PREFACIO
Con este fantasmal librito he procurado despertar
al espíritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo
mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo. Ojalá encante sus hogares y
nadie sienta deseos de verle desaparecer. Su fiel amigo y servidor, Diciembre
de 1843
Charles Dickens.
PRIMERA ESTROFA EL FANTASMA DE MARLEY
Marley estaba
muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el
funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían
firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había firmado, y la firma
de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en
cualquier papel donde apareciera. El viejo Marley estaba tan muerto como el
clavo de una puerta. ¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de
especialmente muerto en el clavo de una puerta. Yo, más bien, me había
inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el más muerto de todos
los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de
nuestros ancestros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por
con-siguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto
como el clavo de una puerta. ¿Sabía Scrooge que estaba muerto? Claro que sí.
¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos
años. Scrooge fue su único albacea testamentario, su único administrador, su
único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que
llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el
luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día
del funeral, que fue solemnizado por él a precio de ganga. La mención del
funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe duda de
que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de
otro modo no habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no
estuviésemos completamente convencidos de que el padre de Hamlet ya había
fallecido antes de levantar-se el telón, no habría nada notable en sus paseos
nocturnos por las murallas de su propiedad, con viento del Este, como para
causar asombro en sentido literal en la mente enfermiza de su hijo; sería
como si cualquier otro caballero de mediana edad saliese irreflexivamente tras
la caída de la no-che a un lugar oreado, por ejemplo, el camposanto de Saint
Paul. Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años después, allí seguía
sobre la entrada del almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era
conocida por «Scrooge y Mar-ley». Algunas personas, nuevas en el negocio,
algunas veces llamaban a Scrooge, «Scrooge», y otras, «Marley», pero él atendía
por los dos nombres; le daba lo mismo. ¡Ay, pero qué agarrado era aquel
Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba,
rebanaba, apresaba! Duro y agudo como un pedernal al que ningún eslabón logró
jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como
una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y
afilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte;
había enrojecido sus ojos, azulado sus fi-nos labios; esa frialdad se percibía
claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y
tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su
despacho estuviese helado en los días más calurosos del verano, y en Navidad no
se deshelaba ni un grado. Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos.
Ninguna fuente de calor podría calenta.rle, ningún frío invernal escalofriarle.
El era más cortante que cualquier viento, más pertinaz que cualquier nevada,
más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del
tiempo no podían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y neviscas
podrían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se
desprendían» con generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía. Jamás le paraba
nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge, ¿cómo
está usted? ¿Cuán-do vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna;
ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado
por una dirección ni una sola vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos
parecían conocerle; al verle acercarse, arrastraban precipitadamente a sus dueños
hasta los portales y los patios, y después daban el rabo, como diciendo: «¡Es
mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo ciego!» Pero a Scrooge, ¿qué le
importaba? Eso era precisamente lo que le gustaba. Para él era una «gozada»
abrirse camino entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo
sentimiento de simpatía humana que guardase las distancias. Erase una vez concretamente
en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el día de Nochebuena en
que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su despacho. El tiempo era
frío, desapacible y cortante; además, con niebla. Se podía oír el ruido de la
gente en el patio de fuera, caminando de un lado a otro con jadeos, palmeándose
el pecho y pateando el suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad
acababan de dar las tres, pero ya casi había oscurecido; no había habido luz en
todo el día y las velas brillaban en las ventanas de las oficinas cercanas como
manchas rojizas en la espesa atmósfera parda. Bajó la niebla y fluyó por todas
las junturas, resquicios, ojos de cerradura, y en el exterior era tan densa
que, aunque el patio era de los más es-trechos, las casas de enfrente no eran
más que sombras. Al ver como caía desmayadamente la sucia nube oscureciendo
todo, se hubiera pensado que la Naturaleza vivía cerca y es-taba elaborando
cerveza en gran escala. La puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de
modo que pudiera atisbar a su empleado que estaba copian-do cartas en una
deprimente y pequeña celda, una especie de cisterna. Scrooge tenía un fuego muy
escaso, pero la lumbre del empleado era todavía mucho más pequeña: parecía un
solo tizón. Pero no podía recargar la estufa porque Scrooge guardaba el carbón
en su propio cuarto, y seguro que si el empleado entraba con la pala su jefe
anticiparía que tenían que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se
arropó con su bufanda blanca a intentó calentarse con la vela; no era hombre de
gran imaginación y fracasaron sus esfuerzos. «¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo
guarde!», exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino de Scrooge, que
apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a darse cuenta de que venía.
«¡Bah! dijo Scrooge. ¡Tonterías!» El sobrino de Scrooge estaba todo acalorado
por la rápida caminata bajo la niebla y la helada; tenía un rostro agracia-do y
sonrosado; sus ojos chispeaban y su aliento volvió a condensarse cuando dijo:
«¿Navidad una tontería, tío? Seguro que no lo dices en serio.» «Sí que lo digo.
¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para estar
feliz? Eres pobre de sobra.» «Vamos, vamos» respondió el sobrino cordialmente.«¿Qué
derecho tienes a estar triste? ¿Qué motivos tienes para sentirte desgraciado?
Eres rico de sobra. Scrooge no supo repentizar una respuesta mejor y dijo otra
vez: «¡Bah!» y siguió con: «¡Tonterías!». «No te enfades, tío», dijo el
sobrino. «¿Cómo no me voy a enfadar» respondió el tío, «si vivo en un mundo
de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son las
Pascuas sino el momento de pagar cuentas atrasadas sin tener dinero; el momento
de darte cuenta de que eres un año más viejo y ni una hora más rico; el momento
de hacer el balance y comprobar que cada una de las anotaciones de los libros
te resulta desfavorable a lo largo de los doce meses del año? Si de mí
dependiera dijo Scrooge con indignación, a todos esos idiotas que van por ahí
con el Felices Navidades en la boca habría que cocerlos en su propio pudding y
enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el corazón. Eso es lo que habría
que hacer». «¡Tío!», imploró el sobrino. «¡Sobrino!», replicó el tío secamente,
«celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al mío». «¡Celebraré!»,
repitió el sobrino de Scrooge. «Pero si tú no celebras nada...» «Entonces
déjame en paz», dijo Scrooge. «¡Que te aprovechen! ¡Mucho te han aprovechado!»
«Puede que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho», replicó
el sobrino, «entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la
Navidad aparte de la veneración debida a su sagrado nombre y a su origen, si
es que eso se puede apartar siempre he pensado que son unas fechas deliciosas,
un tiempo de perdón, de afecto, de caridad; el único momento que conozco en el
largo calendario del año, en que hombres y mujeres parecen haberse puesto de
acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y para considerar a la
gente de abajo como compañeros de viaje ha-cia la tumba y no como seres de otra
especie embarcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto
en mis bolsillos un gramo de oro ni de plata, creo que sí me ha aprovechado y
me seguirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!» El escribiente de la
cisterna aplaudió involuntariamente; se dio cuenta en el acto de su
inconveniencia, se puso a hurgar en la lumbre y se apagó del todo el último
rescoldo. «Que oiga yo otro ruido de usted», dijo Scrooge, «y va a celebrar la
Navidad con la pérdida del empleo. Es usted un orador convincente, señor»,
agregó volviéndose hacia su sobrino. «Me pregunto por qué no está en el
Parlamento». «No te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotros mañana». Scrooge
dijo que le acompañaría sí, de veras que lo dijo. Pero completó la frase
diciendo que le acompañaría antes en la calamidad. «Pero ¿por qué?», exclamó el
sobrino de Scrooge. «¿Por qué?» «¿Por qué te casaste?», dijo Scrooge. «Porque
me enamoré». «¡Porque te enamoraste!», gruñó Scrooge, como si fuese la única
cosa en el mundo más ridícula que una feliz Navi-dad. «¡Buenas tardes!» «No,
tío, tú nunca venías a verme antes de hacerlo. ¿Por qué lo pones como excusa
para no venir ahora?» «Buenas tardes», dijo Scrooge. «No quiero nada de ti; no
te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podernos ser amigos?» «Buenas tardes», dijo
Scrooge. «Lamentó de todo corazón verte tan inflexible. Tú y yo no hemos tenido
ninguna querella, al menos por mi parte; pero he hecho esta prueba en honor a
la Navidad y mantendré el espíritu de la Navidad hasta el final. Así, pues,
¡Felices Pascuas, tío?» «Buenas tardes», dijo Scrooge. A pesar de todo, el
sobrino salió del cuarto sin una palabra de enfado. Se detuvo para felicitar al
escribiente, quien, frío como estaba, fue más afable que Scrooge y devolvió cordialmente
la salutación. «Otro que tal baila», murmuró Scrooge que le había oído. «Mi
escribiente, con quince chelines semanales, esposa y familia, hablando de
Felices Pascuas. Es para meterse en un manicomio». Aquel lunático, al acompañar
al sobrino de Scrooge hasta la puerta, dejó entrar a otras dos personas. Eran
unos caballeros corpulentos, de agradable presencia, y ahora estaban de pie,
descubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban en la mano libros y papeles,
y le saludaron con una inclinación de cabeza. «De Scrooge y Marley, creo», dijo
uno de los caballeros comprobando su lista. «¿Tengo el placer de dirigirme a
Mr. Scrooge o a Mr. Marley?» «Mr. Marley lleva muerto estos últimos siete
años», repuso Scrooge. «Murió hace siete años, esta misma noche». «No nos cabe
