ora cubriéndose el re­gazo, ora sacudiéndose los cabellos, ora poniendo una ma­no sobre los pies aplastados por los pesados muslos, sin dejar de seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y venir. «Me quiere —pensaba mientras tanto—. ¿Cómo puede decir que me quiere si ni siquiera remotamente sabe cómo soy ni quién soy? »
      La aridez de su sentimiento le secaba la garganta; se detuvo de improviso ante un bargueño dorado y falso como todos los otros muebles del cuarto, lo abrió, sacó una botella y se sirvió un gran vaso de soda. Entonces, en el momento en que se disponía a beber:
      —Renzo —profirió la mujer con su voz bonachona, ca­lida y un poco vulgar—, Renzo, dime la verdad. Alguien te ha hablado mal de mí y tú te lo has creído. Dime la verdad, ¿no es así?
      Ante estas palabras detuvo el vaso que se estaba lle­vando a los labios y se demoró un momento observándola: con el rostro desconcertado y suplicante, con los cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los brazos, con el cuerpo blanco y lleno, enteramente plegado y recogido, le pareció que su amante no habría podido dar a enten­der más claramente su propia ceguera ante lo que ocu­rría. Sin responderla, bebió y dejó el vaso sobre el bar­gueño.
      —Vístete —le dijo luego brevemente—. Es mejor que te vistas y te vayas.
      —Eres malo —dijo la mujer, con aquel tono suyo in­dolente y juicioso, como si estuviera segura de que esta conducta de Lorenzo se derivaba de un mal humor pasajero—, eres malo e injusto. También yo creo que será mejor que me vaya.
      Se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno de indiferencia y de seguridad, bajó de la cama e hizo un ademán para acercarse a la butaca donde había dejado sus ropas. En estas palabras y en esta acti­tud sólo había la serenidad indolente y un poco bovina con que la mujer lo hacía todo. Pero a Lorenzo, irritado, le pareció descubrir una ironía insolente y despreciativa; y de golpe le acometió un cruel deseo de humillarla y cas­tigarla. Se encaminó rápidamente hacia su ropa, la cogió y empezó a recorrer la habitación lentamente, tirando las prendas al suelo una a una y preocupándose de elegir los sitios más recónditos y difíciles. «Así tendrá que incli­narse al suelo para recogerlas», pensaba; y le parecía que no podía haber nada más humillante para su querida, des­nuda como estaba, que esta ridícula y penosa búsqueda.
      —Y ahora recógelas —dijo, volviéndose hacia la cama.
      Muy asombrada, aunque ya enteramente segura de sí y de los motivos de su resentimiento, la mujer lo miró un momento sin abrir la boca.
      —Te has vuelto loco —dijo por fin, tocándose la frente con el dedo en un gesto expresivo.
      —No, no estoy loco —contestó Lorenzo; fue hasta la lámpara, cogió la camisa rosa con la que la mujer la había envuelto y la tiró debajo de la cama.
      Se miraron. Después la mujer se encogió de hombros con indiferencia, bajó de la cama e inclinándose aquí y allá, sin la menor vergüenza, recorrió el cuarto recogien­do las ropas que Lorenzo había tirado al suelo. Hundido en su butaca, Lorenzo la seguía atentamente con la mira­da; la veía, blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora doblándose con la cabeza hacia abajo y las nalgas al aire, ora agachándose diligentemente con la cara pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora inclinándose hacia un lado con los senos colgantes y un pie en el aire; y le parecía que se había castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque, mientras ella no parecía experimentar vergüenza ni