Es de noche, estoy acostada y sola. Todo
pesa sobre mí como un aire muerto; las cuatro paredes me caen encima como el
silencio y la soledad que me aprisionan. Llueve. Escucho la lluvia cayendo
lenta y los automóviles que pasan veloces. El silbato de un vigilante suena
como un grito agónico. Pasa el último camión de medianoche. Medianoche, también
entonces era la medianoche... Reposamos, la respiración se ha ido calmando y es
cada vez más leve. Somos dos náufragos tirados en la misma playa, con tanta
prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse. Nada que
no sea nosotros mismos importa ahora, sorprendidos por una verdad que sin
saberlo conocíamos. Nos hemos buscado a tientas desde el otro lado del mundo,
presintiéndonos en la soledad y el sueño. Aquí estamos. Reconociéndonos a
través del cuerpo. Nos hemos quedado inmóviles, largo rato en silencio, uno al
lado del otro. Tu mano vuelve a acariciarme y nuestros labios se encuentran.
Una ola ardiente nos inunda, caemos nuevamente, nos hundimos en un agua
profunda y nos perdemos juntos. Suspiras. Yo también. Estamos de vuelta. Ha
pasado el tiempo, minutos o años, ya nada está igual. Todo se ha transformado.
Se abren jardines y huertos; se abre una ciudad bajo el sol, y un templo
olvidado resplandece. Afuera transcurre plácida la noche y en el viento llega
un lejano rumor de campanas. No quisiera escucharlas. Suenan a ausencia y a
muerte, y me ciño de nuevo a tu cuerpo como si me afianzara a la vida. La desesperanza
florece en una pasión que está más allá de las palabras y las lágrimas. “Es muy
tarde” dices. “Tendrás que irte…” Me siento al borde de la cama como si
estuviera a la orilla del mundo, del espacio en que hemos navegado como
planetas reencontrados. Te contemplo vistiéndote con prisa y sin cuidado, yo me
pongo una bata con desgano y tengo que hacer un gran esfuerzo para levantarme y
caminar hasta la puerta a despedirte. No hablamos. Pueden oírnos y descubrir
que nos hemos amado apresurada y clandestinamente en esta noche que empieza a
caérseme en pedazos. Las campanas siguen tocando y llegan cada vez más claras
en el viento de la madrugada, su sonido nos envuelve como un agua azul llena de
peces. Llegamos cogidos de la mano hasta la puerta y nos besamos allí como los
que se besan en los muelles. La puerta se cierra tras de ti y es como una
página que termina y uno quisiera alargar toda la vida. No logro entender que
ya te has ido y que estoy de nuevo sola. Abro la ventana y el aire frío del
amanecer me azota la cara. Tiemblo de pies a cabeza y comienzo de pronto a
sentir miedo, miedo de que mañana, hoy, todo se desvanezca o termine como
niebla que la luz deshace. Vivimos una noche que no nos pertenece, hemos robado
manzanas y nos persiguen. Quiero verme el rostro en un espejo, saber cómo soy
ahora, después de esta noche... Ha llegado. La llave da vuelta en la cerradura.
La puerta se abre. Voy a fingir que duermo para que no me moleste, no quiero
que me interrumpa ahora que estoy en esa noche, esa que él no puede recordar,
noches y días sólo nuestros, que no le pertenecen. Ha entrado a ver si estoy
dormida, me está mirando, suspira fastidiado, enciende un cigarrillo, busca
junto al teléfono si hay recados, sale, camina por la estancia, conecta el
radio, ya no hay nada, es tarde, sólo music for dancing,recorre
todas las estaciones, va hacia la cocina, abre el refrigerador, no ha de haber
cenado, dijo que no le guardara nada, hay un poco de pollo, si quiere puede
hacer un sándwich, ya tiró algo, siempre tan torpe, está cantando ahora, debe
estar muy contento. Sigue lloviendo. Suenan las llantas de los automóviles en
el asfalto mojado. También aquel día había llovido en la madrugada y la mañana
estaba un poco fresca, ¿te acuerdas…? Llegaste muy temprano con un ramo de
claveles rojos; yo me quedé con ellos entre las manos... No sé bien lo que te
estoy diciendo, he caído dentro de un remolino de sorpresas y turbación. Nunca
me han regalado flores, es la primera vez, quisiera decírtelo pero empezamos a
hablar de cosas que no nos pertenecen mientras yo arreglo los claveles en un
florero. Tú miras los libros del estante y los hojeas mostrando un desmedido
interés. Sé que los dos estamos huyendo de este momento o de las palabras
directas, de una emoción que nos aturde y nos ciega como una luz incandescente.
Nos quedamos suspendidos sobre el instante mientras un claxon suena en la
esquina como si sonara en el más remoto pasado. Ese pasado antes de ti que
ahora se desvanece y pierde todo sentido. Sólo tienen validez estos momentos
tan honda y confusamente vividos dentro de nosotros mismos. Nos sentamos junto
a la ventana y miramos hacia afuera como si estuviéramos dentro de una jaula o
de una armadura. Quisiera vivir este mismo instante mañana, en un día abierto
para nosotros. Pienso en una ciudad donde pudiéramos caminar por las calles sin
que nadie nos conociera ni nos saludara, estar tirados en una playa sola o
vagar por el campo cogidos de la mano. Quisiera conocer contigo el mundo,
quisiera entrar contigo en el sueño y despertar siempre a tu lado. Te miro
fijamente, quiero aprenderte bien para cuando sólo quede tu recuerdo y tenga
que descifrar lo que no me dices ahora. Una parte de mi vida, estos minutos, se
van contigo. No sé decir las cosas que siento. Tal vez algún día te las escriba
sentada frente a otra ventana. No sé tampoco hasta dónde soy feliz. Cada
despedida es un estarse desangrando, un dolor que nos asesina lentamente.
Estamos llenos de palabras y sentimientos, de un silencio que nos confina en
nosotros mismos. Tal vez esta habitación nos queda demasiado grande o demasiado
estrecha y por eso no sabemos qué hacer con nuestros cuerpos y las palabras.