duda de que su generosidad está bien re-presentada por su socio "dijo el caballero presentando sus credenciales. Y era cierto porque ellos
habían sido dos almas gemelas. Al oír la ominosa palabra «generosidad», Scrooge
frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió las credenciales. «En estas
festividades, Mr. Scrooge», dijo el caballero tomando una pluma, «es más
deseable que nunca que hagamos alguna ligera provisión para los pobres y
menesterosos, que sufren muchísimo en estos momentos. Muchos miles carecen de
lo más indispensable y cientos de miles necesitan una ayuda, señor». «¿Ya no
hay cárceles?», preguntó Scrooge. «Está lleno de cárceles», dijo el caballero
volviendo a posar la pluma. «¿Y los asilos de la Unión?», inquirió
Scrooge. «¿Siguen en activo?» «Sí, todavía siguen», afirmó el caballero, «y
desearía po-der decir que no». «Entonces, ¿están en pleno vigor la Ley de
Pobres y el Treadmill?», dijo Scrooge. «Los dos muy atareados, señor». «¡Ah! Me
temía, con lo que usted dijo al principio, que hubiera ocurrido algo que les
impidiera seguir su beneficio-so derrotero», dijo Scrooge. «Me alegro mucho de
oírlo». «Teniendo la impresión de que esas instituciones probablemente no
proporcionan a las masas alegría cristiana de mente ni de cuerpo», respondió el
caballero, «unos cuantos de nosotros estamos intentando reunir fondos para
comprar a los pobres algo de comida y bebida y medios de calentar-se. Hemos
elegido estas fechas porque es cuando la necesidad se sufre con mayor intensidad
y más alegra la abundancia. ¿Con cuánto le apunto?» «¡Con nada!», replicó
Scrooge. «¿Desea usted mantener el anonimato?» «Deseo que me dejen en paz»,
dijo Scrooge. «Ya que me preguntan lo que deseo, caballeros, esa es mi
respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo permitirme el lujo de que gente
ociosa la célebre a mi costa. Colaboro en el sostenimiento de los
establecimientos que he mencionado; ya me cuestan bastante, y quienes están en
mala situación deben ir a ellos». «Muchos no pueden ir; y muchos preferirían la
muerte antes de ir». «Si preferirían morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así
descendería el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, a mí no me
consta». «Pero usted tiene que saberlo», observó el caballero. «No es asunto
mío», respondió Scrooge. «A un hombre le basta con dedicarse a sus propios
asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí
continuamente ocupado. ¡Buenas tardes, caballeros!» Viendo claramente que sería
inútil seguir insistiendo, los caballeros se retiraron. Scrooge reanudó sus
ocupaciones con una opinión de sí mismo muy mejorada y mejor humor del que en
él era habitual. Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensifica-do
de tal modo que unas cuantas personas corrían de un lado a otro con
resplandecientes hachas de viento, ofreciendo sus servicios para ir delante de
los coches de caballos hasta su destino. Se hizo invisible la antigua torre de
una iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando sigilosamente-te
en dirección a Scrooge por un ventanal gótico del muro, y daba las horas y los
cuartos en las nubes con trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba
le castañeasen los dientes en su cabeza helada. El frío se extremó. En la calle
principal, hacia la esquina del patio, unos obreros estaban reparando la
conducción del gas y habían encendido una gran hoguera en un brasero; en torno
al fuego se había reunido un grupo de hombres y muchachos andrajosos que, en
éxtasis, se calentaban las manos y guiñaban los ojos ante las llamaradas. La
llave del agua había quedado abierta y, al rebosar, se congelaba en rencoroso
silencio hasta convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de los
escaparates, donde al calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de
acebo, volvía rojizos los pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y
ultramarinos ofrecían una espléndida escena; resultaba casi imposible creer que
allí pintasen algo unos principios tan tediosos como los de la compraventa. El
lord mayor, en su baluarte de la magnífica Mansion House, daba órdenes a sus
cincuenta mayordomos y cocineros para celebrar las Navidades como correspondía
a la casa de un lord mayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multado
con cinco chelines el lunes pasado por andar borracho y pendenciero por las
calles, estaba en su buhardilla revolviendo la masa del pudding del día siguiente,
mientras su flaca esposa y el bebé habían salido a comprar carne de ternera.