humillación, y sí solamente fastidio, a él, que la miraba con crueldad, le parecía en cambio que aque­llas grotescas actitudes de animal torpe destruían el deseo y también cualquier sentimiento de humana simpatía. Todo estaba perdido —reflexionaba, lleno de sufrimiento—, jamás podría salir de estas condiciones de disgusto y de desilusión; incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde en la arena, el menor esfuerzo que hiciera para despertar su sentimiento muerto lo hundiría un poco más en este pantano de la crueldad y de la fría práctica. Absorto en estos pensamientos, le parecía ver desde muy lejos, envuelta ya en un aire funesto e irreparable de .rup­tura, a su amante, que comedidamente se iba vistiendo una prenda tras otra del otro lado de la cama.
      —Hasta la vista y, por favor, cúrate —le dijo ella fi­nalmente, con un resentimiento bonachón, pero firme, desde el umbral.
      Un minuto después la puerta de la casa se cerró de golpe en el vestíbulo, y sólo entonces Lorenzo, saliendo bruscamente de su amarga distracción, advirtió que se había quedado solo.
      Permaneció inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha amarilla e iluminada de la cama, en cuyo cen­tro persistía aún el. hueco que había excavado al yacer el cuerpo de su amante. Por último, se levantó, fue a la ventana y la abrió. Ya no llovía fuera de la habitación cálida y cerrada, frente a la fresca noche invernal; sintió que su mente, como una jaula repleta de malignas arpías, se vaciaba de pronto, quedando vacía y sucia. Estaba quie­to, sus ojos veían el negro y confuso terreno en construc­ción que había bajo la casa, con sus montones de inmun­dicias, los hierbajos y unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos famélicos; sus oídos percibían los rumores de la cercana avenida, bocinas de automóviles, chirridos de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte y sólo creía existir a través de aquellas laceraciones solitarias y casuales de los sentidos. «Como yo, más aún, mejor que yo —pensaba mientras observaba las sombras móviles y cautelosas de los gatos sobre los blancuzcos montones de basura—, esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas; ¿qué diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos gatos?» Esta pregunta le parecía absurda, pero al mismo tiempo comprendía que en el punto al que había llegado lo absurdo y lo real se confundían estrechamente, hasta no distinguirse uno de otro. «¡Qué desdichado soy! —comenzó luego a murmurar en voz baja, sin apartarse del antepecho—. ¿Cómo me las he arreglado para verme reducido a tanta desdicha?» De pronto se le ocurrió la idea de quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible; le pareció que el suicidio era fácil y maduro, como un fruto que le bastaría con tender la mano para coger; pero además de una especie de desprecio ante una acción que siempre había considerado como una debilidad, además cíe un sentido casi de deber, le pareció que lo retenía una esperanza extraña y, en su presente condición, inesperada: «No vivo —pensó de repente—, estoy soñando. Esta pe­sadilla no durará lo bastante para convencerme de que no se trata de una pesadilla, sino de la realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el mundo, con el sol, las es­trellas, los árboles, el cielo, las mujeres y todas las demás cosas hermosas; hay que tener paciencia; el despertar no puede tardar.» Pero el frío nocturno lo iba penetrando lentamente; al fin reaccionó y, cerrando la ventana, volvió a sentarse en la butaca, frente a la cama vacía e iluminada.
 