Miras el reloj. El tiempo es una daga suspendida sobre nuestra cabeza. Después
vendrá la tarde vacía como esas cuando no estás conmigo, cuando nos separamos y
nos falta la mitad del cuerpo... Siento que me está mirando fijamente y
suspira, debe estar cansado, bosteza, ha de ser ya muy tarde, bosteza otra vez
y comienza a desnudarse. La ropa va cayendo sobre la silla, la cama se hunde
cuando se sienta a quitarse los zapatos. Se mete bajo las cobijas pegándose a
mi cuerpo y su mano empieza a acariciarme. Quisiera poder decirle que no me
toque, que es inútil, que no estoy aquí, que sus labios no busquen los míos, yo
ya he salido, estoy lejos conduciendo el automóvil por la avenida de los
sauces, oyendo el zumbido de las llantas sobre el pavimento, viendo de reojo
cómo avanza la aguja en el cuadrante, 70, 80, las casas y los árboles pasan
cada vez más rápido, 90, 100, una niña llora sentada en la banqueta, necesito
llegar pronto, la calle se alarga hasta la eternidad, un hombre me saluda y
sonríe, no quiero hacerte esperar, paso las luces rojas, sólo importa llegar,
me has estado esperando a través de los días y los años, a pesar de la dicha y
la desdicha, por eso es tan cierto nuestro encuentro, no hay otra manera de
decirlo. Corro hacia ti y nos abrazamos largamente. Caminamos cogidos de la
mano. Caminamos hacia el fin del mundo. La noche ha caído sobre nosotros como
una profecía largo tiempo esperada. Las calles están desiertas, somos los
únicos sobrevivientes del verano. Este viejo jardín nos estaba esperando. El
tiempo ha dejado de ser una angustia. Estamos tan completos que no deseamos
hacer nada, sólo sentarnos en esta banca y quedarnos como dos sonámbulos dentro
del mismo sueño. Los pájaros revolotean entre las ramas, caen hojas. Estamos
unidos por las manos y por los ojos, por todo lo que somos hoy y hemos logrado
rescatar de la rutina de los días iguales. Aquí sentados hemos estado siempre,
aquí seguiremos sin despedidas ni distancias en un continuo revivir. Suenan las
doce en esta noche perdurable. Han pasado mil años, han pasado un segundo o
dos. Los pájaros revolotean entre las ramas, caen hojas. Miramos la fachada de
una vieja iglesia entre la bruma cálida del amanecer. Miramos las columnas y
los nichos como a través de un recuerdo. No hables ahora, guárdame en tus
manos. Conserva la moneda, tu rostro y el mío, para tardes lluviosas en que el
tedio pesa enormemente. Todo sentimiento aparte de nosotros se ha borrado.
Velada por nubes altas pasa la luna como una herida luminosa en el cielo negro.
Los pájaros revolotean entre las ramas, caen hojas. Se anudan las palabras en
la garganta, son demasiado usadas para decirlas. Vivimos una noche siempre
nuestra. Me afianzo a tus manos y a tus ojos. Es tan claro el silencio que
nuestra sangre se escucha. El alumbrado de las calles ha palidecido. Ni un alma
transita por ninguna parte. Los árboles que nos rodean están petrificados. Tal
vez ya estamos muertos... tal vez estamos más allá de nuestro cuerpo…
jueves, 27 de noviembre de 2014
viernes, 21 de noviembre de 2014
Anacleto Morones de Juan Rulfo
¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos, sobre los que caía en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, coriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: “¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mi, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
—Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos.Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
—¡Dígame qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
—Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunte que Si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.
—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tu me conoces, verdad, Lucas Lucatero? —me preguntó una de ellas.
—Algo—le dije — Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
—Soy, si, pero no me robó nadie. esas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo...
—¿Qué, Pancha?
—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
—¿ No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a preguntar.
—No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
—¿Y qué buscan por aquí?
—Venimos a verte.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? —les pregunté.
—Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
—Voy por los huevos —les dije.
—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de los mil judas ! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que podían tener algún interes en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática,hasta que se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté a una de ellas:
—¿Y tu marido qué dice?
—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería.
—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
—Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
—Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdornará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes.Y allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella. Cuando regresé ya se había ido.
—¿Se fue?
—Si, se fue. La hiciste llorar.
—Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? allá en Amula ya debe haber llovido, ¿no?
—Si, anteayer cayó un aguacero.
—No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal?
—Si, todavía.
—Buen hombre ese Rogaciano.
—No. Es un maldoso.
—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene cerrada su botica?
—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
—Esperemos en Dios que esté en el infierno.
—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿A dónde?
—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral.Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer.¡Viejas infelices!
—¿Y qué diantres Voy a hacer yo a Amula?
—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
—No puedo ir —les dije —. No tengo quien me cuide la casa.
—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso,lo hemos prevenido. Además está tu mujer.
—Ya no tengo mujer.
—¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
—Ya se me fue. La corrí.
—Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las Arrepentidas.
—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaban mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.
—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate,Lucas, de las pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas Lucatero.
—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te confiesas?
—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.
—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediriamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.
—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones.Él sí que era el vivo demonio.
—No blasfemes.
—Es que ustedes no lo conocieron.
—Lo conocimos como santo.
—Pero no como santero.
—¿Qué cosas dices, Lucas?
—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.
“Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: ‘¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?’
“Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.
“Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía milagros.
“Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.”
—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
—Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.
—Yo sabía que estaba en la cárcel.
—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor” para que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:
—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles.
—Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado:
—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la Pancha—. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa.
—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.
—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero
—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.
—Pero olía a santidad.
—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.
—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.
—... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo”.Y se fue con él.
—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
—¡Monsergas!
—¿Qué dices?
—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.
—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.
—¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin virgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara sueño una doncella.
—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
—Eso creen ustedes porque no las llamó.
—A mi sí me llamó —dijo una a la que le decían Melquiades—. Yo le velé su sueño.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada más.
—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los guesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate.
—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lagrimas en los ojos y le temblaban las manos:
—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.
—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan dificil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.
—Un bueno de bondad.
—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
—¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.
—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso —dijo la hija de Anastasio —. Eso sí que no me lo has de negar.
—Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
—A mi marido lo curó de la sífilis.
—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy senorita, pero soy soltera.
—A tus años haciendo eso, Micaela.
—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de senorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
—Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté‚ con alguien. Eso de tener cincuenta anos y ser nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
—No, ni la conozco.
—Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.
—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.
—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.
—Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir conmigo, ¿verdad?
—Ni lo mande Dios. ¿Qué pensara la gente? Yo lo que quiero es convencerte.
—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.
—Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.
—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.
—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
—Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquía reclamarme que le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo:
—Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
—¿Por qué no te llevas a tu hija? —le dije yo—. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.
—Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.
—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.
—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinverguenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
“¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: No te saldras de aquí aunque uses de todas tus tretas.”
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
—Echale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
—¿Quién?
—El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, coriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: “¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mi, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
—Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos.Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
—¡Dígame qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
—Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunte que Si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.
—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tu me conoces, verdad, Lucas Lucatero? —me preguntó una de ellas.
—Algo—le dije — Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
—Soy, si, pero no me robó nadie. esas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo...
—¿Qué, Pancha?
—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
—¿ No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a preguntar.
—No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
—¿Y qué buscan por aquí?
—Venimos a verte.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? —les pregunté.
—Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
—Voy por los huevos —les dije.
—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de los mil judas ! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que podían tener algún interes en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática,hasta que se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté a una de ellas:
—¿Y tu marido qué dice?
—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería.
—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
—Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
—Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdornará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes.Y allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella. Cuando regresé ya se había ido.
—¿Se fue?
—Si, se fue. La hiciste llorar.
—Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? allá en Amula ya debe haber llovido, ¿no?
—Si, anteayer cayó un aguacero.
—No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal?
—Si, todavía.
—Buen hombre ese Rogaciano.
—No. Es un maldoso.
—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene cerrada su botica?
—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
—Esperemos en Dios que esté en el infierno.