¡Todavía más niebla y más frío! Un frío punzante, penetrante, mordiente. Si el
buen San Dunstan, en vez de utilizar sus armas habituales, hubiera pinzado la
nariz del Espíritu Maligno con solo un toque de semejante clima, seguro que éste
habría proferido los mejores propósitos. El poseedor de una joven y escasa
nariz, roída y mascullada por el hambriento frío como un hueso roído por los
perros, se encorvó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para deleitar-le con
un villancico. Pero a los primeros sones de «¡Dios bendiga al jubiloso
caballero! ¡Que nada le traiga el desaliento!» Scrooge agarró la vara con tal
energía que el cantor huyó des-pavorido, dejando el ojo de la cerradura para la
niebla y para la todavía más amable escarcha. Por fin llegó la hora de cerrar
el despacho. Con muy mala voluntad, Scrooge desmontó de su taburete y,
tácitamente, admitió el hecho ante el expectante empleado de la Cisterna, que
sopló la vela al instante y se puso el sombrero. «Supongo que usted querrá libre
todo el día de mañana», dijo Scrooge. «Si le parece conveniente, señor». «No me
parece conveniente», dijo Scrooge, «y no es razonable. Si por ello le descontara
media corona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivoco?» El escribiente
esbozó una tímida sonrisa. «Y sin embargo», dijo Scrooge, «no cree usted que el
mal-tratado sea yo cuando pago un jornal sin que se trabaje». El escribiente
comentó que sólo se trataba de una vez al año. «Es una excusa muy pobre para
saquear el bolsillo de un hombre cada 25 de diciembre», dijo Scrooge
abotonándose el abrigo hasta la barbilla. «Pero supongo que deberá tener el día
completo. ¡A la mañana siguiente preséntese aquí lo antes posible!» El
escribiente prometió que así lo haría y Scrooge salió gruñendo. En un abrir y
cerrar de ojos quedó clausurado el establecimiento; el escribiente, con los
largos extremos de la bufanda colgando por debajo de su cintura (no lucía
abrigo) se lanzó veinte veces por un tobogán en Cornhill, a la cola de una fila
de chicos, en honor de la Nochebuena; luego corrió a su casa, en Camdem Town,
lo más deprisa que pudo, para jugar a la «gallina ciega». Scrooge tomó su
triste cena en su habitual triste taberna; leyó todos los periódicos y se
entretuvo el resto de la velada con su libro de cuentas; después se marchó a su
casa para acostarse. Vivía en unas habitaciones que habían pertenecido a su
difunto socio. Era una lóbrega serie de cuartos en un desvencijado edificio
aplastado en el fondo de un patio, donde desentonaba tanto que uno podía fácilmente
imaginar que había corrido hacia allí cuando era una casa jovencita, jugando al
escondite con otras casas, y había olvidado el camino de salida. Ahora ya era
lo bastante vieja y lo bastan-te lúgubre para que nadie viviese en ella, salvo
Scrooge; to-das las demás habitaciones estaban alquiladas para oficinas. El
patio estaba tan oscuro que el mismo Scrooge, que conocía cada piedra, no dudó
en ir tanteando con las manos. La niebla y la escarcha pendían sobre el negro y
viejo portón de la casa; parecía que el Genio del Tiempo estaba sentado en el
umbral, en dolientes meditaciones. Ahora bien, es una realidad que el aldabón
no tenía nada especial excepto que era muy grande. También es cierto que
Scrooge lo había visto noche y día durante todo el tiempo que llevaba
residiendo en aquel lugar. Cierto también que Scrooge tenía tan poco de eso que
se llama fantasía como cualquier hombre en la City de Londres, incluyendo que
ya es decir la corporación municipal, los concejales electos y los miembros de
la Cámara de Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado
un solo pensamiento a Marley desde que había mencionado aquella tarde el
fallecimiento de su socio siete años atrás. Y entonces que alguien me explique,
si es que puede, cómo ocurrió que al meter la llave en la cerradura de la
puerta, y sin que se diera un proceso intermedio de cambio, Scrooge no vio un
aldabón, sino el rostro de Marley en el aldabón. El rostro de Marley. No era
una sombra impenetrable como los demás objetos del patio, sino que tenía una
luz mortecina a su alrededor, como una langosta podrida en una despensa oscura.
