Los niños comenzaban a aburrirse del verano cuando la primera tormenta dejó en la orilla el gran tronco negro. Los cuatro amigos tenían edades comprendidas entre los ocho y los once años. Estaban todos, pues, en alguna encrucijada difícil de la existencia.
La infancia no es el Paraíso que los adultos recordamos.
El tronco era impresionante: alto como un poste de teléfonos, con la piel astillosa toda contorsionada, carbonizada o recubierta de grietas. Quedó varado en la orilla, hundido por los pies en la arena, como una gran ballena flaca. Los niños lo sacaron del agua uniendo fuerzas y lo arrastraron hasta una zona segura. Luego se sentaron a mirarlo para convencerse de su proeza.
-¿Está muerto?
-Yo creo que sí
-Es como el fantasma de un árbol, y cuando los fantasmas regresan al reino de los vivos es porque quieren algo.
-¿Es negro o está quemado?
-Es el superviviente de un gran incendio que hubo al otro lado.
-¿Al otro lado del mar?
-Al otro lado del mundo.
-¡Sí! ¡Lo he visto en la tele!
Crecía aquella fascinación a coro. A la imaginación se le escapaban palabras fascinantes: Bósforo, Adriático, Mármara...
En el silencio de los niños crecían las incógnitas. Ellos no sabían de incendios, pero eran expertos en el aburrimiento que se acumula sobre los días como el polvo sobre los muebles. Por eso el tronco negro fue tan bien recibido. Ellos en verano habitaban un mar donde apenas había novedades. Allí las tormentas eran de andar por casa, lo mismo que las mareas. Las corrientes apenas se dignaban. El tronco era un acontecimiento.
En toda infancia debería haber siempre una playa. Y en toda playa debería haber siempre un tronco retorcido a merced de quienes sepan apreciarlo.
El primer trabajo del árbol negro fue de poste vigilante. Lo libraron de algas y otras molestias, cavaron un hoyo grande donde sepultar sus pies retorcidos y lo irguieron. En lo alto tenía un botón en relieve que visto de lejos parecía un ojo. Jugaron unos días a no hacerlo enfadar. Si alguien infringía una norma, era delatado al árbol. Pero aquella fue una ocupación temporal: una tarde, a uno de los niños se le ocurrió un disfraz. Le fabricó una peluca de lana azul y de un contenedor rescató un abrigo viejo. Entonces el poste tuvo gafas -una ganga de mercadillo- pero no ojos. Tuvo mangas sin brazos. Por las noches, los niños lo visitaban. Alguno le hizo confidencias que nadie había escuchado nunca.
Hasta que un día los niños llegaron a la playa y su tronco no estaba donde siempre. Lo buscaron hasta encontrarlo en la caravana de un turista inglés muy viejo. Lo había puesto junto al toldo del porche y servía para sostener jaulas de pájaros, más de doce. Mantenía su peluca azul, que la brisa azul despeinaba a capricho.
-Es nuestro -protestaron los niños-, ese inglés no tiene derecho.
-Los amigos no pertenecen a nadie. Vuelven si quieren.
-¿Y creéis que nuestro árbol volverá?
Llegó el final de las vacaciones y el árbol seguía soportando pajaritos. Los niños miraban mal al inglés, pero él no era consciente de su falta. Durante aquel invierno, los niños suspiraron de alivio al saber que el inglés se quedó allí, en su playa, hasta bien entrado el otoño. Al cabo, los niños son personas muy ocupadas, de esas que sólo en verano tienen tiempo de ocuparse de un árbol muerto.
Al verano siguiente, los cuatro regresaron a la playa de su memoria. El árbol ya se había marchado. El inglés tampoco estaba.
Los niños crecieron. Siempre más serán adultos que miran al mar con asombro, esperando algo que llegará.
* Este relato y su ilustración fueron publicados en el número 74 de la revista Azul Marino