—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿A dónde?
—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral.Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer.¡Viejas infelices!
—¿Y qué diantres Voy a hacer yo a Amula?
—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
—No puedo ir —les dije —. No tengo quien me cuide la casa.
—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso,lo hemos prevenido. Además está tu mujer.
—Ya no tengo mujer.
—¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
—Ya se me fue. La corrí.
—Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las Arrepentidas.
—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaban mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.
—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate,Lucas, de las pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas Lucatero.
—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te confiesas?
—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.
—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediriamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.
—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones.Él sí que era el vivo demonio.
—No blasfemes.
—Es que ustedes no lo conocieron.
—Lo conocimos como santo.
—Pero no como santero.
—¿Qué cosas dices, Lucas?
—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.
“Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: ‘¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?’
“Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.
“Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía milagros.
“Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.”
—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
—Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.
—Yo sabía que estaba en la cárcel.
—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor” para que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:
—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles.
—Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado:
—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la Pancha—. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa.
—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.
—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero
—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.
—Pero olía a santidad.
—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.
—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.
—... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo”.Y se fue con él.
—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
—¡Monsergas!
—¿Qué dices?
—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.
—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.
—¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin virgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara sueño una doncella.
—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
—Eso creen ustedes porque no las llamó.
—A mi sí me llamó —dijo una a la que le decían Melquiades—. Yo le velé su sueño.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada más.
—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los guesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate.
—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lagrimas en los ojos y le temblaban las manos:
—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.
—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan dificil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.
—Un bueno de bondad.
—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
—¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.
—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso —dijo la hija de Anastasio —. Eso sí que no me lo has de negar.
—Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
—A mi marido lo curó de la sífilis.
—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy senorita, pero soy soltera.
—A tus años haciendo eso, Micaela.
—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de senorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
—Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté‚ con alguien. Eso de tener cincuenta anos y ser nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
—No, ni la conozco.
—Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.
—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.
—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.
—Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir conmigo, ¿verdad?
—Ni lo mande Dios. ¿Qué pensara la gente? Yo lo que quiero es convencerte.
—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.
—Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.
—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.
—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
—Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquía reclamarme que le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo:
—Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
—¿Por qué no te llevas a tu hija? —le dije yo—. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.
—Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.
—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.
—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinverguenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
“¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: No te saldras de aquí aunque uses de todas tus tretas.”
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
—Echale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
—¿Quién?
—El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.
domingo, 16 de noviembre de 2014
Exilio de Edmond Hamilton
¡Lo que daría por no haber hablado de Ciencia Ficción aquella noche! Si no lo hubiéramos hecho, en estos momentos no estaría obsesionado con esa bizarra e imposible historia que nunca podría ser comprobada ni refutada.
Pero tratándose de cuatro escritores profesionales de relatos fantásticos, supongo que el tema resultaba ineludible. A pesar de que logramos posponerlo durante toda la cena y los tragos que tomamos después, Madison, gustoso, contó a grandes rasgos su partida de caza, y luego Brazell inicio una discusión sobre los pronósticos de los Dodgers. Mas tarde me vi obligado a desviar la conversación al terreno de la fantasía. No era mi intención hacer algo así. Pero había bebido un escoces de mas, y eso siempre me vuelve analítico. Y me divertía la perfecta apariencia de que los cuatro eramos personas comunes y corrientes.
-Camuflaje protector, eso es -anuncie-. ¡Cuanto nos esforzamos por actuar como chicos buenos, normales y ordinarios!
Brazell me miro, un poco molesto por la abrupta interrupción.
-¿De que estas hablando?
-De nosotros cuatro -Respondí-. ¡Que esplendida imitación de ciudadanos hechos y derechos! Pero no estamos contentos con eso… Ninguno de nosotros. Por el contrario, estamos violentamente insatisfechos con la tierra y con todas sus obras; por eso nos pasamos la vida creando uno tras otro, mundos imaginarios.
-Supongo que el pequeño detalle de hacerlo por dinero no tiene nada que ver -inquirió Brazell escéptico.
-Claro que si-admití-. Pero todos creamos nuestros mundos y pueblos imposibles muchísimo antes de escribir una sola linea, ¿verdad? incluso desde nuestra infancia, ¿no? por eso no estamos a gusto aquí.
-Nos sentiríamos mucho peor en alguno de los mundos que describimos -replico Madison.
En ese momento, Carrick, el cuarto del grupo, intervino en la conversación. Estaba sentado en silencio como de costumbre, copa en la mano, meditabundo, sin prestarnos atención. Carrick era raro en muchos aspectos. Sabíamos poco de el, pero lo apreciábamos y admirábamos sus historias. Había escrito relatos fascinantes, minuciosamente elaborados en su totalidad sobre un planeta imaginario.
-Lo mismo me ocurrió a mi en una ocasión- dijo a Madison.
-¿Que? -pregunto Madison.
-Lo que acabas de sugerir… Una vez escribí un sobre un mundo imaginario y luego me vi obligado a vivir en el – contesto Carrick.
Madison soltó una carcajada.
-Espero que haya sido un sitio mas habitable que los escalofriantes planetas en los que yo planteo mis embustes.
Carrick ni siquiera sonrío.
-De haber sabido que viviría en el, lo habría creado muy distinto -murmuro.
Brazell, tras dirigir una mirada significativa a la copa vacía de Carrick, nos guiño un ojo y pidió con voz melosa:
-Cuenta nos como fue, Carrick.
Carrick no aparto la mirada de la copa mientras la giraba entre sus dedos al hablar. Se detenía entre una frase y otra.
...Sucedió inmediatamente después de que me mudara junto a la Gran Central de Energía. A primera vista, parecía un lugar ruidoso, pero, en realidad, se vivía muy tranquilo en las afueras de la ciudad. Y yo necesitaba tranquilidad para escribir mis historias. Me dispuse a trabajar en la nueva serie que había comenzado, una colección de relatos que ocurrirían en aquel mundo imaginario. Empecé por crear detalladamente todas las características físicas de ese mundo y del universo que lo contenía. Pase todo el día concentrado en ello. Y cuando termine ¡Algo en mi mente hizo clic!
Esa breve y extraña sensación me pareció una súbita materialización. Me quede allí, inmovilizado, al tiempo que me preguntaba si estaría enloqueciendo, pues tuve la repentina seguridad de que el mundo que yo había creado durante todo el día acababa de cristalizar en una existencia concreta en alguna parte. Por supuesto, ignore esa extraña idea, salí de casa y me olvide del asunto. Pero al día siguiente sucedió de nuevo. Dedique la mayor parte del tiempo a la creación de los habitantes del mundo de mi historia. Sin duda los había imaginado humanos, aunque decidí que no fueran demasiado civilizados pues eso imposibilitaría los conflictos y la violencia indispensable para mi trama. Así pues había gestado mi mundo imaginario, un mundo de gente que estaba a medio civilizar. Imagine todas sus crueldades y supersticiones. Erguí sus barbaras y pintorescas ciudades. Y, justo cuando termine aquel clic resonó de nuevo en mi mente.