No mostraba enfado ni ferocidad, pero miraba a Scrooge como Marley solía
hacerlo: con fantasmagóricos lentes colocados hacia arriba, sobre su frente
fantasmal. Sus cabellos se movían de una manera extraña, como si alguien los
soplara o les aplicara un chorro de aire caliente; y aunque tenía los ojos muy
abiertos, mantenían una inmovilidad perfecta. Esto y su coloración lívida le
hacían horripilante; pero a pesar del rostro y de su control, el horror parecía
ser algo más que una parte de su propia expresión. Cuando Scrooge miraba
fijamente este fenómeno, volvió nuevamente a ser un aldabón. No sería cierto
afirmar que no estaba sobresaltado, o que sus venas no notaban una sensación
terrible que no había vuelto a experimentar desde su infancia. Pero puso la
mano en la llave que había soltado, la hizo girar con energía, entró y encendió
la vela. Con una indecisión momentánea, antes de cerrar la puerta hizo una
pausa y miró cautelosamente hacia atrás, como si esperase el susto de ver la
coleta de Marley asomando por el lado del recibidor. Pero en el otro lado de la
puerta no había más que los tomillos y las tuercas que sujetaban el aldabón, de
manera que dijo: «¡Bah, bah!», y la cerró de un portazo. El ruido retumbó por
toda la casa como un trueno. Todas las habitaciones de arriba y todos los
barriles de la bodega del vinatero, abajo, parecían tener una escala propia y
distinta de ecos. Scrooge no era hombre que se asustara con los ecos. Aseguró
el cierre de la puerta, atravesó el recibidor y comenzó a subir las escaleras,
pero lentamente y despabilando la vela. Se podría hablar por hablar sobre la
manera de conducir una diligencia de seis caballos por un buen tramo de viejas
escaleras o a través de una mala y reciente Ley del Parlamento, pero sí digo de
veras que se podría subir por aquellas es-caleras con una carroza fúnebre y
ponerla a lo ancho, con el balancín hacia la pared y la puerta hacia la
balaustrada; y se podría hacer con facilidad. Había anchura suficiente y aun
sobraría sitio; tal vez por esta razón, Scrooge pensó que veía moverse delante
de él, en la penumbra, un coche de pompas fúnebres. Media docena de lámparas de
gas del alumbrado público no hubieran sido excesivas para iluminar la entrada
de la casa, de manera que se puede imaginar la oscuridad que había con la vela
de sebo de Scrooge. Siguió subiendo sin importarle un comino: la oscuridad es
barata y a Scrooge le gustaba. Pero antes de cerrar su pesada puerta recorrió
las habitaciones para ver si todo estaba en orden; deseaba hacerlo porque
seguía recordando el rostro. Cuarto de estar, dormitorio, trastero. Todo como
debía estar. Nadie bajo la mesa, nadie bajo el sofá; una pequeña lumbre en la
parrilla de la chimenea; cuchara y bol prepara-dos; y sobre la repisa de la
chimenea el cacillo de las gachas (Scrooge estaba resfriado). Nadie bajo la
cama; nadie dentro del armario; nadie metido en su bata, que colgaba contra la
pared en actitud sospechosa. El trastero, como de costumbre; el viejo
guardafuegos, zapatos viejos, dos cestas de pesca, un palanganero de tres patas
y un atizador. Bastante satisfecho, cerró su puerta y se atrancó por dentro
echando un doble cierre, cosa que no solía hacer. Así, a salvo de sorpresas, se
quitó la corbata, se puso la bata y las zapatillas, el gorro de dormir y se
sentó junto al fuego para tomarse las gachas. Era una lumbre muy débil para una
noche tan cruda. No tuvo más remedio que arrimarse a ella como si estuviera
incubando, para sacar de aquel puñito de combustible la mínima sensación de
calor. La chimenea era antigua, construida hacía mucho tiempo por algún
comerciante holandés, y todo su contorno estaba alicatado con pintorescos
azulejos holandeses que ilustraban las Sagradas Escrituras. Había Caí-nes y
Abeles, hijas del Faraón, reinas de Saba, mensajeros angélicos descendiendo por
el aire sobre nubes como colchones de plumas, Abrahanes, Baltazares, Apóstoles
zarpando en barcos de mantequilla, cientos de imágenes para distraer sus
pensamientos; sin embargo, aquel rostro de Marley, muerto siete años antes,
venía como el antiguo callado del Profeta y se lo tragaba todo. Si cada uno de
los lisos azulejos hubiese estado en blanco y Scrooge hubiese tenido la
facultad de representar en su superficie alguna figura ex-traída de los
dispersos fragmentos de su pensamiento, en cada uno de ellos habría aparecido
una copia de la cabeza del viejo Marley. «¡Tonterías!», dijo Scrooge, y empezó
a caminar por la habitación. Dio varias vueltas y volvió a sentarse. Al apoyar
la cabeza en el respaldo de la butaca, su mirada fue a posarse sobre una
campanilla, una campanilla fuera de use que colgaba en el cuarto y, con algún
propósito ahora olvidado, comunicaba con un aposento situado en el piso más
alto del edificio. Con gran sorpresa y con un miedo extraño, inexplicable,
cuando la estaba mirando vio que la campanilla comenzaba a oscilar. Al
principio se balanceaba tan poco que apenas hacía ruido, pero pronto repicó
fuerte, y también lo hicieron todas las demás campanillas de la casa. La cosa
debió durar medio minuto, tal vez un minuto, pero pareció una hora. Las
campanillas enmudecieron igual que habían sonado: a la vez. Luego siguió un
ruido estridente que venía de muy abajo, como si una persona estuviese
arrastrando una pesada cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero.