domingo, 2 de abril de 2017

Tripas de Chuck Palahniuk

                                     

Tomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, a través de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tienes que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si quieres besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrió el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

sábado, 31 de diciembre de 2016

Colinas como elefantes blancos de Ernest Hemingway


      Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
      —¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
      —Hace calor —dijo el hombre.
      —Tomemos cerveza.
      —Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
      —¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
      —Sí. Dos grandes.
      La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
      —Parecen elefantes blancos —dijo.
      —Nunca he visto uno —el hombre bebió su cerveza.
      —No, claro que no.
      —Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
      La muchacha miró la cortina de cuentas.
      —Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
      —Anís del Toro. Es una bebida.
      —¿Podríamos probarla?
      —Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
      La mujer salió del bar.
      —Cuatro reales.
      —Queremos dos de Anís del Toro.
      —¿Con agua?
      —¿Lo quieres con agua?
      —No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
      —No sabe mal.
      —¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
      —Sí, con agua.
      —Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
      —Así pasa con todo.
      —Sí dijo la muchacha—. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
      —Oh, basta ya.
      —Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
      —Bien, tratemos de pasar un buen rato.
      —De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
      —Fue ocurrente.
      —Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
      —Supongo.
      La muchacha contempló las colinas.
      —Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
      —¿Tomamos otro trago?
      —De acuerdo.
      El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
      —La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
      —Es preciosa —dijo la muchacha.
      —En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
      La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
      —Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
      La muchacha no dijo nada.
      —Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
      —¿Y qué haremos después?
      —Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
      —¿Qué te hace pensarlo?
      —Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
      La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
      —Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
      —Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
      —Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
      —Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
      —¿Y tú de veras quieres?
      —Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
      —Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
      —Te quiero. Tú sabes que te quiero.
      —Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
      —Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
      —Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
      —No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
      —Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
      —¿Qué quieres decir?
      —Yo no me importo.
      —Bueno, pues a mí sí me importas.
      —Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
      —No quiero que lo hagas si te sientes así.
      La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
      —Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
      —¿Qué dijiste?
      —Dije que podríamos tenerlo todo.
      —Podemos tenerlo todo.
      —No, no podemos.
      —Podemos tener todo el mundo.
      —No, no podemos.
      —Podemos ir adondequiera.
      —No, no podemos. Ya no es nuestro.
      —Es nuestro.
      —No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
      —Pero no nos los han quitado.
      —Ya veremos tarde o temprano.
      —Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
      —No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
      —No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
      —Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
      —Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
      —Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
      Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
      —Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
      —¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
      —Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
      —Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
      —Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
      —¿Querrías hacer algo por mi?
      —Yo haría cualquier cosa por ti.
      —¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
      Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
      —Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
      —Voy a gritar —dijo la muchacha.
      La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
      —El tren llega en cinco minutos —dijo.
      —¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
      —Que el tren llega en cinco minutos.
      La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
      —Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
      —De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
      Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
      —¿Te sientes mejor? —preguntó él.
      —Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

lunes, 26 de diciembre de 2016

El osito de peluche del profesor de Theodore Sturgeon.


—Duerme. —dijo el monstruo.

Habló con el oído, moviendo unos labios diminutos dentro de los pliegues de carne porque tenía la boca llena de sangre.

—Ahora no quiero dormir. Tengo un sueño —dijo Jeremy—. Cuando duermo se me van todos los sueños. O no son sueños de verdad. Ahora tengo un sueño de verdad.
—¿Qué sueñas ahora? —preguntó el monstruo.

—Sueño que soy un hombre mayor...

—De dos metros diez y muy gordo. —dijo el monstruo.

—Qué tonto eres –dijo Jeremy—. Yo mediré un metro sesenta y seis. Seré calvo y usaré gafas como pequeños ceniceros. Daré conferencias a los jóvenes sobre el destino humano y la metempsícosis de Platón.

—¿Qué es una metempsícosis? —preguntó el monstruo, hambriento.

Jeremy tenía cuatro años y podía permitirse el lujo de ser paciente.

—Una metempsícosis es algo que pasa cuando una persona se muda de una casa a otra.

—¿Como cuando nuestro padre vino a vivir aquí desde la calle Monroe?

—Algo parecido. Pero no me refiero a aquel tipo de casa, con tejas y cloacas y cosas por el estilo. Me refiero a este tipo de casa. —explicó, y se golpeó el pecho.

—Ah —dijo el monstruo, subiendo y agazapándose sobre la garganta de Jeremy, con más aspecto de osito de peluche que nunca—. ¿Ahora? —pidió.

No era muy pesado.

—Ahora no —dijo Jeremy, enfurruñado—. Me dará sueño. Quiero mirar un poco más la escena del sueño. Hay una chica que no escucha mi conferencia. Piensa en su cabello.

—¿Y qué pasa con su cabello? —preguntó el monstruo.

—Es castaño —dijo Jeremy—. Y tiene brillo. Le gustaría tener rizos de oro.

—¿Por qué?

—A alguien llamado Bert le gustan los rizos de oro.

—Entonces qué esperas. Hazle rizos de oro.

—¡No puedo! ¿Qué dirían los demás jóvenes?

—Eso ¿tiene alguna importancia?

—No, tal vez. ¿Podría hacerle rizos de oro?

—¿Quién es ella? —quiso saber el monstruo.

—Es una chica que nacerá aquí dentro de unos veinte años. —dijo Jeremy.

El monstruo se le acomodó mejor en el cuello.

—Si va a nacer aquí, claro que le puedes cambiar el cabello. Hazlo de una vez y duérmete.

Jeremy rió de alegría.

