Creo que va siendo hora de presentaros a Filippo Brancaleone, uno de los personajes de mi nueva novela, El aire que respiras. Es un muchacho italiano, de Génova, reclutado a la fuerza por las tropas de Napoleón para combatir en España. Llega a Barcelona con 17 años, en 1808, está muerto de miedo y no sabe empuñar la bayoneta. Por eso sus superiores se apiadan de él y la dan un tambor, ese con el que sale en la foto. Luego se vuelve ladrón a la fuerza, desertor por amor, casi muerto, padre, exiliado, campanero y mil cosas más que ya he contado en otra parte.
El soldado de plomo, auténtico, fabricado por Alymer, lo encontré en un anticuario y enseguida me gritó: "¡Eh! ¡Aquí! ¿No me reconoces? ¡Soy yo, Brancaleone!". Lo compré al instante, claro, aunque debo reconocer que a mi personaje le imaginaba más guapo y más espigado. Estaba terminando la documentación. Lo dejé sobre la mesa, justo debajo de la pantalla del ordenador. Desde ese instante, Filippo Brancaleone y yo hemos trabajado juntos, mano a mano. Cuando me encallaba, él se marcaba unos toques cortos, severos, de atención. Cuando me salía una de esas escenas que justifica un largo día de trabajo, redoblaba con alegría. A veces nos dábamos mutuo consuelo: Ya queda menos, Care. Tienes razón, Filippo. Otras, me regañaba. Eh, tú, deja de mirar por la ventana, has dejado mi muerte a medias, céntrate en lo que tienes que hacer, caramba, ¿cómo puedes despistarte en un momento así? Ay, sí, Filippo, perdona, ya voy.
Creo que nos hemos hecho grandes amigos. Tanto, que ahora que a los dos nos ronda el punto final, quiero que se quede ahí, en mi mesa, acompañándome para siempre. Lo mismo ocurrirá con estos personajes, lo sé. Les voy a extrañar el resto de mi vida.