Entonces Scrooge recordó hacer oído que en las casas embrujadas los fantasmas
arrastraban cadenas. La puerta de la bodega se abrió de repente con un estruendo,
y Scrooge oyó aquel ruido con más claridad en los pisos de abajo; luego,
subiendo por las escaleras y, seguidamente, aproximándose directamente hacia su
puerta. «¡Siguen siendo tonterías!», dijo Scrooge. «¡No me lo puedo creer! » No
obstante, se le demudó el color cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada
puerta y se quedó en la habitación ante sus ojos. Cuando estaba entrando, las
mortecinas llamas saltaron como si exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma de
Marley!», y volvieron a decaer. El mismo rostro, el mismísimo. Marley como
siempre, con su coleta, chaleco, calzas y botas; las borlas de las botas tiesas
y erectas, al igual que la coleta, los faldones de la levita y los caballos. La
cadena que arrastraba la ceñía por medio cuerpo; era larga y se le enroscaba
como una cola; estaba hecha (Scrooge la observó atentamente) con arquillas para
dinero, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras de compraventa y
pesadas talegas de acero. Su cuerpo era tan transparente que al observarlo y
mirar a través de su chaleco, Scrooge podía ver los dos botones de la espalda
de la levita. Scrooge había oído decir frecuentemente que Marlcy no tenía
entrañas, pero nunca se lo había creído hasta ahora. No, ni siquiera ahora se
lo creía. Aunque miraba al fantasma de arriba abajo y la veía de pie ante él;
aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos, mortalmente fríos; aunque
observó incluso la textura del paño doblado que le enmarcaba la cara, desde la
barbilla hasta la cabeza, envoltura que no había notado antes..., aún seguía
incrédulo y luchaba contra sus propios sentidos. «¿Qué significa esto?», dijo
Scrooge, caústico y frío como nunca. «¿Qué se lo ha perdido aquí?» «¡Mucho!»
Era la voz de Marley, sin la menor duda. «¿Quién eres tú?» «Pregúntame quién
fui». «Pues ¿quién fuiste?», dijo Scrooge alzando la voz. «Eres puntilloso...
como sombra». Iba a decir «para ser una sombras, pero le pareció más apropiado
lo otro. «En vida yo fui tu socio: Jacob Marley». «¿Puedes... puedes sentarte?»,
preguntó Scrooge, mirándole dubitativamente. «Sí puedo». «Entonces, hazlo».
Scrooge había formulado la pregunta porque no sabía si un fantasma tan
transparente podía estar en condiciones de tomar asiento; presentía que, en
caso de que le resultara im-posible, tal vez se haría necesaria una explicación
embarazo-sa. Pero el fantasma se sentó al otro lado de la chimenea como si
estuviera acostumbrado. «Tú no crees en mí», observó el fantasma. «No, yo no»,
dijo Scrooge. «¿Qué otra demostración quieres de mi existencia, ade-más de la
de tus sentidos?» «No lo sé», dijo Scrooge. «¿Por qué dudas de tus sentidos?»
«Porque», dijo Scrooge, «cualquier cosa les afecta. Un li-gero desarreglo
intestinal les hace tramposos. Puede que tú seas un trocito de carne indigestada,
o un chorrito de mostaza, una migaja de queso, un fragmento de patata medio
cru-da. ¡Hay en ti más salsa de carne que carne de tumba, seas quien seas[L11]
!». Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes y en modo alguno se
sentía gracioso entonces. La verdad es que intentaba estar ingenioso para
distraerse y dominar el terror que le invadía; la voz del espectro le removía
hasta la médu-la de los huesos. Scrooge presentía que iba a desmoronarse si
seguía sentado en silencio, sin apartar la mirada de aquellos ojos inmóviles,
vítreos. También había algo muy espantoso en el halo infernal que envolvía al
espectro. Scrooge no podía verlo, pero se notaba claramente, pues aunque el
fantasma estaba sentado en perfecta inmovilidad, su cabello, faldones y borlas
seguían agitándose como por el vapor caliente de un horno. «¿Ves este palillo
de dientes?», dijo Scrooge volviendo con rapidez a la carga por el motivo ya
señalado y deseando apartar de sí, aunque fuera tan sólo un segundo, la
petrificada mirada de la aparición. «Lo veo», replicó el fantasma. «No lo estás
mirando», dijo Scrooge. «Pero lo veo», dijo el fantasma, «de todos modos».
«¡Bueno!», prosiguió Scrooge. «Sólo tengo que tragármelo y el resto de mis días
me veré perseguido por una legión de diablos, todos de mi propia creación.
¡Tonterías! Eso es lo que te digo, ¡tonterías!» En ese momento el espíritu
lanzó un espeluznante queji-do y sacudió la cadena con un ruido tan lúgubre y
aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para no caer
desvanecido. Pero el espanto fue todavía mayor cuan-do al quitar el fantasma la
venda que enmarcaba su rostro, como si dentro de la casa le sofocara el calor,
¡se le desmoronó la mandíbula inferior sobre el pecho! Scrooge cayó de rodillas
y, con manos entrelazadas, imploró ante él: «¡Piedad!», exclamó. «Horrenda
aparición, ¿por qué me atormentas?» «¡Materialista!», replicó el fantasma.
