jueves, 16 de agosto de 2018

Peces de Alfonso Orejel


1

Los gritos  de su padre se apagaron cuando cerró la puerta. Bruno respiró hondo. Su cuarto era una burbuja, una pompa de jabón frágil en la que se refugiaba cuando era necesario. Al menos aquella puerta era un muro contra el inagotable mal humor paterno.

2
Fue a lavarse los dientes. Abrió la llave y dejó correr el agua sobre su cepillo. Bajó la cabeza para enjuagarse la boca pero al levantarla quedó atónito. En el interior del espejo que se encontraba frente a él un pez pasó fugazmente. Parpadeó. Se miró en el espejo, solo en el cuarto de baño.

3
A la mañana siguiente su padre lo llevó a la escuela en el auto. Se detuvo tras una larga fila de autos y empezó a tocar el claxon. Por la ventanilla Bruno observó que en un vocho estacionado y con las ventanas cerradas un pez dorado nadaba. Sonrió y soltó una leve carcajada. - ¿De qué te ríes? Preguntó su padre.  – Del pez que está ahí. Y apuntó al pequeño auto que se iba quedando atrás al avanzar. Volteó por el espejo retrovisor pero no vio nada y exclamó: - ¡Qué imaginación la tuya: te pasas!

4
La maestra perdió la paciencia y empezó a regañarlos con dureza porque no terminaron de resolver el cuestionario, porque algunos no traían el uniforme completo o porque la estaba torturando la gastritis. Se puso de mal humor y los castigó obligándolos a leer cuentos durante media hora. Habló de su innecesaria entrega al trabajo escolar, de su enorme paciencia y de los años dedicados a educar a malagradecidos. Bruno miró hacia la ventana y vio pasar un pez, volando con suavidad, agitando las aletas.

5
Como todos los días, regresó a casa caminando lo más lento que le fue posible. No deseaba llegar. Estaba cansado de ser testigo de lujo en la primera línea de guerra. De contemplar a su mamá levantando con la mano temblorosa su taza de café y fumando mientras miraba el reloj en la pared. De ver a su hermana pequeña encerrada en su habitación y huyendo por la pantalla de la computadora hacia otro mundo. De esperar la llegada de su papá, con el rostro amargado  y ánimo intolerante.

6
 Dentro de dos semanas sería el cumpleaños de su mamá. Esa noche, sigilosamente se acercó su papá y le hizo una pregunta. - ¿Sigues ahorrando para el regalo de tu mamá? – Sí. – Hazle un buen regalo, para qué sepa qué tanto la quieres: ¡qué reviente ese cerdo! Yo también estoy tratando de reconquistarla, confesó en voz baja, guiñando el ojo derecho. Abandonó la habitación. Bruno miró el foco que colgaba de la sala y alcanzó a distinguir que el filamento era un pez dorado moviéndose en su interior.

7
La tarde del sábado su papá llegó de más mal humor que de costumbre a casa porque un joven fue designado como gerente en el despacho donde laboraba. Alguien tenía que pagarla. Bruno veía un programa en la tele. Razón suficiente para que él exclamara: -¡Eres un holgazán bueno para nada. Yo a tu edad me mataba trabajando! Estoy harto de trabajar como un burro para que ustedes se den la gran vida!¡Y tú mamá que no les dice nada! Todo lo que estaba frente a él era arrastrado por su furia ciega. Su mamá le contestó desde la cocina y se reanudó la guerra. Mientras él salía de la sala, Bruno miró a un pez deslizándose dentro de la pantalla del televisor. 

8
- Sólo dibuja peces. En las pocas tareas que entrega aparecen peces, señora. – Me lo había dicho su papá.  Revisó los cuadernos y notó que algunas hojas estaban salpicadas de peces de diversos colores. De inmediato sintió temor pues pensó que tal vez su hijo estaba usando alguna droga. En casa le gritó: - Ni se te ocurra estar probando cochinadas porque no te la vas a acabar. Qué vergüenza que mi hijo ande metido en drogas. Me muero de pena si se enteran mis amigas. Pero el que si se enterará es tu padre, bla, bla, blá.

9
El domingo Bruno rompió el cerdo de cerámica y contó las monedas. Apenas lo suficiente. Se echó el dinero en los bolsillos y salió de casa. Sus papás irían al supermercado, de compras. Al regresar, no había nadie. Un hermoso silencio se desparramaba por todos los rincones. Llevó las cosas a su habitación y acondicionó la pecera.


10
La pecera resplandecía dentro de la habitación en penumbras. La luz que caía sobre el agua iluminaba a los peces de colores que nadaban en su interior. Deslizándose con suavidad un pez dorado serpenteaba, uno negro de cola amplia  y dos más pequeños y azules ascendían. Bruno sintió cómo una tibia paz lo iba inundando poco a poco.
11
Su padre entró de repente. Miró el cerdo de cerámica despedazado y enseguida la pecera resplandeciendo. Le lanzó una severa mirada a Bruno y al tiempo que lo tomaba de la playera le reclamó: - ¿Te gastaste el dinero de tu madre para comprar esta porquería, verdad? Lo aventó al suelo y volteó la pecera, cuyo contenido, agua y peces se derramaron sobre el buró y se precipitaron al piso. Los peces empezaron a boquear y a mover la cola desesperados. Tras un portazo su padre desapareció.

12
Bruno cerró los ojos. Los abrió y notó que el agua seguía manando de la pecera. Pero el flujo era tan abundante que pronto los peces empezaron a  sentirse mejor. El agua subió de nivel y mojaba su pantalón y zapatos. Se quedó quieto. Sonrió satisfecho. De la pecera brotaba agua caudalosamente. Pronto el agua le mojó la barbilla. Observó, feliz, cómo los pequeños peces nadaban con libertad dentro de su habitación.  Uno de ellos se acercó y con el dedo de la mano izquierda Bruno lo acarició.


13
Bruno ya se desplazaba muy lejos - entre decenas de peces de colores, bajo un mar azul y apacible que le brindaba serenidad a su corazón - cuando su mamá lo encontró en la tina y lanzó un grito desgarrador.

miércoles, 1 de agosto de 2018

La estatua de sal de Leopoldo Lugones

 

He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
-Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
-He visto los cadáveres de las ciudades malditas -dijo una noche a su huésped-. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
-Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma -dijo en voz baja Sosistrato.
-Sí, conozco el pasaje -añadió el peregrino-. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…
-Es la justicia de Dios -exclamó el solitario.
-¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? -replicó suavemente el viajero que parecía docto en letras sagradas-. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…
Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo…
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer… ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
-Mujer, respóndeme una sola palabra.
-Habla… pregunta…
-¿Responderás?
-Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
-Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
-¡Dime qué viste!
-No… no… ¡Sería el abismo!
-Yo quiero el abismo.
-Es la muerte…
-¡Dime qué viste!
-¡No puedo… no quiero!
-Yo te he salvado.
-No… no…
El sol acababa de ponerse.
-¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
-¡Por las cenizas de tus padres!…
-¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.


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