Entonces si me asuste de verdad pues sentí con mayor fuerza que la primera vez esa extraña convicción de que mis sueños se habían materializado para dar paso a una realidad solida. Sabia que era una locura; sin embargo, en mi mente tenia la increíble certeza. No podía abandonar esa idea. Trate de convencerme de descartar tan loca convicción. Si en verdad había creado un mundo y un universo con solo imaginarlos, ¿donde se hallaban? Desde luego no en mi propio cosmos. No podría contener dos universos…, completamente distintos el uno del otro. Pero, ¡y si ese mundo y este universo de mi imaginación se habían concretado en la realidad en otro cosmos vacío? ¿Un cosmos localizado en una dimensión diferente a la mía?¿Uno que contuviera solamente átomos libres, materia informe que había adquirido forma hasta que, de alguna manera, mis concentrados pensamientos les hicieron tomar las imágenes que yo había soñado? Medite esa idea de la extraña manera en que se aplican las leyes de la lógica a las cosas imposibles. ¿Por que los relatos que yo imaginaba no se habían vuelto realidad en ocasiones anteriores y solo ahora habían empezado a hacerlo? Bueno, para eso había una explicación plausible. Viva cerca de la Gran Central de Energía. Alguna insospechada corriente de energía emanada de ella dirigía mi imaginación condensada, como una fuerza súper amplificadora, hacia un cosmos vacío donde conmociono la masa informe y la hizo apropiarse de las formas que yo soñaba.
¿Creía en eso? No. Por supuesto que no, pero lo sabia. Hay una diferencia entre el conocimiento y la creencia; como alguien dijo: ‘Todos los hombres saben que algún día morirán y ninguno cree que llegara ese día’. pues conmigo ocurrió lo mismo. Me daba cuenta que no era posible que mi mundo fantástico hubiese adquirido una existencia física en un cosmos dimensional diferente, aunque, al mismo tiempo, yo tenia la extraña convicción de que así era. Y entonces se me ocurrió algo que me pareció entretenido e interesante. ¿Y si me creaba a mi mismo en ese otro mundo? ¿También seria yo real en el? Lo intente. Me senté en mi escritorio y me imagine a mi mismo como uno mas entre los millones de individuos de ese mundo ficticio; pude crear todo un trasfondo familiar e histórico coherente para mi en aquel lugar. ¡Y algo en mi mente hizo clic!...
Carrick hizo una pausa. Todavía contemplaba la copa vacía que agitaba lentamente entre sus dedos. Madison le incito a continuar:
-Y seguro despertaste allí y una hermosa muchacha se acerco a ti y preguntaste “¿Donde estoy?”
-No sucedió así -respondió Carrick sombrío-. No fue así en absoluto, desperté en ese otro mundo, si. Pero no fue como un despertar real. Simplemente, aparecí allí de repente.
...Seguía siendo yo, pero era el yo imaginado por mi para ese otro mundo. Se trataba de otro yo que siempre había vivido allí…., del mismo modo que sus antepasados. Verán, yo lo había creado todo. Y mi otro yo era tan real ene mundo imaginario creado por mi como lo había sido en el mio propio. Eso fue lo peor. Todo en ese mundo a medio civilizar era tan vulgar dentro de su realidad…
Hizo una pausa.
...Al principio, me resulto extraño. Camine por las calles de aquellas barbaras ciudades y mire los rostros de las personas con un imperioso deseo de gritar en voz alta: ¡Yo los imagine a todos! ¡Ninguno de ustedes existía hasta que lo los soñé!.
Sin embargo, no lo hice. No me habrían creído. Para ellos, yo no era mas que un miembro insignificante de su raza. ¿Como podían creer que ellos, sus tradiciones y su historia, su mundo y su universo, habían surgido súbitamente gracias a mi imaginación? Cuando ceso mi turbación inicial, me desagrado el lugar. Lo había creado demasiado bárbaro. Las salvajes violencias y crueldades que me habían parecido tan seductoras como material para una historia , eran aberrantes y repulsivas en mi propia carne. Solo deseaba volver a mi mundo. ¡Y no pude regresar! No había forma. Tuve la vaga sensación de que podría imaginarme de vuelta en mi mundo así como había imaginado mi viaje a ese otro. Pero fue en vano. La extraña fuerza que había propiciado el milagro no funcionaba en la dirección contraria.
La pase bastante mal al percatarme de que estaba atrapado en un mundo desagradable, extenuado y bárbaro. Primero pensé en suicidarme. Sin embargo, no lo hice. El hombre se adapta a todo. Y yo me acople lo mejor que pude al mundo creado por mi...
-¿Que hiciste allí? Quiero decir: ¿Que función cumpliste? -pregunto Brazell
Carrick encogió de hombros.
-No dominaba las habilidades y destrezas del mundo que había creado. Solo poseía mi propio oficio… el de contar historias.
Empecé a reír.
-¿No querrás decir que empezaste a escribir historias fantásticas?
El asintió, sombrío.
-No me quedo mas remedio. Era lo único que podía hacer. Escribí historias sobre mi propio mundo real. Para esa gente, mis relatos eran de una imaginación desbordante… y les gustaron.
Nos echamos a reír. Pero Carrick permaneció mortalmente serio. Madison llevo la broma hasta sus ultimas consecuencias.
-¿Y como te las arreglaste para regresar finalmente a casa desde ese otro mundo que habías creado?
-¡Nunca regrese a casa! -respondió Carrick con un amargo suspiro.
domingo, 9 de noviembre de 2014
La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras
A petición de un amigo mío que me escribió desde el este, fui a hacer una visita a Simón Wheeler, un viejo bonachón y gárrulo, y le pregunté por el amigo de mi amigo, llamado Leonidas W. Smiley, como se me había encargado que lo hiciera; y he aquí el resultado. Abrigo la secreta sospecha de que Leonidas W. Smiley es un mito, y de que mi amigo en su vida ha conocido a tal personaje; y lo único que había hecho era conjeturar que si yo preguntaba acerca de él al viejo Wheeler, mi cuidado le haría acordarse de su infame Jim Smiley, e inmediatamente se pondría a la obra y me inspiraría un aburrimiento mortal con alguna infernal reminiscencia de tal sujeto, tan larga y fastidiosa como inútil para mí. Si tal fue su designio, le salió todo a las mil maravillas.
Encontré a Simón Wheeler echando, a sus anchas, un sueñecito junto a la estufa del bar, en la vieja y descascarada taberna del decaído campo minero del Ángel, y noté que estaba gordo y calvo, con expresión de irresistible dulzura y simplicidad en su sereno semblante. Levantose él y me dio los buenos días. Le dije que un amigo mío me había encomendado ciertas averiguaciones sobre un muy querido compañero de su infancia llamado Leonidas W. Smiley —el Reverendo Leonidas W. Smiley—, joven misionero del Evangelio, que, según aquél había oído, estuvo algún tiempo residiendo en el campo del Ángel. Añadí que si el señor Wheeler podía referirme algo relativo a ese Reverendo Leonidas W. Smiley, yo sería su eterno agradecido.