«¿Crees o no crees en mí?» «Sí, sí», dijo Scrooge. «Por fuerza. Pero ¿por qué
los espíritus deambulan por la tierra y por qué tienen que aparecer-se a mí?»
«Está ordenado para cada uno de los hombres que el espíritu que habita en él se
acerque a sus congéneres humanos y se mueva con ellos a lo largo y a lo ancho;
y si ese espíritu no lo hace en vida, será condenado a hacerlo tras la muerte.
Quedará sentenciado a vagar por el mundo ¡ay de mí!- y ser testigo de
situaciones en las que ahora no puede participar, aunque en vida debió haberlo
hecho para procurar felicidad. El espectro volvió a lanzar otro alarido,
sacudió la cadena y se retorció con desesperación sus manos espectrales. «Estás
encadenado», dijo Scrooge tembloroso. «Cuéntame por qué». «Arrastro la cadena
que en vida me forjé», repuso el fantasma. «Yo la hice, eslabón a eslabón,
yarda a yarda; por mi propia voluntad me la ceñí y por mi propia voluntad
la llevo. ¿Te resulta extraño el modelo?» Scrooge cada vez temblaba más. «¿O ya
conoces», prosiguió el fantasma, «el peso y la longitud de la apretada espiral
que tú mismo arrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada y tan larga como
ésta. Desde entonces, has trabajado en ella aún más. ¡Tienes una cadena
impresionante!» Scrooge miró de reojo a su alrededor como si esperase encontrarse
rodeado por cincuenta o sesenta brazas de cadenas, pero no vio nada. «Jacob»,
dijo implorante. «Querido Jacob Marley, cuéntame más. Dime algo tranquilizador,
Jacob». «No puedo», contestó el fantasma. «Eso tiene que venir de otras
regiones, Ebenezer Scrooge, y son otros ministros quienes lo aplican a otra
clase de personas. Tampoco puedo decirte todo lo que quisiera; sólo un poquito
más me está permitido. Yo no tengo reposo, no puedo quedarme en ninguna parte,
no puedo demorarme. Mi espíritu nunca salió de nuestra contaduría ¡óyeme bien!,
en vida mi espíritu jamás se aventuró más allá de los mezquinos límites de
nuestro tugurio de cambistas. ¡Y ahora me esperan jornadas agotadoras! »
Siempre que se ponía meditabundo, Scrooge tenía la costumbre de meter las manos
en los bolsillos de los pantalones. Así lo hizo ahora, pero sin alzar la mirada
y sin ponerse en pie, mientras ponderaba las palabras del fantasma. «Has debido
estar un poco torpe, Jacob, comentó Scrooge con tono de negociante profesional,
aunque con humil-dad y deferencia. «¡Torpe!», repitió el fantasma. «Siete años
muerto», musitó Scrooge, «¿y viajando todo el tiempo?> «Todo el tiempo»,
dijo el fantasma. «Sin descanso, sin paz, con la incesante tortura de los
remordimientos» «¿Viajabas rápido?», dijo Scrooge. «En las alas del viento»,
contestó el fantasma. «Has debido pasar por encima de muchos terrenos en siete
años», dijo Scrooge. Al oír esto el fantasma dio otro alarido y restalló la
cadena en el silencio de muerte de la noche, con tal estrépito que la Patrulla
Nocturna habría tenido toda la razón si le hubiera denunciado por escándalo
público. «¡Oh! cautivo, preso, aherrojado», gimió el fantasma, «¡sin saber que
son necesarios años y años de incesante labor de criaturas inmortales para que
esta tierra entre en la eternidad después de haber hecho en ella todo el bien
que sea posible. Sin saber que todo espíritu cristiano, actuando caritativamente
en su pequeña esfera, sea la que sea, se encontrará con que su vida mortal es
demasiado breve para sus grandes posibilidades de servicio. Sin saber que
ninguna clase de arrepentimiento podrá enmendar la oportunidad perdida en vida!
¡Y ése fui yo! ¡Ay, eso me sucedió!» «Pero tú siempre fuiste un buen hombre de
negocios, Jacob, balbuceó Scrooge, que ahora empezaba a aplicarse el cuento.
«¡Negocios!», exclamó el fantasma entrelazando otra vez las manos. «El género
humano era asunto mío. El bienestar general era negocio mío; la caridad,
compasión, paciencia y benevolencia eran todas de mi incumbencia. Mis relaciones
comerciales no eran más que una gota de agua en el anchuroso océano de mis
asuntos». Levantó la cadena con el brazo extendida, como si ella fuera la causa
de su irreparable dolor, y la tiró con violencia contra el suelo. «En esta
época del año es cuando sufro más», dijo el espectro. «¿Por qué habré andado
entre la multitud de mis semejantes con la mirada baja, sin alzar nunca mis
ojos hacia esa bendita Estrella que guió a los Santos Reyes hasta el humilde
portal? ¡Como si no existieran hogares a los que me hubiera podido conducir su
luz!» Al oír al espectro expresarse en aquellos términos, Scrooge se sentía
sumamente acongojado y empezó a temblar como una hoja. «¡Escúchame!», exclamó
el fantasma. «Mi tiempo se acaba». «Lo haré», dijo Scrooge, «¡pero no seas cruel!