—¿Qué pasó? –preguntó el monstruo.

—Lo cambié —dijo Jeremy—. La chica que estaba detrás de ella chilló como un ratón con una pata atrapada. Después pegó un salto. Es una sala de conferencias grande, con pasillos laterales muy empinados. Resbaló en un escalón.

El niño se echó a reír de felicidad.

—¿Qué pasa ahora?

—Se rompió la crisma. Está muerta.

El monstruo soltó una risita.

—Es un sueño muy divertido. Ahora cámbiale otra vez el cabello a la chica, y pónselo como antes. ¿Aparte de ti alguien vio el cambio?

—Nadie más lo vio —dijo Jeremy—. ¡Mira! Ya cambió. Ni siquiera se enteró de que por un instante tuvo rizos de oro.

—Muy bien. ¿Con eso acaba el sueño?

—Supongo que sí —dijo Jeremy con pesar—. De todos modos acaba la conferencia. Todos los jóvenes rodean a la chica del cuello roto. Todos los jóvenes tienen sudor debajo de la nariz. Todas las chicas tratan de meterse el puño en la boca. Puedes seguir con lo tuyo.

El monstruo hizo un ruido de felicidad y apretó con fuerza la boca contra el cuello de Jeremy.

Jeremy cerró los ojos.

Se abrió la puerta.

—Jeremy, querido —dijo su madre. Tenía cara blanda, cansada, y ojos sonrientes—. Oí que te reías.

Jeremy abrió despacio los ojos. Sus pestañas eran tan largas que cuando le levantaban parecían generar una diminuta ola de viento, como ventiladores diminutos. Sonrió, y tres de sus dientes asomaron y sonrieron también.

—Mamá, le conté una historia a Osito, y le gustó. —dijo medio dormido.

—Muy bien, querido —murmuró su madre, acercándose y acomodándole la manta alrededor de la barbilla.

Jeremy sacó una mano y apretó el monstruo contra el cuello.

—¿Osito duerme? —preguntó su madre con voz suave.

—No —dijo Jeremy—. Está muerto de hambre.

—¿Por qué?

—Cuando yo como se me va el hambre. Osito es diferente.

La madre lo miró con tanto amor que no pudo... no pudo pensar.

—Eres un niño extraño —susurró—, y tienes las mejillas más rosadas del mundo.

—Sí, claro. —dijo el niño.

–¡Qué risa más divertida! –dijo la madre, palideciendo.

—No fui yo. Fue Osito. Le resultas rara.

Mamá se quedó encima de la cuna, mirándolo. Era como si lo mirara el entrecejo y los ojos miraran un poco más allá. Finalmente la mujer se humedeció los labios y le palmeó la cabeza.

—Buenas noches, bebé.

—Buenas noches, mamá.

El niño cerró los ojos. Mamá salió de la habitación de puntillas. El monstruo no dejó de hacer lo que estaba haciendo.

Era la hora de la siesta del día siguiente, y por centésima vez la madre lo había besado y había dicho:

—¡Eres tan bueno para la siesta, Jeremy!

Claro que lo era. Cuando llegaba la hora de la siesta, como cuando llegaba la hora de dormir, siempre se iba directamente a la cama. Mamá, por supuesto, no sabía por qué. Quizá tampoco lo supiese Jeremy. Osito lo sabía.

Jeremy abrió el arcón de los juguetes y sacó a Osito.

—Apuesto a que tienes hambre. —dijo.

—Sí. Date prisa.

Jeremy trepó a la cuna y abrazó con fuerza el osito de peluche.

—Sigo pensando en aquella chica —dijo.

—¿Qué chica?

—Aquella a la que le cambié el color del cabello.

—Quizá porque fue la primera vez que cambiaste a una persona.

—¡No fue la primera vez! ¿Qué me dices del hombre que cayó en el agujero del metro?

—Moviste aquel sombrero. El que se le cayó. Se lo moviste debajo de los pies para que pisara el borde con un pie y enredara el otro en la copa y se cayera.

—Bueno, ¿y la niña que arrojé al pasar el camión?