Simón Wheeler me fue siguiendo hasta un rincón y me bloqueó allí con su silla, después de lo cual se sentó en ella y fue dándole aire a la relación monótona que sigue a este párrafo. Ni una sola vez se sonrió, jamás frunció las cejas, ni cambió ese tono de su voz, mansamente fluido, iniciado en su primera frase; y ni por casualidad reveló el más leve asomo de entusiasmo; pero a través de toda su interminable narración corría una vena de sinceridad y seriedad impresionantes, franca demostración de que él, en vez de imaginar que hubiese en su historia algo ridículo o jocoso, la estimaba como asunto de la mayor importancia y admiraba a sus dos héroes como genios preclaros de la estratagema. Para mí, el espectáculo de un hombre relatando aquella extraña historia sin sonreír ni una sola vez, era exquisitamente absurdo. Como ya he dicho, le pedí que me contara lo que sabía del Reverendo Leonidas W. Smiley, y le dejé que siguiera adelante en su propio estilo, sin interrumpirle:
—Hubo aquí una vez un sujeto a quien llamaban JimSmiley —sería en el invierno del 49, o tal vez en la primavera del 50—, no lo recuerdo puntualmente; aunque lo que me hace pensar que sería en una u otra de ambas estaciones es mi recuerdo de que el saetín grande no estaba terminado cuando Smiley vino al campo por primera vez; pero, sea como fuera, era el tío más curioso que usted pudiera imaginarse: tenía la manía de apostar sobre lo que fuese, siempre que otro apostase desde el lado opuesto; y si no podía, cambiaba él de lado. No ponía reparos en el tema ni en el modo, y todo lo aceptaba con tal que su apuesta quedase en firme. Y tenía una suerte loca, pues casi siempre ganaba. Siempre estaba listo para una apuesta; y no bien salía algo a colación, él ya estaba apostando, dándole lo mismo apostar a un lado u otro, como le decía a usted. Si se corría una carrera de caballos, le hubiera usted hallado a la postre de ella con los bolsillos repletos, o con los bolsillos vueltos al revés; si había pelea de potros, apostaba; si había pelea de gatos, apostaba lo mismo; si había pelea de polluelos, apostaba todavía; es más, si veía dos pajaritos posados en el seto, le proponía a usted una apuesta sobre cuál de los dos alzaría primero el vuelo; y si el campo celebraba una de sus reuniones, allí estaba el hombre apostando a favor del Cura Walker, a su juicio el mejor exhortador, y por cierto que lo era, y era, además, un varón excelente. En cuanto divisaba un escarabajo, echando a andar donde fuera, le apostaba a usted sobre el tiempo que emplearía para llegar dondequiera que fuese; y si usted le aceptaba la apuesta, era capaz de seguir al escarabajo hasta México para descubrir adonde se dirigía y cuánto tiempo le llevaría el viaje. Cualquiera de los muchachos que por aquí conocieron a Smiley podrá contarle sobre él. Y a él de todo le daba igual, mientras pudiese seguir en su chifladura. Una vez, la señora del Cura Parson estuvo de lo más enferma, y parecía que no iba a salir con vida de aquel trance; pero una mañana vino el cura, y al preguntarle Smiley cómo estaba la señora, le dijo que mucho mejor —de lo cual había que agradecerle al Señor por su infinita bondad— y que ya estaba reponiéndose en tal forma que, con la bendición de la Providencia, se repondría del todo; y Smiley, soltando la palabra antes del pensamiento, dijo: —Dos dólares y medio a que ni así.
Ese tal Smiley tenía una yegua, a la que la muchachada llamaba la jaca de los quince minutos; pero lo decían en broma, porque claro que andaba mucho más que todo eso; y él solía ganar dinero con la yegua, a pesar de que el animal fuese de naturaleza tan quedada, y siempre padeciese de asma, de destemplanza, o de consunción, o cosa parecida. Solían darle dos o trescientas yardas de ventaja, y luego pasaban y la dejaban atrás en el rumbo; pero, cada vez, al aproximarse el final de la carrera, se ponía excitada y como desesperada, y corveteaba y daba brincos espatarrados, y desparramaba las piernas, lanzándolas al aire o contra las empalizadas, y coceaba más y más polvo, y armaba cada vez más baraúnda, tosiendo y estornudando y sonándose hasta llegar a la meta un ancho de cuello antes que los demás.
Y tenía un cachorrillo de dogo, que si le hubiera usted visto, le habría parecido que no valía un centavo, como no fuese para merodear por allí, como un perro ordinario al acecho para hurtar algo. Pero apenas era objeto de una apuesta, se convertía en un perro distinto: la quijada empezaba a echarse para adelante como un castillo de proa, y sus dientes se ponían al descubierto y relucían como los hornos de la fogonería. Y un perro cualquiera podía agarrarle y meterse con él, y morderle y lanzárselo por encima del hombro dos o tres veces, y Andrew Jackson —pues éste era el nombre del cachorrillo—, Andrew Jackson no parecía sino que estuviera de lo más satisfecho, y como si jamás hubiese esperado cosa distinta; y las apuestas iban siendo dobladas cada vez más en su contra; pero él, entonces, de repente, hincaba los dientes en el otro perro, y precisamente en el muslo de la pierna trasera, y allí se quedaba como helado, no mascando, usted comprende, sino sólo clavando la dentadura y manteniendo la dentellada, hasta que los demás tiraban la esponja. Smiley siempre salió ganador con ese cachorro hasta que un día el animalillo tuvo que habérselas con un perro que no tenía piernas traseras, porque se las había amputado una sierra circular; y cuando el encuentro había durado buen trecho, y las apuestas estaban por las nubes, y el cachorro iba a lanzarse sobre su particular bocado, vio en un instante que le habían engañado, y que el otro perro le daba con el hueso en los hocicos, por decirlo así; primero, pareció sorprendido, y después, descorazonado, y ya no marcó empeño en ganar la pelea. Dio una mirada a Smiley como si quisiera decirle que ya todo era inútil, y que la culpa era suya, por haberle enfrentado a un perro que no tenía patas traseras de donde agarrarse, pues de ellas dependía toda su fuerza en la lucha; y después de eso se fue cojeando su poquillo, se tendió y murió. Buen cachorro era ese Andrew Jackson, y hubiera llegado a ser célebre si hubiese vivido, porque tenía pasta para ello y tenía, además, genio; lo sé, porque casi no había tenido oportunidad para brillar, y está fuera de duda que un perro no puede luchar en semejantes circunstancias, si hubiera carecido de talento. Cada vez que pienso en su última pelea y en el desenlace que tuvo, me entristezco.