¡No te pon-gas poético, Jacob! ¡Te lo suplico!» «No podría decirte cómo me
aparezco ante ti de manera visible, pero he estado sentado a tu lado,
invisible, durante días y días». No era una idea muy agradable. Scrooge se
estremeció y enjugó el sudor de su frente. «Y no es una parte ligera de mi
penitencia», prosiguió el fantasma. «Esta noche estoy aquí para advertirte que
aún te queda una oportunidad para escapar a un destino como el mío. Una
oportunidad, una esperanza que yo te he conseguido, Ebenezer». «Siempre fuiste
un buen amigo», dijo Scrooge. «¡Gracias!> «Vas a ser hechizado por Tres
Espíritus», continuó el fantasma. El semblante de Scrooge se quedó casi tan
desencajado, como el del fantasma. «¿Era eso la oportunidad y la esperanza que
mencionaste, Jacob?», preguntó con voz quebrada. «Lo es». «Yo..., yo casi estoy
pensando que mejor no», dijo Scrooge. «Sin esas visitas», dijo el fantasma, «no
tendrás esperanza de evitar un destino como el mío. El primero vendrá mañana,
cuando las campanas den la una». «¿No podrían venir los tres y acabar de una
vez, Jacob?», insinuó Scrooge. «Espera al segundo a la noche siguiente a la
misma hora. El tercero, a la siguiente noche, cuando se extinga la vibración de
la última campanada de las doce. No volverás a ver-me y, por la cuenta que te
sigue, ¡recuerda todo lo que ha sucedido entre nosotros!» Tras pronunciar estas
palabras, el espectro recogió el pañuelo de encima de la mesa y se lo volvió a
enrollar bajo la mandíbula, tal como lo tenía antes. Scrooge supo que así lo
había hecho por el sonido de los dientes al chocar cuando el vendaje volvió a
juntar las mandíbulas. Se atrevió a levantar la mirada otra vez y se encontró
con el visitante sobrenatural encarándole en actitud erguida, con la cadena
enrosca-da al brazo. La aparición se alejó retrocediendo y a cada paso que daba
la ventana se iba abriendo poco a poco, de manera que al llegar el espectro
estaba abierta de par en par. Le hizo señas a Scrooge para que se aproximase y
éste así lo hizo. Cuando estaba a dos pasos de distancia, el fantasma de Marley
levantó la mano para advertirle que no siguiera acercándose. Scrooge se detuvo.
Se detuvo más por miedo y sorpresa que por obediencia: nada más levantar la
mano comenzaron a oírse extraños ruidos; sonidos incoherentes de lamentación y
pesar; quejidos de indecible arrepentimiento y compunción. El espectro, tras
escuchar por un momento, se unió al macabro gorigori y salió flotando hacia la
negra y siniestra noche. Scrooge continuó hasta la ventana con desesperada
curiosidad. Se asomó. Por el aire se movían sin descanso, de un lado a otro, numerosos
fantasmas que gemían al pasar. Todos llevaban cadenas como las del fantasma de
Marley; unos cuantos (tal vez gobiernos culpables) iban encadenados en grupo;
ninguno estaba libre de cadenas. Scrooge había conocido en vida a muchos de
ellos. Había tenido bastante relación con un viejo fantasma que llevaba un
chaleco blanco y una monstruosa caja de caudales atada al tobillo, que lloraba
compungido porque le era imposible auxiliar a una desdichada mujer con un
hijito, a la que estaba viendo allá abajo apoyada en el quicio de la puerta. Claramente
se percibía que el tormento de todos ellos consistía en que deseaban
intervenir, para bien, en situaciones humanas, pero habían perdido para siempre
la capacidad de hacerlo. Scrooge no sabría decir si aquellas criaturas se
disolvieron en la niebla o si la niebla les ocultó, pero ellos y sus voces
espectrales desaparecieron a la vez. La noche volvió a ser como cuando él llegó
a su casa. Cerró la ventana y examinó la puerta que había cruzado el fantasma.
Seguía con el doble cierre que había echado con sus propias manos y los
cerrojos estaban intactos. Intentó decir «¡Tonterías!», pero se quedó en la
primera sílaba. Estaba extenuado y, ya sea por las emociones vividas, las
fatigas del día, los atisbos del Mundo Invisible, la sombría conversación con
el fantasma o lo tardío de la hora, se fue directamente a la cama, sin
desvestirse, y se quedó dormido al instante.