—No la tocaste —dijo el monstruo con ecuanimidad—. Andaba en patines sobre ruedas. Rompiste algo en una rueda para que dejase de girar. Así que se cayó delante del camión.

Jeremy se quedó pensando.

—¿Por qué no toqué nunca a nadie?

—No lo sé —dijo Osito—. Supongo que estará relacionado con que hayas nacido en esta casa.

—Supongo que sí. —dijo Jeremy sin convicción.

—Tengo hambre. —dijo el monstruo, instalándose en el estómago de Jeremy mientras el niño se acostaba boca arriba.

—Bueno, está bien —dijo Jeremy—. ¿La siguiente conferencia?

—Sí —dijo Osito, impaciente—. Ahora sueña intensamente. Con las cosas que dices en las conferencias. Eso es lo que quiero. Olvídate de la gente que está allí. La gente que está allí no importa. Tampoco importa tu conferencia. Importa lo que dices.

La extraña sangre empezó a correr mientras Jeremy se relajaba. Miró el techo, encontró la delgada grieta que siempre miraba mientras soñaba de verdad y empezó a hablar.

—Allí estoy. Allí está la sala, sí, y la... sí, todo está allí, otra vez. Está la chica. La que tiene cabello castaño y brillante. El asiento que hay detrás está vacío. Esto debe de ser después que la otra chica se rompió el pescuezo.

—No importa —dijo el monstruo, impaciente—. ¿Qué dices tú?

—Yo...

Jeremy se quedó en silencio. Finalmente Osito lo presionó.

—Oh. Es sobre el desafortunado acontecimiento de ayer, pero como ocurre con el espectáculo, los estudios deben seguir.

—Pues sigue. —jadeó el monstruo.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Jeremy con impaciencia—. Empezamos. Llegamos ahora a los gimnosofistas, cuya escuela ascética no ha tenido parangón en cuanto a extremismo. Esos extraños aristócratas creían que la ropa e incluso la comida perjudicaban la pureza de pensamiento. Los griegos también los llamaban Hylobioi, término que nuestros estudiantes más eruditos reconocerán como análogo del sánscrito Vana–Prasthas. Es evidente que tuvieron una profunda influencia sobre Diógenes Laercio, el fundador elíseo del escepticismo puro...

Y siguió con su discurso. Tenía a Osito agazapado contra el cuerpo, haciendo pequeños movimientos masticatorios con las suaves orejas; y a veces, estimuladas por algún valioso dato esotérico, las orejas se babeaban.

Después de casi una hora, la suave voz de Jeremy se fue apagando y finalmente calló. Osito, irritado, se movió un poco.

—¿Qué pasa?

—Esa chica —dijo Jeremy—. Sigo mirando esa chica mientras hablo.

—Bueno, deja de hacerlo. No he terminado.

—No queda nada que decir, Osito. Miro y miro a esa chica hasta que ya no puedo seguir con la charla. Ahora estoy diciendo lo de las páginas del libro y dando la tarea. La clase ha terminado.

La boca de Osito casi estaba llena de sangre. Suspiró por las orejas.

—No fue mucho. Pero si es todo, qué le vamos a hacer. Si quieres, ahora puedes dormir.

—Quiero mirar un rato.

El monstruo infló las mejillas. Dentro no tenía mucha presión.

—Adelante.

Se apartó del cuerpo de Jeremy y se acurrucó formando un enfurruñado ovillo. La extraña sangre se movía sin parar por el cerebro de Jeremy. Con ojos abiertos y fijos miró cómo sería, un delgado y calvo profesor de filosofía. Estaba sentado en la sala, mirando cómo los estudiantes subían tropezando por los empinados pasillos, pensando en la extraña compulsión que lo llevaba a mirar a aquella chica, la señorita... la señorita... ¿la señorita qué?

—Ah.

—¡Señorita Patchell!

Miró, asombrado de lo que acababa de hacer. Por cierto que no había querido llamarla. Se apretó las manos con fuerza, recuperando la seca rigidez que en él era lo que más se acercaba a la dignidad.

La chica bajó despacio por los escalones, mirando asombrada con aquellos ojos separados. Llevaba unos libros bajo el brazo y le brillaba el pelo.

—¿Sí, profesor?