Bueno, pues, ese Smiley tenía perros de presa rateros, y pollos de pelea, y gatos y toda clase de cosas, hasta quitarle a uno el sosiego, y no había nada que uno pudiera sacar sin que él viniera para apostar con lo suyo propio. Un día cogió una rana, y se la llevó a su casa, y dijo que tenía la idea de educarla; y por espacio de tres meses, no hizo más que estar metido en el patio trasero de su casa, enseñando a la rana a saltar. Y puede usted apostar que así lo hizo. Le daba una puñadita por detrás, y en el acto la veía usted a ella girando por el aire como un buñuelo y dar una voltereta, o tal vez dos, si había tenido un buen arranque, y se dejaba caer patiplana y feliz como un gato. Había ido educándola así, haciéndola cazar moscas, y la mantenía tan bien entrenada, que en cuanto el animalito veía una mosca, la agarraba. Smiley decía que una rana sólo necesitaba educación, y podía hacer cualquier cosa; y así lo creo. Nada, que yo le he visto poner a Daniela Webster en este mismo suelo —Daniela Webster era el nombre de la rana— y cantarle: “¡Moscas, Daniela, moscas!”, y en un abrir y cerrar de ojos, ella daba un brinco y asía una mosca en ese mostrador, y se tiraba otra vez al suelo, compacta como un pellón de tierra, después de lo cual se ponía a rascarse un lado de la cabeza con la pata trasera, tan indiferente como si no tuviese idea de que había hecho algo que no cualquier rana podía hacer. Jamás ha visto usted una rana tan modesta y de tanta derechura como ella, con lo dotada que era. Y cuando se trataba de un salto limpio sobre un nivel llano, podía abarcar más trecho de una sola brincada que cualquier otro animal de su raza que usted haya visto en su vida. Saltar sobre lo llano era su fuerte, comprende usted; y, cuando de esto se trataba, Smiley se ponía a amontonar dinero en su favor mientras le quedase un cobre. Smiley se sentía desaforadamente orgulloso de su rana; y con razón, porque tipos que habían viajado y estado en todas partes, declaraban todos que aquella rana sobrepasaba a cualquier rana que jamás hubiesen visto.
Bueno, pues, Smiley guardaba el animalito en una cajita de celosía, y solía conducirlo al pueblo en busca de una apuesta. Cierto día, un tipo —un forastero— se topó con Smiley, que venía con su caja, y le dijo:
—¿Qué diablos es eso que lleva en la cajita?
Y Smiley dijo, simulando gran indiferencia: —Podría ser un loro, podría ser un canario; pero no es nada de eso: no es más que una rana.
Y el tipo tomó la caja, y la miró cuidadosamente, y le dio vueltas y más vueltas, y dijo: —Hum..., así es. Bien, ¿y para qué sirve?
—¡Bah! —dijo Smiley, complaciente y descuidado—. Sirve bastante para una cosa; si no ando equivocado, puede saltar mucho más alto que cualquier otra rana en el Condado de Calaveras.
El tipo cogió nuevamente la caja, y le dio otra mirada muy larga y cuidadosa, y la devolvió a Smiley, diciendo, muy resueltamente: —Bueno, pues, yo no le veo nada que la haga mejor que cualquier otra rana.
—Tal vez usted no lo vea —dijo Smiley—. Tal vez usted entiende de ranas y tal vez no; tal vez haya tenido usted experiencia o tal vez no sea usted más que un aficionado, por decir algo. De todos modos, yo tengo mi opinión, y estoy dispuesto a arriesgar cuarenta dólares a que ella salta más alto que cualquier rana del Condado de Calaveras.
El tipo meditó un minuto estudiando la idea, y luego dijo, como con un asomo de tristeza: —Vea, yo soy aquí un forastero, y no tengo rana alguna; pero si tuviese una, apostaría.
Y entonces Smiley dijo: —Muy bien, muy bien; si quiere usted tener mi caja por un minuto, voy por una rana y se la traigo.
El tipo tomó la caja, puso sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley, y se sentó a esperarle.
Un buen rato estuvo sentado, hurgándole y hurgándole el pensamiento en la cabeza; y luego sacó la rana fuera de la caja, le abrió la boca, se sacó una cucharilla de café y la llenó bien colmada de perdigones de codornices y, quieras que no, llenó al animal casi, casi hasta la altura de la barbilla y lo devolvió al suelo. Smiley, en tanto, había ido a la ciénaga, donde se embarró bastante en el cieno hasta que finalmente encontró una rana. Vínose con ella, y se la dio al tipo, diciendo:
—Ahora, si está usted listo, póngala usted al lado de la mía, con las patas anteriores bien parejas con las de Daniela, y yo daré la señal —luego exclamó—: Uno, dos, tres... ¡Saltar!
Y él y el tipo golpearon a las ranas por detrás; y la rana nueva brincó vivamente, pero Daniela suspiró muy hondo e izó los hombros, como un francés, pero sin que de nada le valiera, pues no se podía mover; estaba en el suelo más hincada que un yunque, y sin más posibilidad de meneo que si estuviera anclada. Smiley no volvía en sí de su asombro y de su disgusto; pero, naturalmente, no tenía la menor idea de lo ocurrido.
El tipo se quedó con el dinero y empezó a largarse; y cuando ya iba a traspasar el umbral, dio una sacudida a su dedo pulgar por encima del hombro —así— hacia Daniela, y dijo de nuevo, con la misma resolución.
—Bueno, a esta rana yo no le veo nada que la haga superior a cualquier otra rana.
Smiley se quedó largo rato de pie, rascándose la cabeza y mirando a Daniela, y al fin dijo: —Quisiera saber por qué demonios esta rana se quedó tan fija; me digo si le habrá ocurrido algo..., la verdad es que me parece muy abotagada —y agarró a Daniela por la pelusa del cogote y dijo:
—¡Vaya, malditos sean mis gatos, si no pesa cinco libras! —Y la puso cabeza abajo y ella eructó afuera dos puñados de perdigones. Entonces vio él lo que había pasado, y se puso furioso, y dejó a la rana por el suelo y echó a correr hacia el tipo, pero jamás volvió a dar con él. Y...
En este momento Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio delantero, y se levantó para ver qué querían. Y volviéndose hacia mí, al alejarse, dijo:
—Quédese ahí, forastero, y descanse a sus anchas. No tardaré un segundo en volver.
Pero, con el permiso de ustedes, yo no estimé que la continuación de la historia del emprendedor vagabundoJim Smiley pudiese valerme mucha información concerniente al Reverendo Leonidas W. Smiley, así es que emprendí mi partida.
En la puerta hallé al sociable Wheeler que volvía, el cual me fastidió volviendo a empezar:
—Bueno, ese Smiley tenía una vaca amarilla, con un ojo nada más, y sin cola, sino un tronchito como una banana...
—¡Que el diablo se lleve a Smiley y a su afligida vaca! —refunfuñé de buena gana, y despidiéndome del viejo señor, me marché.
Encontré a Simón Wheeler echando, a sus anchas, un sueñecito junto a la estufa del bar, en la vieja y descascarada taberna del decaído campo minero del Ángel, y noté que estaba gordo y calvo, con expresión de irresistible dulzura y simplicidad en su sereno semblante. Levantose él y me dio los buenos días. Le dije que un amigo mío me había encomendado ciertas averiguaciones sobre un muy querido compañero de su infancia llamado Leonidas W. Smiley —el Reverendo Leonidas W. Smiley—, joven misionero del Evangelio, que, según aquél había oído, estuvo algún tiempo residiendo en el campo del Ángel. Añadí que si el señor Wheeler podía referirme algo relativo a ese Reverendo Leonidas W. Smiley, yo sería su eterno agradecido.
Simón Wheeler me fue siguiendo hasta un rincón y me bloqueó allí con su silla, después de lo cual se sentó en ella y fue dándole aire a la relación monótona que sigue a este párrafo. Ni una sola vez se sonrió, jamás frunció las cejas, ni cambió ese tono de su voz, mansamente fluido, iniciado en su primera frase; y ni por casualidad reveló el más leve asomo de entusiasmo; pero a través de toda su interminable narración corría una vena de sinceridad y seriedad impresionantes, franca demostración de que él, en vez de imaginar que hubiese en su historia algo ridículo o jocoso, la estimaba como asunto de la mayor importancia y admiraba a sus dos héroes como genios preclaros de la estratagema. Para mí, el espectáculo de un hombre relatando aquella extraña historia sin sonreír ni una sola vez, era exquisitamente absurdo. Como ya he dicho, le pedí que me contara lo que sabía del Reverendo Leonidas W. Smiley, y le dejé que siguiera adelante en su propio estilo, sin interrumpirle:
—Hubo aquí una vez un sujeto a quien llamaban JimSmiley —sería en el invierno del 49, o tal vez en la primavera del 50—, no lo recuerdo puntualmente; aunque lo que me hace pensar que sería en una u otra de ambas estaciones es mi recuerdo de que el saetín grande no estaba terminado cuando Smiley vino al campo por primera vez; pero, sea como fuera, era el tío más curioso que usted pudiera imaginarse: tenía la manía de apostar sobre lo que fuese, siempre que otro apostase desde el lado opuesto; y si no podía, cambiaba él de lado. No ponía reparos en el tema ni en el modo, y todo lo aceptaba con tal que su apuesta quedase en firme. Y tenía una suerte loca, pues casi siempre ganaba. Siempre estaba listo para una apuesta; y no bien salía algo a colación, él ya estaba apostando, dándole lo mismo apostar a un lado u otro, como le decía a usted. Si se corría una carrera de caballos, le hubiera usted hallado a la postre de ella con los bolsillos repletos, o con los bolsillos vueltos al revés; si había pelea de potros, apostaba; si había pelea de gatos, apostaba lo mismo; si había pelea de polluelos, apostaba todavía; es más, si veía dos pajaritos posados en el seto, le proponía a usted una apuesta sobre cuál de los dos alzaría primero el vuelo; y si el campo celebraba una de sus reuniones, allí estaba el hombre apostando a favor del Cura Walker, a su juicio el mejor exhortador, y por cierto que lo era, y era, además, un varón excelente. En cuanto divisaba un escarabajo, echando a andar donde fuera, le apostaba a usted sobre el tiempo que emplearía para llegar dondequiera que fuese; y si usted le aceptaba la apuesta, era capaz de seguir al escarabajo hasta México para descubrir adonde se dirigía y cuánto tiempo le llevaría el viaje. Cualquiera de los muchachos que por aquí conocieron a Smiley podrá contarle sobre él. Y a él de todo le daba igual, mientras pudiese seguir en su chifladura. Una vez, la señora del Cura Parson estuvo de lo más enferma, y parecía que no iba a salir con vida de aquel trance; pero una mañana vino el cura, y al preguntarle Smiley cómo estaba la señora, le dijo que mucho mejor —de lo cual había que agradecerle al Señor por su infinita bondad— y que ya estaba reponiéndose en tal forma que, con la bendición de la Providencia, se repondría del todo; y Smiley, soltando la palabra antes del pensamiento, dijo: —Dos dólares y medio a que ni así.
Ese tal Smiley tenía una yegua, a la que la muchachada llamaba la jaca de los quince minutos; pero lo decían en broma, porque claro que andaba mucho más que todo eso; y él solía ganar dinero con la yegua, a pesar de que el animal fuese de naturaleza tan quedada, y siempre padeciese de asma, de destemplanza, o de consunción, o cosa parecida. Solían darle dos o trescientas yardas de ventaja, y luego pasaban y la dejaban atrás en el rumbo; pero, cada vez, al aproximarse el final de la carrera, se ponía excitada y como desesperada, y corveteaba y daba brincos espatarrados, y desparramaba las piernas, lanzándolas al aire o contra las empalizadas, y coceaba más y más polvo, y armaba cada vez más baraúnda, tosiendo y estornudando y sonándose hasta llegar a la meta un ancho de cuello antes que los demás.
Y tenía un cachorrillo de dogo, que si le hubiera usted visto, le habría parecido que no valía un centavo, como no fuese para merodear por allí, como un perro ordinario al acecho para hurtar algo. Pero apenas era objeto de una apuesta, se convertía en un perro distinto: la quijada empezaba a echarse para adelante como un castillo de proa, y sus dientes se ponían al descubierto y relucían como los hornos de la fogonería. Y un perro cualquiera podía agarrarle y meterse con él, y morderle y lanzárselo por encima del hombro dos o tres veces, y Andrew Jackson —pues éste era el nombre del cachorrillo—, Andrew Jackson no parecía sino que estuviera de lo más satisfecho, y como si jamás hubiese esperado cosa distinta; y las apuestas iban siendo dobladas cada vez más en su contra; pero él, entonces, de repente, hincaba los dientes en el otro perro, y precisamente en el muslo de la pierna trasera, y allí se quedaba como helado, no mascando, usted comprende, sino sólo clavando la dentadura y manteniendo la dentellada, hasta que los demás tiraban la esponja. Smiley siempre salió ganador con ese cachorro hasta que un día el animalillo tuvo que habérselas con un perro que no tenía piernas traseras, porque se las había amputado una sierra circular; y cuando el encuentro había durado buen trecho, y las apuestas estaban por las nubes, y el cachorro iba a lanzarse sobre su particular bocado, vio en un instante que le habían engañado, y que el otro perro le daba con el hueso en los hocicos, por decirlo así; primero, pareció sorprendido, y después, descorazonado, y ya no marcó empeño en ganar la pelea. Dio una mirada a Smiley como si quisiera decirle que ya todo era inútil, y que la culpa era suya, por haberle enfrentado a un perro que no tenía patas traseras de donde agarrarse, pues de ellas dependía toda su fuerza en la lucha; y después de eso se fue cojeando su poquillo, se tendió y murió. Buen cachorro era ese Andrew Jackson, y hubiera llegado a ser célebre si hubiese vivido, porque tenía pasta para ello y tenía, además, genio; lo sé, porque casi no había tenido oportunidad para brillar, y está fuera de duda que un perro no puede luchar en semejantes circunstancias, si hubiera carecido de talento. Cada vez que pienso en su última pelea y en el desenlace que tuvo, me entristezco.