—Sé... —se interrumpió y se aclaró la voz—. Sé que hoy es la última clase, y que sin duda se irá a encontrar con alguien. No la retendré mucho tiempo... y si lo hago —agregó, asombrándose de nuevo—, podrá ver a Bert mañana.

—¿Bert? ¡Oh! —en la cara de la chica apareció un agradable rubor—. No sabía que usted supiese... ¿Cómo pudo enterarse?

Él se encogió de hombros.

—Señorita Patchell —dijo—, espero que disculpe usted las divagaciones de un viejo, quiero decir de un hombre maduro. Hay algo que le concierne y que...

—¿Sí?

En los ojos de la chica había cautela, y una pizca de miedo. Echó una ojeada hacia atrás, a la sala ahora vacía.

Golpeó bruscamente la mesa.

—No permitiré que esto siga un minuto más sin enterarme. Señorita Patchell, usted empieza a temerme, y se equivoca.

—Creo que debo... —dijo ella con timidez, y empezó a retroceder.

—¡Siéntese! —rugió él.

Era la primera vez en toda su vida que rugía a alguien, y la impresión de la chica no fue mayor que la suya. Ella se hundió en el asiento de la fila delantera, y pareció mucho más pequeña de lo que era, menos los ojos, que eran mucho más grandes.

El profesor movió la cabeza con irritación. Se levantó, bajó del estrado, caminó hacia ella y se sentó en el asiento de al lado.

—Ahora calle y preste atención —en los labios del profesor se movió la sombra de una sonrisa—. La verdad es que no sé lo que voy a decir. Escuche y sea paciente. No hay nada más importante.

El profesor se quedó un rato pensando, siguiendo mentalmente unas vagas imágenes. Oía o era consciente del acelerado ritmo, ahora un poco más tranquilo, de aquel corazón asustado.

—Señorita Patchell –dijo con voz suave, volviéndose hacia ella—. En ningún momento consulté sus antecedentes. Hasta... digamos... ayer, usted era un rostro cualquiera dentro de la clase, otra fuente de pruebas para corregir. No he consultado el archivo de la secretaria en busca de información. Y, por lo que sé casi con certeza, ésta es la primera vez que hablo con usted.

—Es cierto, señor. —dijo la chica con suavidad.

—Muy bien —el profesor se humedeció los labios—. Usted tiene veintitrés años. La casa donde nació tenía dos pisos y era bastante vieja, con una ventana emplomada en saliente en la curva de las escaleras. El pequeño dormitorio, o habitación de los niños, estaba exactamente sobre la cocina. Cuando la casa estaba en silencio se oía allí debajo el ruido de los platos. La dirección era calle Bucyrus número 191.

—¡Pero... sí! ¿Cómo lo sabía?

El profesor se llevó las manos a la cabeza.

—No lo sé. No lo sé. Yo también viví en esa casa de niño. No sé por qué sé que también usted vivió allí. Hay cosas que... —se dio un golpe con los nudillos en la cabeza—. Pensé que usted podría ayudarme.

La chica lo miró. Era un hombre pequeño, brillante, cansado, que envejecía rápidamente. Le apoyó una mano en el brazo.

—Ojalá pueda —dijo en tono afectuoso—. Ojalá pueda.

—Gracias, niña.

—Quizá si me contara algo más...

—Quizá. Algunas cosas son... feas. Todo está lejos, envuelto en una nebulosa, y apenas lo recuerdo. Sin embargo...

—Continúe, por favor.

—Recuerdo –dijo el profesor, y su voz era casi un susurro— cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y cosas recientes que recuerdo... dos veces. Un recuerdo es claro y nítido, y el otro es viejo y borroso. Y de la misma manera borrosa recuerdo lo que sucede ahora mismo... ¡y lo que sucederá!

—No entiendo.

—Aquella chica. La señorita Symes. Murió aquí ayer.

—Estaba sentada detrás. —dijo la señorita Patchell.

—¡Lo sé! Sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía vagamente, como si fuera un recuerdo antiguo. A eso me refiero. No sé qué podría haber hecho para evitarlo. Supongo que nada. Pero en el fondo tengo la sensación de que fue culpa mía, que resbaló y cayó por culpa de algo que hice yo.

—¡Oh, no!

El profesor tocó el brazo de la chica con muda gratitud por la comprensión que notaba en el tono de su voz, e hizo una mueca triste.

—No fue la primera vez —dijo—. Ocurrió muchas, muchas veces. De niño, de joven, estuve plagado de accidentes. Llevaba una vida tranquila. No era muy fuerte, y siempre me interesaron más los libros que el béisbol. Pero fui testigo de más de una docena de muertes violentas e inútiles: accidentes de tránsito, ahogados, caídas y uno o dos... —le tembló la voz—. ...que no mencionaré. Y hubo innumerables accidentes menores: huesos rotos, mutilaciones, puñaladas... y cada vez, de alguna manera, yo tenía la culpa, como en el caso de ayer... y yo... yo...

—No –susurró la muchacha—. No, por favor. Usted no estaba ni siquiera cerca cuando cayó Elaine Symes.

—¡No estaba cerca de ninguna de las víctimas! Eso no importaba. Jamás me liberé del peso de la culpa. Señorita Patchell...

—Catherine.

—Catherine. ¡Muchas gracias! Hay personas a las que los actuarios de seguros llaman «propensas a los accidentes». La mayoría sufren accidentes por propia negligencia, o por alguna anomalía psíquica que los lleva a desafiar el mundo, o a exigir atención haciéndose daño. Pero algunos lo único que hacen es estar presentes cuando ocurre un accidente, sin verse involucrados: son catalizadores de la muerte, si me permite una frase tan ampulosa. Aparentemente yo pertenezco a ese grupo.

—Entonces... ¿por qué siente culpa?

—Fue... —de repente se interrumpió y la miró. La muchacha tenía una cara dulce, y ojos llenos de compasión. El profesor se encogió de hombros—. Ya he dicho muchas cosas —admitió—. Que agregue otra ya no parecerá más fantástico, y no me perjudicará más.

—Nada que me cuente a mí lo perjudicará. —dijo la muchacha con un destello de firmeza.

El profesor le dio esta vez las gracias con una sonrisa, se serenó y dijo:

—Esos horrores, las mutilaciones, las muertes, hace mucho tiempo resultaban divertidas. En esa época habré sido niño, bebé. Entonces algo me enseñó que había que fomentar y disfrutar la agonía y la muerte de los demás. Recuerdo... casi recuerdo cuando se acabó todo eso. Había un... un juguete... un...

Jeremy parpadeó. Había estado mirando tanto tiempo la grieta en el techo que le dolían los ojos.

—¿Qué haces? —preguntó el monstruo.

—Tengo un sueño verdadero —dijo Jeremy—. Soy mayor y estoy sentado en la enorme sala de conferencias, hablando con la chica del cabello castaño que brilla. Se llama Catherine.

—¿De qué estás hablando?

—Ah, de todos los sueños divertidos. Sólo...

—¿Y bien?

—No son tan divertidos.

El monstruo se le abalanzó sobre el pecho.

—Es hora de dormir. Y quiero que...

—No —dijo Jeremy. Se llevó una mano a la garganta—. Basta por ahora. Espera a que vea un poco más este sueño.

—¿Qué quieres ver?

—Ah, no lo sé. Hay algo...

—Divirtámonos un poco —dijo el monstruo—. Ésa es la chica que puedes cambiar, ¿verdad?

—Sí.

—Pues adelante. Dale una trompa de elefante. Haz que le crezca la barba. Tápale las ventanas de la nariz. Adelante. Puedes hacer cualquier cosa.

Jeremy esbozó una sonrisa.

—No quiero.

—Vamos, hazlo. Verás qué divertido...

—Un juguete —dijo el profesor— más que un juguete. Creo que hablaba. ¡Ojalá pudiera recordar con mayor claridad!

—No se esfuerce tanto. Ya le vendrá a la memoria —dijo la muchacha. Siguiendo un impulso, lo agarró de la mano—. Cuénteme.

—Era una cosa —dijo el profesor, con voz entrecortada—, una cosa... blanda y no muy grande. No recuerdo...