Bueno, pues, ese Smiley tenía perros de presa rateros, y pollos de pelea, y gatos y toda clase de cosas, hasta quitarle a uno el sosiego, y no había nada que uno pudiera sacar sin que él viniera para apostar con lo suyo propio. Un día cogió una rana, y se la llevó a su casa, y dijo que tenía la idea de educarla; y por espacio de tres meses, no hizo más que estar metido en el patio trasero de su casa, enseñando a la rana a saltar. Y puede usted apostar que así lo hizo. Le daba una puñadita por detrás, y en el acto la veía usted a ella girando por el aire como un buñuelo y dar una voltereta, o tal vez dos, si había tenido un buen arranque, y se dejaba caer patiplana y feliz como un gato. Había ido educándola así, haciéndola cazar moscas, y la mantenía tan bien entrenada, que en cuanto el animalito veía una mosca, la agarraba. Smiley decía que una rana sólo necesitaba educación, y podía hacer cualquier cosa; y así lo creo. Nada, que yo le he visto poner a Daniela Webster en este mismo suelo —Daniela Webster era el nombre de la rana— y cantarle: “¡Moscas, Daniela, moscas!”, y en un abrir y cerrar de ojos, ella daba un brinco y asía una mosca en ese mostrador, y se tiraba otra vez al suelo, compacta como un pellón de tierra, después de lo cual se ponía a rascarse un lado de la cabeza con la pata trasera, tan indiferente como si no tuviese idea de que había hecho algo que no cualquier rana podía hacer. Jamás ha visto usted una rana tan modesta y de tanta derechura como ella, con lo dotada que era. Y cuando se trataba de un salto limpio sobre un nivel llano, podía abarcar más trecho de una sola brincada que cualquier otro animal de su raza que usted haya visto en su vida. Saltar sobre lo llano era su fuerte, comprende usted; y, cuando de esto se trataba, Smiley se ponía a amontonar dinero en su favor mientras le quedase un cobre. Smiley se sentía desaforadamente orgulloso de su rana; y con razón, porque tipos que habían viajado y estado en todas partes, declaraban todos que aquella rana sobrepasaba a cualquier rana que jamás hubiesen visto.
Bueno, pues, Smiley guardaba el animalito en una cajita de celosía, y solía conducirlo al pueblo en busca de una apuesta. Cierto día, un tipo —un forastero— se topó con Smiley, que venía con su caja, y le dijo:
—¿Qué diablos es eso que lleva en la cajita?
Y Smiley dijo, simulando gran indiferencia: —Podría ser un loro, podría ser un canario; pero no es nada de eso: no es más que una rana.
Y el tipo tomó la caja, y la miró cuidadosamente, y le dio vueltas y más vueltas, y dijo: —Hum..., así es. Bien, ¿y para qué sirve?
—¡Bah! —dijo Smiley, complaciente y descuidado—. Sirve bastante para una cosa; si no ando equivocado, puede saltar mucho más alto que cualquier otra rana en el Condado de Calaveras.
El tipo cogió nuevamente la caja, y le dio otra mirada muy larga y cuidadosa, y la devolvió a Smiley, diciendo, muy resueltamente: —Bueno, pues, yo no le veo nada que la haga mejor que cualquier otra rana.
—Tal vez usted no lo vea —dijo Smiley—. Tal vez usted entiende de ranas y tal vez no; tal vez haya tenido usted experiencia o tal vez no sea usted más que un aficionado, por decir algo. De todos modos, yo tengo mi opinión, y estoy dispuesto a arriesgar cuarenta dólares a que ella salta más alto que cualquier rana del Condado de Calaveras.
El tipo meditó un minuto estudiando la idea, y luego dijo, como con un asomo de tristeza: —Vea, yo soy aquí un forastero, y no tengo rana alguna; pero si tuviese una, apostaría.
Y entonces Smiley dijo: —Muy bien, muy bien; si quiere usted tener mi caja por un minuto, voy por una rana y se la traigo.
El tipo tomó la caja, puso sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley, y se sentó a esperarle.
Un buen rato estuvo sentado, hurgándole y hurgándole el pensamiento en la cabeza; y luego sacó la rana fuera de la caja, le abrió la boca, se sacó una cucharilla de café y la llenó bien colmada de perdigones de codornices y, quieras que no, llenó al animal casi, casi hasta la altura de la barbilla y lo devolvió al suelo. Smiley, en tanto, había ido a la ciénaga, donde se embarró bastante en el cieno hasta que finalmente encontró una rana. Vínose con ella, y se la dio al tipo, diciendo:
—Ahora, si está usted listo, póngala usted al lado de la mía, con las patas anteriores bien parejas con las de Daniela, y yo daré la señal —luego exclamó—: Uno, dos, tres... ¡Saltar!
Y él y el tipo golpearon a las ranas por detrás; y la rana nueva brincó vivamente, pero Daniela suspiró muy hondo e izó los hombros, como un francés, pero sin que de nada le valiera, pues no se podía mover; estaba en el suelo más hincada que un yunque, y sin más posibilidad de meneo que si estuviera anclada. Smiley no volvía en sí de su asombro y de su disgusto; pero, naturalmente, no tenía la menor idea de lo ocurrido.
El tipo se quedó con el dinero y empezó a largarse; y cuando ya iba a traspasar el umbral, dio una sacudida a su dedo pulgar por encima del hombro —así— hacia Daniela, y dijo de nuevo, con la misma resolución.
—Bueno, a esta rana yo no le veo nada que la haga superior a cualquier otra rana.
Smiley se quedó largo rato de pie, rascándose la cabeza y mirando a Daniela, y al fin dijo: —Quisiera saber por qué demonios esta rana se quedó tan fija; me digo si le habrá ocurrido algo..., la verdad es que me parece muy abotagada —y agarró a Daniela por la pelusa del cogote y dijo:
—¡Vaya, malditos sean mis gatos, si no pesa cinco libras! —Y la puso cabeza abajo y ella eructó afuera dos puñados de perdigones. Entonces vio él lo que había pasado, y se puso furioso, y dejó a la rana por el suelo y echó a correr hacia el tipo, pero jamás volvió a dar con él. Y...
En este momento Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio delantero, y se levantó para ver qué querían. Y volviéndose hacia mí, al alejarse, dijo:
—Quédese ahí, forastero, y descanse a sus anchas. No tardaré un segundo en volver.
Pero, con el permiso de ustedes, yo no estimé que la continuación de la historia del emprendedor vagabundoJim Smiley pudiese valerme mucha información concerniente al Reverendo Leonidas W. Smiley, así es que emprendí mi partida.
En la puerta hallé al sociable Wheeler que volvía, el cual me fastidió volviendo a empezar:
—Bueno, ese Smiley tenía una vaca amarilla, con un ojo nada más, y sin cola, sino un tronchito como una banana...
—¡Que el diablo se lleve a Smiley y a su afligida vaca! —refunfuñé de buena gana, y despidiéndome del viejo señor, me marché.
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