—¿Era lisa?

—No. Peluda... velluda. ¡Velluda! Empiezo a recordar. Espere... Una cosa parecida a un osito de peluche. Hablaba. Y ¡sí, claro! ¡Claro que estaba viva!

—Entonces era un animal doméstico. No un juguete.

—Ah, no —dijo el profesor, estremeciéndose—. No hay duda de que era un juguete. Al menos eso era lo que pensaba mi madre. Me hacía... tener sueños verdaderos.

—¿Como Peter Ibbetson, dice usted?

—No, no. No ese tipo de sueños —el profesor se echó hacia atrás y puso los ojos en blanco—. Solía verme como sería más adelante, cuando fuese una persona mayor. Y antes. Ah. Ah, creo que fue entonces... ¡Sí! Debe de haber sido entonces cuando empecé a ver todos esos terribles accidentes. ¡Sí! ¡Sí, fue entonces!

—Tranquilícese —dijo Catherine—. Cuéntemelo con calma.

El profesor se relajó.

—Osito. El demonio, el monstruo. Sé lo que hacía ese demonio. No sé cómo, me hacía ver cómo sería yo de grande. Me hacía repetir lo que había aprendido. Y se alimentaba... ¡de los conocimientos! De veras; se alimentaba de los conocimientos. Tenía una extraña afinidad conmigo, con algo mío. Absorbía los conocimientos que yo transmitía. Y... transformaba los conocimientos en sangre de la misma manera que una planta transforma la luz del sol y el agua en celulosa.

—No entiendo. —dijo la muchacha.

—¿No? ¿Por qué habría de entenderlo? ¿Por qué habría de entenderlo yo? Pero sé qué hacía eso. Me hacía... ¡la bestia me hacía soltar todas aquellas charlas cuando yo tenía cuatro años! Las palabras, el sentido, llegaban de la persona que soy ahora a la persona que era entonces. Y yo daba todo eso al monstruo, que devoraba ese conocimiento y lo sazonaba con cosas que me hacía hacer en los sueños verdaderos. Hacía, entre otras cosas absurdas, que yo obligara a un hombre a tropezar en un sombrero y caer en una excavación subterránea. Y cuando era adolescente estaba al borde de la excavación para ser testigo del accidente. ¡Y así sucedió con todos los demás! Antes de que sucediesen, recordaba a medias todas las cosas horribles que presencié. No hubo manera de impedirlas. ¿Qué voy a hacer?

Había lágrimas en los ojos de la muchacha.

—¿Y yo? —susurró, más quizá para distraerlo de aquella desesperación que por cualquier otro motivo.

—Usted. Hay algo que tiene que ver con usted, si puedo recordarlo. Algo relacionado con lo que le sucedió a... a aquel juguete, aquella bestia. Usted estaba en el mismo ambiente que yo y aquel demonio. De alguna manera, ante él usted es vulnerable y... Catherine, creo que se le hizo algo a usted que...

Se interrumpió en la mitad de la frase. Abrió los ojos, aterrado. La chica seguía sentada a su lado, ayudándolo, compadeciéndolo, y su expresión no había cambiado. Pero sí todo lo demás.

La cara se le encogió y se le arrugó. Los ojos se le alargaron. Le crecieron las orejas hasta que fueron orejas de burro, orejas de conejo, largas y peludas patas de araña. Los dientes se le agrandaron transformándose en colmillos. Los brazos se le secaron, volviéndose pajitas articuladas, y el cuerpo le engordó.

Olía a carne podrida.

De los lustrados zapatos abiertos brotaban unas zarpas mugrientas. Había unas llagas muy vivas. Había... otras cosas. Y todo el tiempo, aquello le sostenía la mano y lo miraba con pena y simpatía.

El profesor...

Jeremy se levantó y arrojó el monstruo lo más lejos que pudo.

—¡No me parece divertido! —gritó—. ¡No es, no es, no es divertido!

El monstruo se levantó y lo miró con aquella expresión blanda, insulsa, de osito de peluche.

—No grites —dijo—. Ahora aplastémosla toda, dejémosla como un jabón húmedo. Y con avispas en el estómago. Y podemos ponerla...





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